Bram Stoker

Drácula y otros relatos de terror


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      Sí, existe una manera, si tengo el valor necesario para hacerlo. ¿No puede entrar alguien por donde él sale? Yo mismo vi reptar al conde por el muro. ¿Y si le imito y entro por su ventana? Es una oportunidad muy arriesgada, pero mi ansia por ser libre es mayor aún. Pienso arriesgarme. Lo peor que me puede suceder es la muerte. Sin embargo, confío en la Providencia. Puede que el temido futuro aún esté abierto para mí. ¡Qué Dios me proteja de cualquier peligro en esta arriesgada misión! ¡Adiós, Mina, si fracaso! ¡Adiós, mi fiel amigo y segundo padre Peter Hawkins! ¡Adiós a todos, pero sobre todo, a ti Mina!

      El mismo día, por la tarde.— Lo he conseguido. Con la ayuda de Dios he llegado a la habitación del conde. Debo anotar ordenadamente todos los detalles. Caminé, mientras aún me quedaba algo de valor, hacia la ventana del lado sur, desde donde rápidamente salí a la cornisa que rodea todo el castillo. Las piedras eran enormes, desgastadas y sin restos de mortero entre ellas por el paso del tiempo. Me quité las botas y seguí adelante con la peligrosa aventura. De nuevo, miré hacia abajo y para evitar que el vértigo me hiciese caer, no volví a bajar la mirada. No me mareé —supongo que estaba demasiado excitado— y en un tiempo tan corto, que hasta me pareció ridículo, estaba ya frente a la ventana tratando de levantar el bastidor de la misma. Sin embargo, mientras me colaba en el interior de la habitación, no pude evitar sentir escalofríos. Rápidamente miré alrededor buscando al conde, que para mi gran sorpresa y alegría no estaba: ¡El aposento se encontraba vacío! Se hallaba modestamente amueblado con diversas y muy raras piezas, que parecían intactas. Su mobiliario me recordaba al de las habitaciones del sur y este también estaba lleno de polvo. Busqué la llave en alguna de las cerraduras, pero no la encontré. Solo descubrí una cosa: un grandísimo montón de oro en uno de los rincones de la habitación; allí había oro de muchas clases: romano, inglés, austríaco, húngaro, griego y monedas turcas, y cómo no, todo cubierto de una gruesa capa de polvo, que delataba la presencia de toda esa riqueza durante mucho tiempo en aquel rincón. Me detuve un momento a examinar el preciado metal; aquel oro tenía más de trescientos años. También había cadenas y ornamentos, algunos con piedras preciosas, pero todos muy antiguos y echados a perder.

      En otro rincón encontré una pesadísima puerta, que intenté abrir, y para mi sorpresa, esta cedió. Atravesé un pasadizo que conectaba con una escalera circular un poco inclinada, por la que descendí, no muy convencido, pues aquel lugar estaba sumido en una oscuridad casi total, a excepción de una débil luz que entraba por una tronera. Al fondo encontré un túnel, de donde procedía un hedor nauseabundo y mortífero, como de cieno recién agitado. A medida que avanzaba por el pasaje, ese nauseabundo olor adquiría una intensidad insoportable. Por fin atravesé una puerta que estaba entornada, la cual daba a una vieja capilla en ruinas, que se había usado como cementerio. El techo se encontraba derruido y en ambos extremos había escaleras que conducían hacia las bóvedas. Alguien había escarbado en aquel suelo, y colocado la tierra en dos grandes cajones de madera, seguramente los que llevaban aquellos eslovacos en sus carretas.

      Estaba completamente solo, así que me puse a buscar una salida sin éxito. Entonces comencé a analizar palmo a palmo el suelo; para no desperdiciar ni una sola ocasión. Llegué hasta las criptas del subterráneo en donde penetraba una débil y escasa luz. Mi alma se sentía en aquel lugar. Entré en las dos primeras, en las que solo encontré trozos de ataúdes y grandes montañas de polvo, pero en la tercera descubrí algo.

      ¡Allí, en una de las grandes cajas, de las que debía haber unas cincuenta más o menos, sobre montones de tierra excavada no hacía mucho, yacía el conde Drácula!

      No podía saber si estaba muerto o dormido: con los ojos abiertos y pétreos, sin que estuviera en ellos la vidriosidad de la muerte; las mejillas denotaban el calor de la vida, a pesar de su extrema palidez, y sus labios continuaban estando tan rojos como siempre. No se movía, no se le notaba ni pulso, ni aliento, ni le latía el corazón. Me acerqué más al cuerpo del conde para intentar descubrir alguna señal de vida, pero fue inútil. No podía llevar allí tendido mucho tiempo, porque el olor de tierra aún era intenso. Junto al ataúd se encontraba la tapa agujereada por todas partes. Se me ocurrió que podía tener las llaves encima, entonces al intentar registrarlo, vi en sus ojos abiertos, aunque sin vida, y aún inconsciente de mi presencia, una mirada de odio, por lo que hui rápidamente de allí. Salí de la habitación del conde por su ventana de nuevo, y después trepé por la pared del castillo hasta llegar a la altura de mi habitación, donde me tumbé jadeante sobre la cama e intenté pensar con frialdad…

      29 de junio.— Hoy es el día en que es enviada la última de mis cartas. El conde ya ha hecho todo lo posible para que la carta parezca auténtica. Otra vez le he visto salir por la ventana con mis ropas. Mientras reptaba por la pared, igual que un lagarto, pensaba cuánto me hubiera complacido poseer una escopeta para acabar con él. Pero mucho me temo que ninguna arma fabricada por la mano del hombre tendría efecto en él. No tuve el valor suficiente para aguardar su regreso, pues con solo pensar que me podía topar con esas trillizas, se me ponían los pelos de punta, así que volví a la biblioteca y leí hasta que el sueño se apoderó de mí.

      Fue el conde quien me despertó, y mirándome con la expresión amenazadora, me comunicó:

      —Mañana, joven amigo, tenemos que separarnos. Usted regresará a su hermosa Inglaterra, y yo, a seguir mi trabajo, que puede tener tal fin, que quizá no nos volvamos a ver jamás. Su carta ha salido hoy mismo hacia Inglaterra. Él caminó hacia la ventana, y al girarse me manifestó algo más:

      —En pocas horas estaré aquí, y sus cosas ya estarán preparadas para cuando se vaya. Mañana temprano tienen que venir unos zíngaros para terminar un trabajo en el castillo, y también algunos eslovacos, pero cuando se vayan, mi coche vendrá a buscarle y le llevará al Paso de Borgo, donde encontrará la diligencia que va de Bucovina a Bistritz. De todas formas, tengo la esperanza de volver a verle en el castillo de Drácula.

      Tanto desconfiaba de él, que quise probar su sinceridad. ¡Sinceridad! Relacionar esa cualidad con semejante monstruo, era un sacrilegio.

      Sin embargo, haciendo acopio de valor le pregunté sin tapujos:

      —¿Por qué no esta misma noche?

      Y con ojos brillantes me respondió:

      —Porque, querido señor, mi cochero y mis caballos se encuentran fuera en una misión muy importante.

      Pero yo, sin ceder, repliqué:

      —No me importa ir andando. Desearía irme ya.

      El conde sonrió tan sutil y demoníacamente que entendí al instante que tras su suavidad se escondía un plan algo más diabólico.

      —¿Y su equipaje? —me preguntó.

      —No importa —respondí—. Mandaría a buscarlo más adelante.

      El conde se incorporó, y con tal galante cortesía que hizo que dudara ciertamente de su sinceridad, respondió:

      —Ustedes los ingleses usan una frase que cuando la oí por primera vez me llegó al corazón, ya que recuerda al espíritu que rige a nuestros nobles: «Da la bienvenida al huésped que viene y felicita al que se va». Venga conmigo, mi joven amigo. No permanecerá ni un minuto más en mi casa en contra de su voluntad, aunque me apena saber que desea marcharse de forma tan repentina. ¡Vamos!

      Con majestuosa gravedad, y una lámpara en sus manos, me precedió escaleras abajo y a lo largo del vestíbulo que conducía hasta la entrada. De pronto, se detuvo.

      —¡Escuche!

      Una considerable manada de lobos aullaba muy cerca. Era como si aumentase la intensidad de ese sonido cada vez que él movía la mano, como la música de una orquesta bajo la dependencia de la batuta del director. Después de una pequeña pausa, el conde continuó caminando con la misma distinción, hasta llegar a la puerta, descorrió los pesados cerrojos, desenganchó las recias cadenas y comenzó a tirar de aquella pesada puerta principal para abrirla.

      Los aullidos se crecían más coléricos a medida que la puerta se abría. Entonces vi claramente que pelear con el conde habría sido inútil, pues él era