A Andrés Rillón,
Premio Nacional de Humor Jorge “Coke” Délano
Los ojos de Edipo Rey
Quizás la mejor manera de estudiar la vida privada de una época es recopilar los chistes que invariablemente esta crea al revés de lo que el poder quiere o puede contar de sí mismo. En estados totalitarios o en dictaduras sangrientas es fácil entender el humor como un espacio de libertad y de encuentro, de alivio y desmentido de las mentiras oficiales. Los que tenemos edad suficiente para recordar la dictadura de Pinochet fuimos testigos de cómo este alegó “asesinato de imagen” cuando la revista APSI intentó sacar un especial de humor en que él era el personaje principal. El filósofo esloveno Slavoj Žižek llena sus conferencias y libros de chistes “estalinistas”, es decir de las burlas habituales con que las víctimas del totalitarismo comunista se desquitaban de la imperfecta perfección del sistema soviético.
En las democracias liberales su supone en cambio que el humor goza de una suerte de “inmunidad diplomática”, que le permite cuestionar el sistema sin que este tome otra venganza que premiar de vez en cuando al chistosito de turno y hacerlo pasar de clandestino a consensual, quitándole toda la gracia. En una democracia liberal los límites del humor son sólo los de la ley y sus reglas bastante vagas y libres sobre la injuria y la calumnia. ¿Por qué entonces no pasa un mes o dos sin que alumnos y periodistas me pregunten, en mi calidad de director del Instituto de Estudios Humorísticos de la Universidad Diego Portales, cuáles son los límites del humor? Una pregunta que puede parecer abstracta y filosófica pero que empezó a hacerse urgente y sangrienta cuando un grupo de islamistas poderosamente armados disparó a los dibujantes franceses de Charlie Hebdo, que se habían atrevido a burlarse del profeta Mahoma. Al mismo tiempo, a través del humor, y en particular de la stand-up comedy, gran parte de los conflictos no resueltos de la sociedad chilena se han hecho visibles y risibles, y los parlamentarios y las conciencias morales de la nación se preguntan cómo y cuándo deben parar los chistes sobre la política, la iglesia, los hombres, el Estado y la policía.
¿Cuáles son los límites del humor, profesor? ¿Qué se puede decir con humor? Debería, para responder, decir primero que el humor, como los faros en la costa, es lo que justamente ilumina las fronteras del lenguaje. Es lo que dice que allá, más allá, está la alta mar del inconsciente y de la guerra, del insulto y del duelo. Es cierto, hay dolores que no se pueden decir, y hay silencios que no se pueden nombrar, pero todos los testimonios indican que en los campos de concentración y en las guerras el humor florece como los hierbajos entre el pavimento. Es lo que descubrió, por ejemplo, Mauricio Redolés en las cárceles donde terminó su adolescencia. El humor era una forma de decir que los golpeados, los torturados, eran aún humanos. Que eran humanos y se reían de los chistes, que eran distintos de los chistes de sus torturadores, aunque ocasionalmente, y esa es quizás la magia paradójica del humor, el chiste era el mismo y los cautivos reían con los que los tenían encerrados y eran todo eso que la guerra disuelve: la idea de que somos ante todo y sobre todo humanos. Nada más que humanos, y nada menos.
El humor es en los campos de prisioneros lo más parecido a un lujo, porque desvía el lenguaje que sirve para comunicar órdenes a ladridos, como una cuchara que ya no sirviera para comer o cavar y que se volviera soldado de plomo, estatua, adorno. No hay una escena que represente de manera más esencial en qué consiste el humor que aquella en La quimera del oro en que Charlie Chaplin, a la espera de su amada, hace bailar dos pedazos de pan. Con dos tenedores, el pan se convierte en bailarina en esta película de miseria y frío. Un pan que se hace humano, coqueto, sensual, mientras el amante espera una cita que no tendrá lugar. El humor es, así, lo que hay cuando empieza a haber algo más que nada. Cuando no hay nada y las miserias morales y físicas se suceden, como en la mayor parte de la película, es una crueldad que da risa. La codicia lleva al hambre, y el frío al odio asesino. Todos quieren oro y esperan el momento para comerse unos a otros en espera del tesoro que justificará sus exiguas vidas. ¿De qué nos reímos entonces en esa película desoladora y cruel hasta el borde de la paciencia humana? Al final los exploradores muertos de hambre se hacen ricos y encuentran por azar el amor de su vida; es lo menos creíble de la película pero lo aceptamos porque sin ello la exposición de las bajezas humanas, bajezas que nos hicieron gozar, sería insoportable.
La virtud final del humor es que convierte todo en humano, y si tiene un límite es ese, que necesita de seres humanos para que se rían y para que sean víctimas de él. Puede caricaturizar al otro pero al final para que funcione debe haber dos humanos al menos, uno que hace reír y otro que ríe. No hay humor, que se sepa, entre las lechugas y las estrellas. Y si bien algunos animales ríen, no se ha probado que disfruten como nosotros viendo unos panes bailar.
El humor en gran parte cuenta tragedias que terminan bien. O, más bien, tragedias que no terminan tan mal como deberían. O es una tragedia que sigue cuando la tragedia termina. Edipo, al final de Edipo rey, se arranca los ojos para no ver lo que está viendo, su propio e infinito crimen, haberse casado con su madre, haber matado a su padre, haber arrastrado a su pueblo a la maldición y la miseria. El humor son esos ojos separados de Edipo que le dicen que igual no es poca cosa haber hecho un cornudo de su papá, que eso no lo hace cualquiera, que estaba bien buena su mamá y que uno siempre vuelve al lugar del crimen. Son los ojos de Edipo que lo ven mendigar por todo el reino y le recuerdan que en toda su tragedia sigue siendo un hombre con sed, hambre y necesidad de cagar. Ese era el rol que al parecer cumplía el bufón de la corte. El humor son los ojos de los que han decidido no ver más.
El humor en ese sentido es rebelde solo hasta un cierto punto, porque necesita del permiso del rey, que en las sociedades democráticas es el público, para ver lo que el rey no ve. Necesita, para ejercer la labor del famoso “minuto de confianza” que le otorgaba Andrés Rillón a sus empleados en esos viejos capítulos de Jappening con Ja, el programa más bien inocente que en dictadura los telespectadores llenábamos de significados oscuros, porque después de todo sucedía en una oficina llena de zalamería y abusos de poder, que era y no era el Chile de entonces.
El humor es siempre un riesgo porque el humorista debe encontrar algo que no sabe previamente qué es pero que de alguna forma flota en el aire. La mayor parte de los entrevistados en este libro se refieren a ese extraño proceso en que deben al mismo tiempo concentrarse en lo que quieren decir y luego olvidarlo para de repente decir lo que no sabían que querían decir, antes de decirlo. El humor, como el arquero zen, debe dar en el blanco con los ojos vendados. Ese blanco está en la cabeza del público, que es el que completa siempre el chiste. En el humor no sólo debe haber humanos (o panes que se convierten en humanos), sino otro que sostenga el juego. Todos los que han intentado el humor sobre las tablas relatan el trauma infinito de encontrarse con un público hostil o incluso indiferente. El vacío perfecto del humorista haciendo chistes para nadie es quizás la imagen del desencuentro más insalvable con que se puede encontrar una sociedad.
¿Ese es el límite del humor, entonces? El límite del humor es que no tenga nadie para reír con él. El límite del humor es el momento en que