Bram Stoker

Drácula y otros relatos de terror


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cabo de unas horas, cuando el conde entró de nuevo en la habitación, me despertó, pues, sin querer, me había quedado dormido en el sofá. Estaba encantador y de buen humor y al darse cuenta que yo había estado durmiendo, me preguntó:

      —¿De manera que se encuentra cansado, joven amigo? Váyase a la cama. Es el mejor lugar para descansar. Esta noche no podré tener el gusto de charlar con usted, ya que tengo mucho trabajo. Usted duerma, por favor.

      Fui a mi habitación y me tumbé en la cama. Y sucedió algo muy extraño, me dormí pero sin soñar. La desesperación debe traer también algún momento de calma.

      31 de mayo.— Al despertarme esta mañana, he decidido buscar papel y sobres. He buscado en mi maleta y en mis bolsillos los papeles, para así poder escribir en cuanto pudiera. Pero de nuevo algo me ha sorprendido, hasta el punto de quedarme paralizado.

      No había rastro de los papeles, de mis apuntes, tampoco de los itinerarios de trenes y viajes, ni de la carta de crédito; en resumen, todo aquello que pudiese ser útil en el caso de que escapara de aquí. Me senté para poder pensar mejor, y entonces tuve una corazonada: volví a registrar la maleta y el armario donde tenía guardadas mis cosas. El traje que llevaba el día que llegué al castillo no estaba; tampoco el abrigo ni la gruesa manta. No había rastro de ellos por ningún lado. Una vez más se trataba de una tenebrosa y maliciosa trampa de Drácula.

      17 de junio.— Esta mañana, sentado en el borde de la cama, mientras pensaba, escuché fuera restallido de látigos y ruido de cascos de caballos que avanzaban por el camino pedregoso del patio. De pronto, sentí una gran alegría. Corrí hacia la ventana y pude ver cómo ocho potentes animales arrastraban dos grandes carretas. A estos los conducía un eslovaco, que llevaba un sombrero de ala ancha, un cinturón de cuero de oveja claveteado, altas botas y una pelliza sucia. Fui hacia la puerta con el propósito de bajar, pues deseaba alcanzarlos en la entrada principal, pero la gélida sensación de la sorpresa acabó con mis esperanzas: la puerta estaba atrancada por fuera.

      Entonces, regresé a la ventana y comencé a gritar. Aquella gente levantó la cabeza y se quedó mirándome con descaro, mientras me señalaban. El jefe de los zíngaros apareció y, al verme con cara de desesperación, dijo algo y los demás carcajearon. A partir de entonces, no volvieron a mirarme, a pesar de mis múltiples gritos de socorro. Estos, con paso decidido, se fueron. Sus carretas transportaban enormes cajones cuadrados de asas de firmes cuerdas, que debían estar vacíos a juzgar por la facilidad con que los movían y por el ruido que hacían al caer. Ya descargados y apilados en un rincón del patio, los zíngaros pagaron a los eslovacos, los cuales empezaron a escupir sobre el dinero, supongo que para darle suerte, después se subieron a sus respectivas carretas y se marcharon. De inmediato, oía cómo se alejaba el chasquido de los látigos.

      24 de junio, momentos antes de amanecer.— Esta última noche, el conde me dejó solo y se encerró con llave en su habitación, hecho que aproveché, a la que tuve bastante valor, para subir a la habitación con vistas al sur con la intención de vigilar al conde, pues me temía que estaba preparando algo. Los zíngaros duermen en alguna parte del castillo y trabajan en colaboración con el conde en algo muy misterioso. Estoy seguro, pues de vez en cuando, a lo lejos, oigo ruidos de picos y palas. No sé para qué es tanto trabajo, pero estoy convencido de que no se trata de nada provechoso.

      Llevaba más de media hora vigilando por la ventana, cuando percibí que algo salía por las ventanas del conde. Retrocedí un poco pero sin dejar de vigilar con atención. No dejaba nunca de sobresaltarme aquella diabólica imaginación del conde, pues me di cuenta que llevaba puesto mi traje de viaje y llevaba cargado al hombro aquel saco misterioso que se llevaron las tres mujeres consigo la otra noche. Estaba claro lo que pretendía, ¡y encima con mi ropa! Se trataba claramente de un nuevo plan infernal para que los zíngaros crean que soy yo el que salió del castillo, así podrán decir que me han visto en el pueblo depositando las cartas al correo, con lo que cualquier perversidad suya me será atribuida a mí.

      Se me acaban las esperanzas, aquí encerrado como un auténtico prisionero, todavía peor, pues no puedo contar con la protección legal, que supone un consuelo hasta para el peor de los criminales.

      Decidí esperar a que volviese el conde, así que permanecí sentado junto a la ventana un poco más. Después comencé a ver, gracias al reflejo de la luna, que unas raras partículas flotaban en el aire. Semejaban diminutas motas de polvo que formaban una nebulosa en forma de remolino. Las observé sereno y se adueñó de mí una pacífica calma. Me recliné en el alféizar para estar más cómodo y así disfrutar más intensamente del aquel etéreo torbellino.

      Algo me hizo sobresaltar: un apagado y débil aullar de perros, lejano. El sonido parecía resonar en mis oídos con más fuerza. Las motitas de polvo se iban transformando y bailando el compás del sonido bajo la luz de la luna. Me di cuenta que me incitaban a caer a la llamada de mis adormecidos instintos, pero mi alma luchaba y mi sensibilidad, atontada todavía, se afanaba por responder a esa llamada. ¡Algo o alguien me estaba hipnotizando! Los bailoteos del polvo iban cada vez más deprisa, tanto, que parecían tintinear al pasar a mi lado, y luego perderse en la penumbra de la habitación. Más y más partículas acudían a su reunión, hasta transformase en borrosas figuras fantasmales. Entonces di un salto, ya despierto del todo y en plena posesión de mis facultades mentales hui de aquel lugar chillando. Aquellas fantasmales figuras, que poco a poco se iban materializando bajo los destellos de la luna, eran tres misteriosas mujeres a cuyas manos estaba condenado. Una vez en mi alcoba, me encontré algo más seguro; aquí no había luz lunar y la lámpara despedía un brillo intenso. Pasadas unas horas, pude oír cómo se movía algo en la habitación del conde, como un gemido rápidamente sofocado. Sin tiempo para que mi corazón dejase de latir con tanta fuerza, intenté abrir la puerta, pero seguía cerrada no podía hacer absolutamente nada y como fruto de la impotencia y la desesperación, comencé a llorar.

      Sentado en la cama, escuché ruidos en el patio: un grito femenino de angustia, así que fui corriendo hacia la ventana y observé a través de los barrotes. Así era, una mujer algo desgreñada, con sus manos haciendo presión sobre el corazón, que parecía estar sin aliento de tanto correr, se hallaba apoyada en un rincón junto a la puerta con los nervios a flor de piel.

      La mujer, al percibir mi figura en la ventana, se esforzó en avanzar y a gritos, comenzó a amenazarme:

      —¡Monstruo, devuélveme a mi hijo!

      Presa de la angustia y del dolor por su imposibilidad de hacer nada, cayó de rodillas, mientras alzaba las manos. No paraba de gritar esas mismas palabras; aquella escena me daba muchísima lástima. Seguidamente comenzó a tirarse del cabello y a darse fuertemente con los puños en el pecho, entregada a la más absoluta y desbordante desesperación. Por último, se dirigió hacia la puerta y, aunque no podía verla, oía cómo la golpeaba con fuerza, destrozándose los nudillos con la sólida madera.

      En algún lugar de la parte alta del castillo, por encima de mí, posiblemente en la torre, se escuchó la voz del conde, que llamaba a alguien con su áspero y metálico susurro. Tuve la certeza de que a sus palabras, respondían desde lejos, los perros con sus aullidos. Poco después, una manada de lobos apareció en el patio como las aguas de un río desbordante. No volví a oír a la mujer y el aullido de los lobos fue breve. Al poco rato, se fueron uno tras otro relamiéndose sus ensangrentados hocicos. No compadecí a la mujer, pues imaginando lo que le podía haber pasado a su hijo, estaba mejor muerta.

      ¿Qué haré ahora? ¿Qué futuro me espera? ¿Cómo puedo huir de esta horrible noche de abatimiento y horror?

      25 de junio, por la mañana.— Nadie se puede llegar a imaginar lo dulce que es la llegada de la mañana con el brillo todavía distante del sol que emerge por entre las colinas. La luz del día hacía renacer en mí la confianza, y mis temores se desvanecían igual que una prenda vaporosa al contacto con el calor. Debo actuar con rapidez, aprovechando el valor que me proporciona la luz del día. Anoche fue echada al correo una de mis cartas con fecha posterior a la verdadera: la primera de la serie con el objetivo de borrar de la faz de la tierra cualquier signo de que sigo vivo. Pero, no debo dejarme llevar por estos pensamientos fatalistas, debo concentrar todas mis fuerzas para huir de