Jorge Ayala Blanco

El cine actual, confines temáticos


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de salvaje modo indirecto sin complacencia alguna, y por el otro, esas ineptas hiperfragmentaciones tremebundistas amorperrunas, esos abalances en cámara lenta hacia el difunto querido, esa chafísima musiquilla telenovelera con atronadores tamborazos y dolientes intermezzi cursilíricos, esos demasiados personajes esquemáticos para escenificar explicaciones obviables, esa caída del celular del brassier a un agua de carcajeante pena ajena y así. La justicia inalcanzable magnifica con discreción y sin sublimarlo el sufrimiento central de la madre en lucha y la ostentación de su vida destrozada, radical y temerario en su desafío contra los representantes más feroces del establishment; un sufrimiento más corporal que otra cosa: mi cuerpo contra el mundo, hasta pagar con sexo la adquisición de un arma al expresidiario pretendiente frutero aprovechado, hasta la patiza inmisericorde o la bárbara quema de tu vagina para el hospitalizable escarmiento. Y la justicia inalcanzable culmina en un inusitado elogio al linchamiento, macroajusticiador del heredero de la clase política y del sádico secuaz mayor, gracias a una fuenteovejuna barrial medio sacada de la manga solidaria por dramática sorpresa; un linchamiento anómalo incluso en aquel violentísimo país supermachista donde es perfectamente legal andar armado hasta los dientes y se considera corriente el abuso institucional, un linchamiento que rompe en tumulto de uno con la zarandeada resignación de las cintas del mismo tipo (hindús y demás) sobre la necesidad de hacerse justicia por la propia mano en vista de la corrupción clasista de la justicia, un linchamiento que procurará el sabroso final feliz de un distinto amanecer libertario a base de sombríos cadáveres sanguinolentos en la vía pública miserable para contrarrestar aquella alucinante iconografía de velas y veladoras al infinito en una pintoresquista calle entera.

      La gastronomía absorbente

      18 comidas

      España-Argentina, 2010

      De Jorge Coira

      Con Luis Tosar, Esperanza Pedreño, Pedro Alonso

      En 18 comidas, microsegmentario opus 3 del TVserialista gallego de 39 años Jorge Coira (Entre bateas, 2002; El año de la garrapata, 2004), sobre un trabajadísimo guion suyo con Araceli Gonda y Diego Amexeiras, ensarta un incontable haz de episodios al hilo sobre preparaciones y degustados de comida, en donde habrán de agitarse y absorberse el extrotamundos músico callejero ya calvo Edu (Luis Tosar) que es invitado a comer por la otrora amor de su vida vuelta aburrida esposa de nuevo embarazada Sol (Esperanza Pedreño) que por calientachiles lo mete en un conflicto existencial del que sólo podrá sacarlo el alegre consuelo solidario de un macedonio ladronzuelo de chorizos, el abuelo patriarcal (José María Pérez) con abuela esclavizada en la cocina (María del Refugio Pereveira Pena) que pasan todo el día juntos sin apenas dirigirse la palabra, el actor bonito Vladi (Pedro Alonso) que se afana aderezándole manjares a una ligue soñada que lo plantará por teléfono en cada comida mientras es invadido por los gorrones colegas crudelios con quienes acabará reuniéndose en una fiesta descomunal, el profe de gimnasia Víctor (Víctor Clavijo) que oculta al irascible hermano conservador su condición como gay de clóset con tarzanesco novio hacendoso (Sergio Pérez-Mancheta) hasta que su ridículo engaño salga a la catastrófica luz, la ingenua cantante obesita en busca de horizontes Rosario (Nuncy Valcárcel) que es forzada a participar en el desgarrador drama de un viejo restaurantero infartado, y muchos bípedos abismados más. La gastronomía absorbente apenas entrecruza o entrelaza tangencialmente estas historias cuya estructura dramática, si bien multifragmentada y entreverada, va creando un mural costumbrista de excentricidades postsaineteras, escrúpulos ya absurdos, cobardías cotidianas y crueldades por hipocresía consigo mismas cuya primera víctima será quien las cometa, un corpus sinfónico de satíricas situaciones antitelenoveleras, erizantes por embarazosas e irritadas sin término y burlonas a rabiar, trátese del trovador pobrediablesco asumiendo su fracaso vital, de los viejillos tragones ya sin nada que decirse, de los dionisiacos derrotados por su oralidad, o así. La gastronomía absorbente hace comparecer al añorado virtuosismo coral clásico tipo Berlanga, para escalonar sus historias, distribuyéndolas entre el desayuno, la comida propiamente dicha y la cena, que corresponden al planteamiento, nudo y desenlace de cada una, más alguna sorpresiva e instantánea, e ir cambiando de tono al film globalizador, alternativamente desenfadado, jubiloso y melancólico inconsolable, siempre ostentando como homenajeables telones de fondo tanto a la populosa ciudad mágica de Santiago de Compostela como a la lengua de Galicia en sí, cual chispeantes paisajes y verba distintiva, inigualablemente jocundas porque siempre “están de coña”, pese a una falsa impresión de aspereza. Y la gastronomía absorbente se hace profundo y gozoso eco de quienes generalizan abusivamente que los españoles son criaturas elementales que no comen para vivir, sino viven para comer, obsedidos, fascinados y abatidos por los abundantes platillos que ellos mismos, con malsano esmero y entusiasmo cuidadoso, gozan en preparar y de los que nunca pararán de hablar, aunque la arrepentida convidada en ausencia siga tocando a la puerta del depto vacío en busca de alguna comida deleznada.

      El fraude viviente

      El lobo de Wall Street (The Wall Street Wolf)

      Estados Unidos, 2013

      De Martin Scorsese

      Con Leonardo DiCaprio, Margot Robbie, Jonah Hill

      En El lobo de Wall Street, desaforado eternometraje 25 del neoyorquino de 71 años Martin Scorsese (de Calles peligrosas, 1973, a La invención de Hugo Cabret, 2011), con guion totalizador de Terence Winter basado en la megalomaniaca autobiografía homónima del expresidiario superfamoso Jordan Belfort publicada en 40 países y traducida a 28 lenguas, el fraudulento corredor de bolsa titular (Leonardo DiCaprio) evoca a ritmo vertiginoso y comenta sin lamentaciones, aunque corrigiéndose audiovisualmente sobre pantalla, su fundación de la compañía de inversiones basura Stratton Oakmont con empujoncito de Forbes para amasar a los 26 años una fortuna de 49 millones de dólares, su catastrófico reemplazo afectivo de la mezquina esposa Teresa (Christina Miliotti) por la castrante sofisticada bella a cortar el resuello Naomi (Margot Robbie), su conversión en abyecto delator al ser investigado por el gobierno federal en vista de sus escándalos y su efímera caída elíptica en la cárcel. El fraude viviente canta una trepidante e incontenible loa al vacío de los excesos, pero en el fondo haciéndoles el juego y regocijándose con ellos, tanto en su relieve pintoresco de época (con magna fotografía del mexicano-cececiano Rodrigo Prieto y archinventiva edición exaltante de Thelma Schoonmaker), como en sus alcances épicos, simbólicos, poswellesianos (pobre Ciudadano Kane degenerado), tóxicos, humorísticos e inmoralistas al final más que moralinos, pues de hecho se está haciendo un demencial elogio ambiguo a la decadencia capitalista salvaje en una fase actual cuyas únicas opciones y compensaciones existenciales pueden ser ya tan adictivas como la ambición desmedida, el ultrapromiscuo sexo duro exhibicionista incluso en la oficina y el consumo a toda hora de diversificadas drogas gruesas, en especial el descontinuado fármaco hindú Ludus más bien psicotizante. El fraude viviente traza una espesa red de tentáculos y referencias voraces, empezando por la irresistible ascensión antibrechtiana hipercatártica del divo en do de pecho perpetuo DiCaprio reivindicando y prolongando alardes histriónico-hughesianos de El aviador (Scorsese, 2004), confundidos con carismáticos desplantes mitológicos de Gran Gatsby cual Infiltrado dentro de sí mismo en su exclusiva Isla siniestra verbalmente arrasante (Scorsese, 2006 / 2010), hasta esa contratación de cierta dominatrix para humillarlo con gozosa vela encendida en el trasero, o ese reptante truene mental inducido que precipitará el declive, y ensartando una bufonesca zarabanda de peleles de la riqueza instantánea, en rápidos perfiles minimonográficos que incluyen al patriarcal modelo de amoral discurso imparable Mark Hanna (Matthew McConaughey), al apóstol obeso que lo deja todo para seguirte en tu evangelio sarcástico Donnie Azoff (Jonah Hill), al insobornable agente resentido social irlandés del FBI Patrick Denham (Kyle Chandler), o al puritano padre contador rebautizado Mad Max por anticipado fatalismo apocalíptico (el también realizador Rob Reiner), entre muchos otros. Y el fraude viviente ha trastocado los géneros estallados hollywoodenses para que la gozosa bio-pic imaginaria y la comedia financiera cínica se fundan en un híbrido agridulce de frenética andadura malvada, para culminar en un eterno retorno del redentor delincuente cuya esencia exitosa se apoyaba en crear falsas necesidades y confianzas (“Véndeme este lápiz”).