Bram Stoker

Drácula y otros relatos de terror


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algún hueco o ventana. Me asomé intentando ver más, pero fue inútil, pues había demasiada distancia para verle con claridad. Durante su ausencia, aproveché para explorar más zonas del castillo, así que regresé a mi habitación y cogí la lámpara, después intenté abrir las puertas, pero tal y como me temía, todas se encontraban cerradas con llave, y las cerraduras parecían bastante nuevas. Entonces bajé por las escaleras de piedra y me dirigí al vestíbulo principal, donde por primera vez pude descorrer el cerrojo con relativa facilidad y quitar las cadenas; pero la puerta había sido cerrada, cómo no, con llave. Tengo que encontrar esta llave, quizá la tenga el conde en su alcoba. Estaré alerta y cuando deje su puerta abierta, entraré, cogeré la llave y así podré escapar de aquí. Seguí con mi registro de escaleras y pasillos, intentando abrir cuantas puertas hallaba a mi paso. Las únicas habitaciones que no necesitaban llave estaban repletas de trastos viejos. Por último, en lo alto de una escalera, encontré una puerta cerrada, pero que cedió al primer empujón. Me encontraba en un ala del castillo más a la derecha de las estancias que yo conocía y un piso más abajo. Desde allí podían atisbarse también las que daban al ala sur que, y que como esta, quedaban justo encima del precipicio.

      Aquel castillo había sido levantado encima de una colina, de forma que era completamente inexpugnable por sus tres lados. Las ventanas de aquellas habitaciones no tenían cortinas, así que la amarillenta luz de la luna me permitía distinguir los colores, y también el polvo que se acumulaba en todas partes, pero que a la vez desempeñaba la función de disimular los insectos y los desperfectos debidos al paso del tiempo y las polillas. La luz de mi lámpara estaba en desventaja con aquel increíble resplandor lunar, pero me sentía más seguro llevándola conmigo, porque en aquel lugar reinaba una impresionante soledad que paralizaba mi corazón y me hacía tiritar. Sin embargo, prefería estar solo en aquel lóbrego lugar que, en compañía del conde, a quien detestaba cada vez más. Cuando conseguí sosegar un poco mi espíritu, la calma me invadió. Me hallo aquí sentado junto a una mesa de roble donde seguramente hace siglos alguna hermosa dama se sentó a escribir después de largo meditar y sonrojarse, una entorpecida carta a su amado. Anoto en el Diario taquigrafiado cuanto me ha acontecido desde que cerré la puerta por última vez. ¡Este invento sí que supone un verdadero avance de nuestro siglo! Y sin embargo, a no ser que mis sentidos me engañen, creo que los viejos siglos poseían y poseen poderes con los que la moderna civilización no puede terminar con ellos.

      Más tarde: 16 de mayo, por la mañana.— Que Dios me proteja la salud, es lo único que le demando. La libertad y la garantía de seguridad pertenecen al pasado. Durante el tiempo que siga en este lugar solo deseo no enloquecer si es que todavía no lo estoy.

      De estar cuerdo, es exasperante llegar a pensar que de cuantas cosas horribles acechan en este lugar lo que menos me asusta es el conde, pues mientras cumpla sus deseos, me dará seguridad. ¡Dios mío, apiádate de mí! Haz que conserve la serenidad, pues sino estoy perdido. Ahora empiezan a aclararse cosas que me han preocupado con anterioridad. Supongo que el hecho de escribir este diario me ayuda a mantener la esperanza. La misteriosa advertencia del conde me asustó en su momento, tanto, que todavía ahora siento escalofríos cuando pienso en ello, porque de ahora en adelante poseerá un inmenso poder sobre mí. ¡No debo dudar nada de lo que él me diga!

      Después de mi último contacto con el diario, con el libro y la pluma, guardados prudentemente ya en el bolsillo, sentí cómo el sueño se apoderaba de mí. Recordé la advertencia del conde y sentí un extraño placer desobedeciéndola. La tenue luz de la luna consiguió tranquilizarme al fin y la extensa magnitud del paisaje que contemplaba me trajo una reconfortante sensación de libertad. En aquel instante decidí que no volvería a esas lóbregas dependencias y que dormiría aquí, donde las damas se han sentado, gozado y vivido plácidos momentos mientras sus tiernos corazones añoraban la ausencia de sus amados, que se hallaban luchando en encarnizadas batallas. Saqué de un rincón de la estancia un gran sillón y lo acerqué a la ventana para contemplar cómodamente tendido, el paisaje del este y el sur, ignorando el polvo y la suciedad que se amontonaba por todas partes.

      Debí quedarme dormido. En eso confío. Aunque mucho me temo que todo lo ocurrido era escalofriantemente real, tan real, que ahora mismo, acomodado bajo el templado sol de la mañana, no soy capaz de creer que todo se tratara de un simple sueño.

      Había alguien más conmigo. La habitación continuaba siendo la misma, todo colocado en idéntico orden que cuando entré. Contemplaba por todo el suelo, gracias a la claridad de la luna, marcas de mis propias huellas, allí donde se acumulaba el polvo; delante de mí, se encontraban tres jóvenes y nobles señoras con elegantes vestidos y exquisitos modales. No dudé que era un sueño por la proximidad de estas, las cuales a pesar de estar de espaldas a la luna, ninguna reflejaba su sombra en el suelo. Se aproximaron a mí y se detuvieron a mirarme durante algún tiempo, acto seguido cuchichearon en voz baja entre ellas. Dos eran morenas, con altas y aguileñas narices, parecidas a la del conde; grandes ojos que parecían completamente rojos en contraste con la palidez de sus rostros. La tercera era rubia, con abundantes y dorados tirabuzones; sus ojos eran como blancos zafiros.

      Las tres estaban dotadas de blancos y brillantes dientes, que destacaban como perlas entre el rojo de sus voluptuosos labios. Había algo en ellas que me producía zozobra, algo que deseaba y a la vez temía mortalmente. Mi corazón se estremecía ardientemente, anhelando que aquellos sangrantes labios me besaran. Ahora me siento avergonzado de aquel impulso carnal. No debo anotarlo, pues si algún día lo leyera Mina podría sentirse sinceramente apenada. Pero es la pura verdad. Volvieron a cuchichear entre ellas y a continuación soltaron unas risitas, que eran claras y musicales, pero al mismo tiempo, duras como si ignoraran la ternura del contacto con unos labios humanos. Se trataba de un sonido semejante al insoportable y dulce tintinear de un vaso tocado por una mano experta. La mujer rubia movió la cabeza con coquetería, incitada de algún modo, por las morenas. Una de ellas dijo:

      —¡Adelante! Tú serás la primera; después te seguiremos nosotras. Tienes derecho a comenzar el goce.

      Y la tercera añadió:

      —Es fuerte, muy joven y guarda besos para todas nosotras.

      Permanecí inmóvil y mientras, con la mirada perdida, gozaba y temía a la vez de algo que no sabría definir del todo bien. La muchacha rubia se acercó a mí y acto seguido inclinó su rostro, sentía cómo echaba suavemente su aliento sobre mi cuello, lo cual me producía un extraordinario y dulce goce. Las emociones parecían sujetas a un calidoscopio: sentía la idéntica vibración a través de mis nervios que cuando escuché su voz, pero no conseguía evitar el resurgir de una sospecha, que era dolorosa y nauseabunda, igual que el olor a sangre de un matadero. El pánico no me dejaba abrir los ojos, pero bajo mis pestañas podía ver perfectamente. La mujer se arrodilló, de forma que quedó tumbada encima de mí, moviéndose sinuosa y sensualmente; me parecía fascinante y seductora. Su respiración poseía una provocadora voluptuosidad, todo aquello era entre emocionante y repulsivo. La joven doblaba su cuello mientras se relamía como un animal saboreando su presa antes de hora. Entonces pude observar cómo bajo sus labios color escarlata asomaba la saliva sobre su roja lengua que se deslizaba por entre unos afilados colmillos. Su atractiva cabeza empezó a descender hasta que sus labios se detuvieron a la altura de mi barbilla, como si desearan aferrarse a mi cuello. Tan cerca estaba su boca que podía percibir claramente el chasquido de su lengua, relamiéndose dientes y labios. Sentí el ardiente aliento sobre mi carne trémula. Sentí que mi piel se estremecía, al contacto con su carne, que cada vez se aproximaba más.

      Mi garganta estaba hipersensible a aquel suave y excitante roce de sus labios, al contacto de unos dientes afilados que parecían penetrar en el interior de mi cuello antes de que lo tocaran. Se detuvieron y entonces yo cerré los ojos totalmente abandonado al placer y aguardé… aguardé con el corazón palpitante.

      Pero en aquel mismo instante, de forma brusca, otra emoción me invadió como un relámpago, y dejé de sentir aquellos afilados dientes cerca de mi cuello. Podía notar la presencia del conde. Por último conseguí abrir los ojos y él estaba allí, con el rostro congestionado por una intensa cólera que parecía sobrenatural. Con su potente mano