Jorge Ayala Blanco

El cine actual, confines temáticos


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de muy inteligente y emotiva manera varias historias a la vez: la gran historia épico-trágica de la lucha contra el VIH en los heroicos ochentas, la desconocida historia biográfica del insólito sobreviviente Woodroof (comparable con el activista gay Harvey Milk reseñado por aquella abrumadora bio-pic Milk: un hombre, una revolución, una esperanza de Gus Van Sant, 2008, en las antípodas de la ambivalente intensidad de Vallée) a modo de bitácora cotidiana o a saltos de 2557 días, la oculta historia clave de los experimentos en cobayos humanos con el crucial AZT hasta reducirlo a mínimas dosis milagrosas, la desgarradora historia de una amistad mutuamente redentora entre la pareja dispareja Ron / Ragon, la íntima historia de un amor imposible vuelto restaurantero y de recetas robadas entre Eve / Ron, y la brutal historia de un contagio genital con subsecuente impotencia viril al fin vengada y curada en cierta enigmática secuencia digresiva quasi gratuita. El antimartirio sidoso diversifica, atesora y glorifica la ambigüedad moral de un emprendedor pillo perfecto que sigue siéndolo aun cuando ayude piadosamente a los demás, un irritante visionario que transgrede todos los límites lícitos y éticos, un rebelde nato contra la criminal estulticia autoritaria de los médicos miopes y una prueba viviente de la necesidad de mantenerse en la frontera entre la legalidad y el delito para hacer progresar hoy a la ciencia cuando la academia médica se convierte, al mismo nivel que la policía, en represora fuerza viva de la derecha. Y el antimartirio sidoso evoca con terca pasión las inasibles aventuras desventuradas pero rebasando cualquier sentimentalismo de un insoportable zumbido interior, ese maldito zumbido que remite a traumáticos flashes mentales, arrebata soliloquios latinistas ante las veladoras rojas del antro, noquea en el baño de un aeropuerto e iguala con el ser antes despreciado de súbito más que digno, ese zumbido metafísico a la vez sacro y carnal de todos tan temido porque persigue, martillea, taladra y sólo podrá ser vencido en el trance de la muerte benignamente aplazada y prolongada pero jamás conjurada en la totalidad de sus dimensiones intolerables.

      La esclavitud rampante

      12 años esclavo (12 Years Slave)

      Estados Unidos-Reino Unido, 2013

      De Steve McQueen

      Con Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Lupita Nyong’o

      En 12 años esclavo, poderoso opus 3 del artista plástico afrolondinense de 44 años Steve McQueen (Hambre, 2009, Shame: deseos culpables, 2011), con guion de John Ridley basado en el remoto recuento autobiográfico homónimo del protagonista verdadero, el fino violinista-ingeniero canadiense de raza negra con esposa e hijos neoyorquinos Solomon Nothorp (Chiwetel Ejiofor) es engañado por dos falsos contratistas estadunidenses (Scoot McNairy y Taran Killam) que lo drogan, lo hacen amanecer con grilletes y lo ceden a un tratante de esclavos irónicamente apellidado Freeman (Paul Giamatti), por lo cual el hombre nacido libre padecerá la situación de una esclavitud rampante entre 1841-1853, al ser rebautizado Pratt a la brava, trasladado en bote, vendido al dueño de una plantación en Louisiana, William Ford (Benedict Cumberbatch), y obligado a permanecer allí, y revendido, pasando del amo desbordable Tibeats (Paul Dano) al amo sádico Epps (Michael Fassbender el prodigioso invento imprescindible mcqueeniano), destinado sin reposo al corte de la caña o la pizca del algodón y subsistiendo sometido a las peores humillaciones y brutalidades. La esclavitud rampante filma en los virulentos límites de lo humano / inhumano un trágico descenso a los horrores infernales del trabajo forzado y una epopeya de la resistencia interior, sus respectivas estrategias y sus contradicciones, al mostrar vivencialmente a su héroe sufriendo el alevoso cautiverio, no desde una perspectiva retórico-histórico-legalista como el patriotero Lincoln de Steven Spielberg (2012), sino en carne propia, sin sensacionalismo maniqueo ni melodrama sentimentalista, con dureza antiCabaña del Tío Tom, imposibilitado para huir, castigado con semiahorcamiento o tortura por cualquier rebeldía (“Tendré tu piel”), manifestando o escondiendo sus habilidades, pero altivamente decidido a preservar la dignidad de su conciencia (“Sobreviviré, no caeré en la desesperación”), aunque sea traicionado por el algún ambiguo abolicionista visceral Armsby (Garret Dillahunt) o encargándose de los desolladores latigazos a su adorada compañera Patsey (Lupita Nyong’o) en la secuencia más impactante, hasta lograr de un providencial benefactor Brass (Brad Pitt) la entrega de una carta y la azarosa liberación, plasmada en libro por el propio afectado un año después. La esclavitud rampante documenta y desquicia de distintas maneras la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, del amo como reverencial tratamiento obligatorio al esclavista y del prefabricado eslavo víctima de una doble injusticia (la producida por secuestro sumada a la inherente condición en sí de la esclavitud), a razón de un desvío dinámico-conceptual por cada uno de los dueños, animados por el irrefutable derecho adquirido, la justificación bíblica, el usufructo seudocompartido, la rabiosa voluntad de dominio, o por la compasión en pugna con los celos, tan bien fundados como los del ama aberrante Mary (Sarah Paubon), aunque sin resentimientos ni piedad por parte de ese inolvidable Solomon omnipresente y desafiante cual enérgico monstruo sensible del estoicismo lúcido. Y la esclavitud rampante funda también sobre las tiernas muñequitas de hoja de maíz, sobre la metáfora edificadora de un kiosco blanco y sobre el regreso a casa pidiendo perdón, su requisitoria en favor de la esperanza y del inalienable derecho a la libertad.

      La subversión tiernita

      ¡Somos lo mejor! (Vi ar bast!)

      Suecia-Dinamarca, 2013

      De Lukas Moodysson

      Con Mira Barkhammar, Mira Grosin, Liv Lemoyne

      En ¡Somos lo mejor!, microcarismático opus 8 del también poeta sueco heterodoxo aún estrenando estilo por película a los 44 años Lukas Moodysson (Las alas de la vida, 2002; Un hueco en mi corazón, 2004), con guion suyo inspirado en la novela gráfica Nunca medianoche de su esposa Coco, la desmadrosa rubita anteojuda de 13 años Bobo (Mira Barkhammar) y su aprovechada amiguita con peinado mohicano Klara (Mira Grosin) se identifican tan tardía cuan tiernamente con la subversión punk en el Estocolmo de 1982, por lo que usan atuendos estrafalarios, aporrean bestialmente una batería y un bajo, ensayan a la brava, forman una banda de dos, componen baladas con declaraciones de odio a lo inmediato, incorporan al grupo a la desdeñada cristiana sectaria y guitarrista clásica Hedvig (Liv Lemoyne) que les enseñará a medio tocar sus instrumentos antes de aceptar tuzarse a semejanza de ellas, contactan por teléfono a una famosilla banda de la periferia y caricatura de los Sex Pistols de la que ya sólo quedan dos miembros con los que flirtean descaradas a placer, disputan subrepticiamente por los favores sentimentales del punketo dobleteador Elis (Jonathan Salomnsson), riñen con acritud y se reconcilian para presentarse por fin en un escenario, aunque éste sea de bajísimo perfil y merced al apoyo de la banda adulta de tautológico rock duro Iron Fist. La subversión tiernita presenta cual lindo caramelito narrativo y visual lo que en otras épocas, como la evocada en el film por ejemplo, hubiera sido un pócima explosiva o un culto prestigioso vaso de veneno baudelairiano, por el rechazo visceral a cualquier forma fresa o codificada de la feminidad para generar tres curiosos e inasibles duendes intersexuales si bien hipererotizados, la burla al ridículo de los abominables adultos balconeados en sus actitudes mezquinas y pueriles esenciales aunque permisivas, el cómplice consuelo en su ruptura romántica extraconyugal a la envejeciente madre promiscua, el escándalo de la nórdica sociedad del bienestar hipócrita por ponerse a mendigar en el metro para adquirir otra guitarra, o ese ateísmo un tanto instintivo de las chavas que sin embargo les sirve para desmontar las chantajistas manipulaciones de la sectaria progenitora redentorista al intentar la conversión religiosa de ambas a cambio de no denunciarlas a la policía por la tuzada abusiva a su hija. La subversión tiernita adopta un estilo espontáneo y encantador que parece rescatar lo mejor de su creador, tipo la deserción dulce pero férreamente antifamiliarista de Amor rebelde (1998), el melancólico gusto autonómico por aquella añorada comuna jipi anacrónica de Juntos (2000) y el estallido moral dentro del negocio pornográfico nuclear de aquel archiperturbador Container (2006), para que baste con un teléfono abierto para denunciar los absurdos hogareños y el castigo de dar vueltas a la cancha de basquetbol para inspirar cantos de odio al deporte como forma de opresión escolar. Y la subversión tiernita sólo podría concluir con la descomunal trifulca causada por nuestra provocadora banda femenina supersegura al debutar en público