Jonathan Maberry

Polvo y decadencia


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      Ésta es para Don Lafferty, Arthur Mensch y Sam West-Mensch

      Y, como siempre, para Sara Jo

Portada

      1

      Benny Imura quedó consternado al comprender que ni aun en pleno Apocalipsis podría librarse de los deberes.

      —¿Por qué tenemos que estudiar estas cosas? —preguntó—. Nosotros ya sabemos lo que pasó. La gente empezó a convertirse en zoms, los zoms se comieron a casi todos, todo el que muere se convierte en zom, así que la moral de este cuento es: trata de no morir.

      Al otro lado de la mesa de la cocina, su hermano Tom lo miraba fijamente entrecerrando los ojos.

      —¿Intentas parecer idiota, o es una capacidad innata?

      —Hablo en serio. Ya sabemos lo que pasó.

      —¿En verdad? ¿Entonces por qué pasaste la mayor parte del último verano quejándote de que nadie de mi edad le cuenta a nadie de tu edad la verdad sobre los muertos vivientes?

      —Escuchar es una cosa. Escribir ensayos y presentar exámenes sorpresa es otra muy distinta.

      —Porque Dios nos libre de que tengas que recordar algo de lo que te decimos.

      Benny levantó misteriosamente las cejas y se dio unos golpecitos en la sien.

      —Lo tengo todo aquí, en el enorme almacén de conocimiento que soy yo.

      —Bien, chico genio, entonces ¿qué comenzó la plaga?

      —Muy fácil —dijo Benny—. Nadie lo sabe.

      —¿Cuáles son las principales teorías?

      Benny encajó su tenedor en un gran pedazo de camote con mantequilla, se lo metió a la boca y masticó ruidosamente mientras hablaba. Era un movimiento calculado para irritar a Tom por tres causas al mismo tiempo. Tom odiaba que hablara con la boca llena. También odiaba que Benny masticara con la boca abierta. Y además eso sofocaría la mayor parte de lo que dijera, lo que significaba que Tom tendría que poner aún más atención a esa boca llena de tubérculo de donde saldrían palabras apagadas.

      —Radiación, virus, armas biológicas, desechos tóxicos, erupciones solares, obra de Dios.

      Lo dijo sin hacer pausa entre las palabras. Eso también era molesto, y valía al menos otro punto en el “irritómetro” personal de Benny.

      Tom sorbió su té en silencio, pero dirigió a Benny la mirada.

      Benny suspiró y tragó.

      —Bien —dijo—, al principio la gente culpó a la radiación de un satélite.

      —Sonda espacial —corrigió Tom.

      —Lo que sea. Pero eso no tiene sentido, porque un satélite…

      —Sonda espacial.

      —… no transportaría suficiente material radioactivo para dispersarlo por todo el mundo.

      —Eso creemos.

      —Claro —concedió Benny—, pero en la clase de ciencia nos dijeron que incluso si una de las viejas plantas nucleares sufriera una como-se-llame, no…

      —La fusión de un reactor.

      —… habría suficiente radiación para cubrir todo el planeta, a pesar de tener más material radioactivo que un satélite.

      Tom suspiró. Benny sonrió.

      —¿Qué conclusión sacas de eso?

      —El mundo no fue destruido por zombis radioactivos del espacio.

      —Probablemente no fue destruido por zombis radioactivos del espacio —corrigió Tom—. ¿Y qué me dices de un virus?

      Benny separó un trozo de pollo y lo comió. Tom era un gran cocinero, y éste era uno de sus mejores platillos. Camote, pollo asado con champiñones y almendras, y col rizada de un verde intenso. Una hogaza de pan al vapor, hecha con lo último que quedaba del trigo del invierno, reposaba cerca, donde Benny pudiera alcanzarla.

      —El padre de Chong dice que un virus necesita de un huésped vivo, y los zoms no están vivos. Dice que tal vez una bacteria o un hongo albergan al virus.

      —¿Sabes lo que es una bacteria?

      —Desde luego… es una diminuta alimaña que hace que te enfermes.

      —Dios, me encanta cuando muestras lo profundo de tus conocimientos. Me hace sentir orgulloso de ser tu hermano.

      —Bésame el…

      —Cuida tu lenguaje.

      Se sonrieron.

      Ya habían transcurrido casi siete meses desde que el rencor y la desconfianza que Benny había sentido durante toda su vida por su medio hermano se habían transformado en cariño y admiración. Ese proceso había comenzado el verano pasado, poco después del decimoquinto cumpleaños de Benny. De cierto modo él sabía que amaba a Tom, pero dado que Tom era su hermano y que éste aún era el mundo real, las posibilidades de que Benny empleara alguna vez esa palabra que empieza con A estaban en algún punto entre “de ninguna manera” y “fuera de mi camino que voy a vomitar”.

      No es que Benny aborreciera aquella palabra, no cuando se trataba de alguien más adecuado para recibirla, alguien como la ferozmente pelirroja reina de las pecas, Nix Riley. A Benny le gustaría mucho poder lanzar esa palabra a la chica, pero aún no lo hacía. Poco después de la gran pelea en el campamento de los cazarrecompensas, cuando Benny había intentado abordar el tema, Nix lo amenazó con lastimarlo físicamente si continuaba. Benny cerró la boca, al comprender por qué el momento había sido tan inapropiado. Charlie “Ojo Rosa” Matthias y Marion Hammer, “el Martillo de Detroit”, habían asesinado a la madre de Nix, y los demenciales acontecimientos de los días posteriores habían nublado por completo la percepción de la chica. Incluso para llorar su pérdida.

      Aquellos días habían sido la más extraña mezcla de un horror absoluto, una negra desolación y una creciente felicidad. Las emociones que había sentido ni siquiera parecían pertenecer al mismo mundo, ya no digamos a la misma persona.

      Benny respetó el duelo de Nix, y se dio un tiempo para sí también. La señora Riley había sido una gran mujer. Dulce, divertida y amable, aunque siempre un tanto cabizbaja. Como todos en Mountainside, Jessie Riley había sufrido terribles pérdidas durante la Primera Noche: su esposo, sus dos hijos.

      “Todos perdieron a alguien”, le recordaba a menudo Chong. A pesar de que aún eran muy pequeños cuando sucedió, Benny y Chong eran los únicos entre sus amigos que recordaban aquella noche. Chong decía que todo había sido para él como una niebla de gritos y alaridos, pero Benny lo recordaba con particular claridad: recordaba a su madre sacándolo por una ventana de la planta superior para entregarlo a Tom —por entonces un cadete veinteañero de la academia de policía—, recordaba la cosa pálida, vacilante y enjuta que momentos atrás había sido papá salir de las sombras para morder a mamá. Recordaba a Tom corriendo para alejarse, recordaba muy bien el aterrado palpitar de su corazón adulto golpeando como un tambor mientras sostenía a un pequeño Benny que lloraba y se retorcía.

      Hasta el año anterior, Benny recordaba esa Primera Noche de una forma distorsionada. Hasta entonces había creído que Tom simplemente había escapado. Que no había intentado ayudar a mamá. Que había sido, que era, un cobarde.

      Ahora Benny pensaba distinto. Sabía la clase de tormento que Tom había sufrido para salvarlo. También sabía que cuando mamá lo entregó a Tom pasándolo a través de la ventana, ella ya había sido mordida. Ya no podría salvarse. Tom había hecho lo único posible: corrió, y al correr confirió valor al sacrificio de su madre. Él los salvó.

      Ahora