Jorge Ayala Blanco

La justeza del cine mexicano


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llena de paradojas. La paradoja de un eternometraje cuya sinopsis extendida cabe en dos líneas. La paradoja de una película hipergay explícita, para muchos un porno gay masculino sólo para hombres, que comienza con la crónica emotiva de una larga y sabrosa cogida heterosexual con una chava suculenta. La paradoja de la recreación de una fábula posépica sumerio-babilónica a lo Gilgamesh, que nunca se sale de un haz de fantasías derivativas y reelaboradoras de visiones helénico-precortesianas, sin referencia alguna a las leyendas aztecas o tarascas pomposamente revisadas por Juan Mora Catlett (en sus clásicos sin secuela posible Retorno a Aztlán, 1990, y Eréndira Ikikunari, 2006). La paradoja de un cine onírico que resiente la pesadez de lo real al interior de un cine realista que parece escaparse en todo instante hacia la densidad del sueño. La paradoja de un delirio mitológico orientalista y ritual que bordea en todo momento pero jamás coincide en nada con las ultrafarsantediscursivas cintas pánico-oscurantistas-freak del chafísimo Jodorowsky mexicano (del Fango y Chis, 1967, sólo provocadora en su tiempo, a La montaña mamada, 1972). La paradoja de una cinta de ambiente proletario y clima alucinado sin nada en medio. La paradoja de una cinta popular plasmada mediante las acertadas búsquedas formales de un cine neta e indoblegablemente exquisito (como en su época lo fueron los filmes compactos del enfant terrible cuequero Gerardo Lara Diamante, 1985, y Lilí en Historias de ciudad, 1989). La paradoja de un cine absolutamente artificial que recurre a elementos del más craso cine naturalista y marginal. La paradoja de la producción de la belleza y del concepto ultraintelectualizado a través de la imagen pura, de la mera retórica de la imagen, siempre diversa y sin cesar reinventada, que así evita caer en la autotrampa de películas huecas seudopolíticas y reiterodenunciadoras como Los herederos (Polgovsky, 2008). Paradojas sorprendentes y jugosas, sin duda.

      La justeza de la rabia martirizada se acoge de modo primordial a la figura del agua. El agua eroprovidente y posfreudianamente feraz del deseo y de la videncia. El personaje de labios gruesos sumerge su rostro en el agua del lavadero y varias secuencias después la saca y otras escenas más allá será el personaje mayor quien lo hará, pero a medida que lo sumerge un personaje hombre-rana mítico asciende desde el fondo de mar o brota de la nada, y del deseo límpidamente enturbiado a la vez, mientras se escucha invocativo cual mantra o leitmotiv verbal la misma frase adánica y todocreadora-regeneradora (“En el agua se puede ver al ser amado, en el agua se puede ver al ser amado”). El agua súbita del cielo, siempre a punto de la lluvia pertinaz de los imparables aguaceros del fin del mundo según los semifantásticos filmes apocalípticos del malayo taiwanés Tsai Ming-liang. El agua en Hernández, pues, se acumula en el lavadero para remitir a una región mitoheroica con sólo sumergir el rostro en ella, o regresar de ella. El agua que apenas puede verter una lágrima en big close-up desde las alturas del amarillo hacia el azul de la resurrección, esa agua de las lágrimas humanas evocadas muy adecuadamente por Catherine Chalier (en su Tratado de las lágrimas. Fragilidad de Dios, fragilidad del alma, según cita de Luc Dardenne en Al dorso de nuestras imágenes): “Pero cuando unos y otros descubren el agua del rocío de la mañana, tradicionalmente asociada con el despertar y la resurrección, ¿no se regocijan? Esa frágil dicha, ese temblor ante la esperanza de vida, en su pura desnudez, las lágrimas humanas hacen experimentarla a veces”. Agua enrabiada de los mártires a tientas de su propia exigencia. Agua prístina, agua primigenia, apropiada, agua incólume, agua expiatoria.

      La justeza de la rabia martirizada, cuyo único refugio será una sala cinematográfica porno mexicana a nivel deterioro total y absoluto, vil pellejo, despojos, en ruinas (¿otro arte de hacer ruinas como el que descubrió el alemán Florian Borchmeyer en La Habana: el arte nuevo de hacer ruinas, 2006?), ambientada en los restos de lo que fuera el lujoso Cine Ópera de la colonia porfiriana venida a menos San Rafael, ahora poblada, invadida, que no infestada, por solitarias encapsuladas no-parejas furtivas, con coreográficos partenaires sexuales al fin localizados para efímeras orgías de castidad enrarecida, habitando lo que podría ser la última función de cine en la noche postrera del universo como la de Adiós Dragon Inn (otra vez Tsai, 2003), más que cualquier jornada en el barribravesco vestigio de cine porno parisino voyeurista / fellatorio / omnimanoseador / velatorio del excelente filme La gata de dos cabezas de un infortunado Jacques Nolot (2002), no lejos (pese a su silencio) de los testimonios recopilados en el insólito corto independiente Confesiones de Venus Teresa y Del Río de Erik Daniel Sánchez (10 minutos, 2009), con entrevistas bien portadas a frecuentadores y frecuentadoras de las sobrevivientes salas porno chilangas de nombre femenino (Venus / Teresa / Río / Savoy) por ser amantes practicantes del homo o hetero sexo instantáneo (“Da un poco de miedo entrar la primera vez” / / “Por ahí había una parejita haciendo una felación” / / “Es que todos somos muy sexosos, yo llegué abierta a ver qué me proponían, es lo mismo que sean gordos o flacos ya en la oscuridad” / / “Me esperaba un cogedero, tanto me habían platicado que la experiencia me resultó un poco decepcionante”). La sala porno como revelador, que no vaciadero ni picaresca ni pintoresquismo negativo, de submundos y mundos-aparte; mundos-aparte con catexias, deseos, fantasías, atavismos y fantasmas inconscientes que son también los tuyos.

      La justeza de la rabia martirizada dicta una prolongación de la herética erótica de El cielo dividido allí donde el erotismo coexiste con su búsqueda a la deriva, que en ocasiones significa su negación misma, un erotismo a medias errático, siempre promiscuo, perennemente en fuga y fugaz, indefinible, plurisexual o asexuado, ina-sible, pero siempre en función del cuerpo masculino. Fundamenta de modo tajante el propio director Hernández (en la entrevista intitulada “Los rabiosos tiempos” y efectuada por el antes citado Arturo Castelán, en la revista Toma 3, marzo-abril de 2009), luego de reconocer la influencia visual de Fassbinder: “lo que me sigue gustando hasta ahora de Pasolini es la forma en que refiere y muestra su admiración al cuerpo masculino. Por ejemplo, en alguno de sus textos llegó a escribir que la parte posterior de la rodilla en un hombre era para él el punto erótico. En Rabioso sol, rabioso cielo busqué cuál era para mí ese referente erótico respecto a la masculinidad y creo que es la nuca, como me lo hizo notar alguna vez Margaret, la programadora de la Berlinale. Y es en la nuca que los personajes de mi nueva película perciben la mirada de los otros”. O sea, en el erotismo de Rabioso sol, rabioso cielo, tan cacofónico como su título mismo, las nucas ven, perciben de diez maneras distintas, sienten, escuchan, se remueven, se inquietan, se mutan en planos fílmicos; antojadizamente a veces una buena nuca eunuca; por mi sexo hablará tu nuca; las nucas se rinden, huelen, saborean, sorben, absorben, tocan, palpan, se transforman en sujetos / objetos de una cenestesia magnífica, desmembrada, vivaz, difunta, sintética, en expansión incontenible, ya que “yo quería hacer una comedia romántica con canciones y me salió El cielo dividido; un filme casi militante y, como dicen, una película gay con personajes categorizables y estereotípicos. En la realización de Rabioso sol, rabioso cielo me encontré de nuevo en una etapa más oscura en cuanto a mi relación con el erotismo, en una etapa más turbulenta” (Hernández dixit).

      La justeza de la rabia martirizada propone en cada sorpresa y encuentro fílmico de figuras amatorio-vacías al interior de cada plano, una vasta y sinuosa, aunque estricta y límpida serie de definiciones conjuntas, y secretamente opuestas, de la rabia como fronda alborozada y el martirio como respiración callada, la rabia como andadura interrogativa y el martirio como crepúsculo enseñoreado, la rabia como espiral y el martirio como destino, la rabia como intuición constelada y el martirio como imantación profética, la rabia como perplejidad aforista y el martirio como canto ambivalente, la rabia como sustancia polar y el martirio como único horizonte fértil, la rabia como esencial adolescencia perpetua y el martirio como lucidez adulta, la rabia como condena a la búsqueda y el martirio como doliente hallazgo maduro, la rabia como diario semanario de algún místico demasiado vigente (en la línea sadianamente iniciada en el cine nacional por Iván Ávila Dueñas) y el martirio como evidencia palpable de los intocables hombres-objeto concretos, la rabia como cólera de los débiles y el martirio como aspereza del miedo, la rabia como venganza prohibida y el martirio como juicio torcido, y así sucesivamente.

      La justeza de la rabia martirizada fue determinante en su conjunto y en su virulencia para que su realizador recibiera por segunda vez un premio Teddy Bear, exclusivo para películas de temática gay, en el 59 Festival Internacional de Berlín 2009 (el primero había sido, seis años antes, hacia 2003, por Mil nubes de paz... en la edición 53 de ese certamen), donde la cinta