Jorge Ayala Blanco

El cine actual, confines temáticos


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afirma como una ficción femenina histórica políticamente incorrecta al estilo de la otrora vapuleada Alemania madre lívida de Helma Sanders-Brahms (1979), con la entronca y a la que desborda en su discurso antinazi de posguerra, al envenenar un sarcástico paralelo con el cuento de hadas de Hänsel y Gretel, al volver del revés el Holocausto judío o comunista, ahora vivido de modo idéntico por derrotados alemanes en fuga, y al trastocar la cultura Blubo (de Blut-sangre y Boden-suelo) que preconizaban los aberrantes pensadores hitlerianos, dándole una enorme importancia shocking a los cadáveres ensangrentados, a las piernas con huellas de violación, a las llagas, al lodo y a la suciedad del camino inlavable en el río de las rechazadas y cercenadas pulsiones amatorias. Y la autopersecución sensibilizadora experimenta el primer proceso de desnazificación realmente vivencial que ha ofrecido la hipócrita-omisa historia del cine alemán, como una gesta interior / exterior, un duro aprendizaje de la rebeldía sagrada contra el autoritarismo, la rigidez, el abuso y el lastrante prejuicio criminal; una profunda reeducación que impulsa a destrozar el atesorado cervatillo-fetiche materno de porcelana y, como reto a la abuela tiránica (Eva-Maria Hagen), atragantarse el desayuno en su carota.

      El escalpelo teórico

      Hannah Arendt (Hannah Arendt)

      Alemania-Francia, 2012

      De Margarethe von Trotta

      Con Barbara Sukowa, Heinrich Bluchner, Janet McTeer

      En Hannah Arendt, vigoroso drama de conciencia ultradialogado número 14 de la berlinesa septuagenaria Margarethe von Trotta (El honor perdido de una mujer, 1978; Las dos hermanas, 1981), con guion suyo y de Pamela Katz, la filósofa judioalemana Hannah Arendt (Barbara Sukowa sublime) asiste como enviada de The New York Times al juicio del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann en Jerusalén, pero se sorprende al no ver a un ser monstruoso ni a un Mefisto genial, sino un gesticulante ínfimo burócrata disciplinado, por lo que elabora la teoría de la Banalidad del Mal por la incapacidad para pensar, que le granjea instantánea fama internacional y el repudio de sus congéneres. El escalpelo teórico prosigue una serie de íntimos biopics-retratos-semblanzas de grandes revolucionarias germánicas, por la misma realizadora y con la misma intérprete proteica-prometeica, que ya incluye a la temprana mártir socialista Rosa Luxemburgo (1981) y a la visionaria abadesa compositora de música celestial Santa Hildegarda (Visión, de la vida de Hildegard de Bingen, 2009), con quienes Hannah parece insólita y retadoramente compartir estoicismo, provocación escandalosa y brillantez en éxtasis. El escalpelo teórico se apoya en el envidiable auxilio de los afectos indispensables para un equilibrios personal: el amoroso marido con súbito aneurisma cerebral Heinrich Bluchner (Axel Milberg), la conflictiva novelista incondicional Mary McCarthy (Janet McTeer), el solitario patriarca acobardado Martin Heidegger (Klaus Pohl), pero también el tenaz antagonista inteligente Hans Jonas (Ulrich Noethen). Y el escalpelo teórico se solaza en lo políticamente incorrectísimo de la época para replantear la incomprensión a una apestada Arendt fumando displicente.

      El autosacrificio hermético

      Bárbara (Barbara)

      Alemania, 2012

      De Christian Petzold

      Con Nina Hoss, Ronald Zehrfeld, Jasna Fritzi Bauer

      En Bárbara, recio quinto largometraje del berlinés de 52 años Christian Petzold (Seguridad interior, 2000; Jerichow, 2009), con guion suyo y del trastocador teórico de medios Harun Farocki (también director de Videogramas de una revolución, 1992), la culta doctora-pianista estealemana Bárbara (Nina Hoss dura a morir) guarda en 1980 un rechazo visceral hacia el entorno otoñal socialista que le tocó padecer, tras haber sido encarcelada y luego relegada a un hospital de provincia báltica, como castigo por haber querido fugarse con su prominente novio internacional Jörg (Mark Waschke) a Occidente, si bien aún así se cita clandestinamente con él en un bosque y esconde marcos federales para fugarse pronto en barco, descargando mientras tanto su furia sobre un compañero en ignominiosa condición similar a la suya que la enamora, el seudodelator aunque abnegado y buenaonda André (Ronald Zehrfeld), pero, de manera imprevisible, la mujer no puede evitar decepcionarse de su proyecto cuando toma valoradora conciencia de sí misma y cuando se involucra solidariamente con la jovencísima paciente embarazada candidata a la prisión-huida Stella (Jasna Fritzi Bauer), y con el joven suicida ya mentalmente disminuido Mario (Jannik Schümann), por lo que, pese a conseguir burlar los asedios del pobrediablesco agente de la temible Stasi omnipresente Schülz (Rainer Bock), le cederá autosacrificialmente su sitio en la barca salvadora a la chava, para que ella sí logre escapar del intolerable país concentracionario. El autosacrificio hermético rompe con el tradicional cine de médicos al dictar su altivo drama de conciencia, hipercrítico social y con feroz rencor a un pasado digno de jamás olvidarse, a modo de un ejemplar relato liso, reconcentrado e impenetrable, a imagen y semejanza de su resentida protagonista femenina paranoide y todorrechazante, capaz de consignar y desmontar un orden totalitario entero por medio de mínimos elementos, como un puñado de patéticas criaturas hundidas, una frágil bicicleta y cierto autito negro ominosamente ubicuo. El autosacrificio hermético nada explica al describir, casi en clave, los avances de un paulatino acercamiento amoroso con ese ambiguo médico devoto y sensible, en contraste con los tentáculos de un mundo fincado en la sospecha y el recelo, donde cualquiera puede ser un informante-delator de la policía política secreta y lo único seguro son los pacientes clínicos a la fuerza, los enfermos réprobos y autodestructivos, las escorias demasiado sensibles y vulneradas y palpitantes que produce ese mismo régimen a contradecir y a vencer o a esquivar aunque sea en lo más radicalmente pasional e individual. Y el autosacrificio hermético asiste sin sensiblería alguna pero con profunda emoción inocultable e inoculable al proceso de rehumanización de una mujer bloqueada aunque siempre admirable tanto por el misericordioso ejercicio de su profesión como por su sensible disposición hasta para homologarse de repente con la pobre putilla de hotel para extranjeros Steffi (Susanne Bermann), sorprendida de que alguien de Occidente pueda traerle joyas de regalo y le proponga matrimonio, pero que sin proponérselo hace descubrirse a la refinada doctora en su verdadera miseria y su grandeza irreconocible, también ella, amenazada por una simple frase decisiva-disuasiva-mutiladora-ignominiosa que el novio al rescate ha dejado caer como si nada (“Gano mucho dinero, allá no tendrás que trabajar”), y orillarla a optar, como decisión personal, por la actividad en el ostracismo y el silencio devoto, al lado de un hospitalizado cuerpo doliente y ante el cariñoso ingenuo colega médico por fin aceptado, con la frente en alto y frente a frente, hasta un oscurecimiento elíptico final sin comentarios ni redundancias ni concesiones.

      La justicia inalcanzable

      La lucha de Ana

      República Dominicana-México, 2012

      De Bladimir Abud

      Con Cheddy García, Antonio Zamudio, Miguel Ángel Martínez

      En La lucha de Ana, internacionalmente multipremiada ópera prima del joven dominicano Bladimir Abud (entre su corto patriótico Un joven llamado Juan Bosch, 2010, y el largometraje satírico sobre superhéroes Los super, 2013), con guion suyo y de Alfonso Rodríguez y Jorge Núñez, la humildísima pero esperanzada vendedora de flores en el mercado nuevo Ana (Cheddy García) sufre el homicidio de su mulatico hijo modelo estudiante de pintura a manos del opulento júnior drogadicto mitad mexicano Esteban (Antonio Zamudio) a quien consiguió grabar con su celular en el confuso momento del tiroteo, ante la impotencia del amigo narcomenudista Raúl (Esmaylin Morel), por lo que la desesperada mujer, aconsejada por una coma(dre) y contando con esa prueba y el testigo oculto, recurre a un insumiso viejo abogado de la tele para enfrentarse al intocable padre político omnipotente Joaquín (Mario Lebrón) y a su atrabiliario matón uniformado capitán García (Miguel Ángel Martínez), creyendo poder vencerlos, estrellándose con pavor y provocando una mortandad, aunque sin sucumbir del todo en el intento. La justicia inalcanzable retrabaja el melodrama latinoamericano de manera desconcertante y contradictoria, a conciencia y abrupta, finísima y burdota alternativamente: por un lado, ese uso del hiperrealista plano fijo muy abierto con certera interacciones al off en el más revolucionado estilo del