Jorge Ayala Blanco

El cine actual, confines temáticos


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de su sensible furia contenida sobre las irrupciones ridículas de la infeliz para hacerse aceptar o en la inutilidad del galán cocinero alemán dispuesto a casarse Stipe (Florian Lukas) o la autonomía laboral femenina contra el absurdo del machismo kurdo, rumbo a ese errático apuñalamiento callejero del niño por un anacrónico pero muy vigente Hermano Mayor (Tamer Yigit) vengador irrefutable de honras, con sagrado y contundente cuchillo en la mano, porque “La mano que golpea es la misma que acaricia”.

      La desdicha erogastronómica

      Sal y pimienta (Soul Kitchen)

      Alemania, 2009

      De Fatih Akin

      Con Adam Bousdoukos, Moritz Bleibtreu, Pheline Roggan

      En Soul Kitchen, sexto film ficcional del celebrado cineasta turcoalemán por excelencia de 36 años Fatih Akin (En julio, 2000, y Contra la pared, 2004, siguen siendo sus mejores filmes), con guion suyo y de su actual actor protagónico, Adam Bousdoukos, el mediocre pero atareado restaurantero rompeplatos griegohamburgués Zinos Kazantsakis (Bousdoukos) aprende a preparar ahora sí deliciosos platillos y a no preocuparse mientras su mundo personal se descompone y se recompone cuando contrata al prepotente cocineroso hipersofisticado Shayn (Birol Ünel) que le ahuyenta toda su clientela a la primera cena, cuando pierde a su rubia amante Nadine (Pheline Roggan), que cansada de sus relegamientos se larga a Shanghai para regresar convertida en heredera ricachona, cuando debe dar empleo a su incómodo hermano expresidiario Ilias (Moritz Bleibtreu, el desatado actor fetiche de Akin) que se redimirá al enamorarse tan melifluoebria cuan repentinamente de la apachurrada mesera-pintora fracasada Lucia (Anna Bederke) y tras perder el establecimiento en la apuesta con un excondiscípulo maldito de Zinos, y cuando él mismo se meta en líos de impuestos, se disloque un disco de la columna que le arreglarán una fisioterapeuta encantadora y un energuménico truenahuesos turco, o así. La desdicha erogastronómica sale avante dulce, milagrosamente de las muchas desgracias de una inteligente comedia light sobre criaturas que cometen error tras error en su lucha abierta contra las incongruencias propias y las sociales. Y la desdicha erogastronómica se impone a mil por hora, sin jamás caer en chabacanerías racialminoritarias, ni en las vulgaridades de cualquier feel-good movie de la complaciente moda fársica a la que pertenece.

      La resistencia límite

      Hambre (Hunger)

      Reino Unido-Irlanda, 2008

      De Steve McQueen

      Con Michael Fassbender, Steve Graves, Brian Milligan

      En Hambre, ópera prima del prominente artista visual londinense de 39 años Steve McQueen (homónimo del célebre actor hollywoodense pero sin relación alguna con él y autor de numerosos cortos previos: Sobre mi cabeza, 1996; Oeste profundo, 2003; Charlotte, 2004), con guion suyo y de Enda Walsh, un guardia carcelario (Steve Graves) toma su desayuno como autómata a principios de 1981, revisa paranoicamente debajo de su auto para ver que no haya bombas, maneja hacia la sórdida prisión norirlandesa de Maze, se lava la sangre de sus manos tras desempeñar su infructuoso trabajo como torturador y mucho después muere baleado en donde menos lo imaginaba (al visitar a su madre con Alzheimer en un asilo), mientras tanto el activista Davey Gillen (Brian Milligan) es trasladado a una oscura mazmorra asquerosa con otros miembros / terroristas / combatientes del Ejército Republicano Irlandés, donde se incorporará a la protesta de suciedad y rechazo a usar el uniforme de presos / asesinos comunes, por el retiro de sus status de políticos, en virtud de un decreto de la inflexible Thatcher, y deberá preparase para las brutales golpizas que, con lujo de detalles, les asestan los policías ingleses todos los días sin lograr doblegarlos. La resistencia límite dicta que, transcurrido un tercio de película, cobre preeminencia, desde el locutorio con sus padres, el también militante republicano Bobby Sands (Michael Fassbender) quien, luego de una larga discusión con el viejo amigo cura católico Domnic Moran (Liam Cunningham), iniciará el primero de marzo una dramática huelga de hambre que sacudirá al imperio británico junto al mundo entero, minando tercamente su salud durante 66 días, hasta morir, y ser seguido escalonadamente por siete compañeros más, que conseguirán satisfacer todas sus demandas colaterales, pero nunca la restitución de su reconocimiento como presos políticos. La resistencia límite entrevera segmentos que van y vienen en el tiempo, ofreciéndose a una poderosa vivencia estético-moral y sólo explicándose después, sin complacencia alguna ni rebasamiento de una archisobriedad, con dominante de tinieblas enclaustradas (como en estudio Black Maria de Edison / Syberberg), donde las páginas de una Biblia son fumadas como ultraplacenteros cigarrillos, las noticias de los avances del ERI llegan con discreción a través de cables de radio ocultos en el excremento y algún autoritario discurso gubernamental se torna eco reptante en maliluminados charcos de cloaca. La resistencia límite hace fluir un cinexperimentalismo donde se cuestionan ante todo los lugares del filmador y lo filmado, así como los continuos “cortocircuitos entre el documental y la ficción” (J.-M Frodon), en pos de la videoinstalación insólita: esos lavabos de súbito sanguinolentos, esas paredes tapizadas de mierda, esos corredores por donde resuman confluyentes ríos de meados nocturnos, ese intelectual enfrentamiento reo vs. cura acremente sentados cara a cara de perfil en un intenso plano abierto durante 20 inmóviles minutos duelísticos, y demás. La resistencia límite se fermenta, durante las últimas seis semanas de Sands, al amparo de una utilización del cuerpo como arma última de combate, inusitada maquinaria de guerra y oposición / obstrucción, instrumento de un estoicismo extremo e invulnerable aun cuando la impersonalizante fotogenia del hospital y los blancos cuidados de los enfermeros se tornen extenuantes, entre la delgadez tembeleque, las llagas, el armazón para evitar el hiriente roce de las sábanas-mortaja prematura, los recuerdos-sobreimpresiones del niño campestre entre cánticos nacionalistas (“Somos del poderoso Belfast”), las silenciosas visitas familirremediables, los párpados de luces hirvientes, los mensajes médicos en los nudillos (“UAA”), los cargados desplomes cada vez más frecuentes, los filos de todos los techos, las solarizaciones obnubiladoras del organismo socavado, la extrañante mano sobre la frente y los póstumos ojos bien abiertos. Y la resistencia límite era ante todo un lacónico poema añorante, una pieza plástica martirizada jamás martirizante y un elocuente opúsculo filosófico sobre la iluminada tenacidad en acto contra las tentativas de humillar al espíritu, nada más ni nada menos.

      La repartición mórbida

      El mensajero (The Messenger)

      Estados Unidos, 2009

      De Oren Moverman

      Con Ben Foster, Woody Herrelson, Samantha Morton

      En El mensajero, ópera prima independiente del guionista israelí-neoyorquino de 40 años Oren Moverman (coautor de la esquizofrénica biopic-inasible Mi historia sin mi de Todd Haynes, 2008, con siete Bob Dylan y ninguno), sobre un guion suyo y de Alessandro Camon, el joven sargento traumatizado Montgomery (Ben Foster) ha sobrevivido con problemas de vista a la guerra de Irak sólo para convertirse en inutilizable héroe engañado por su exnoviecita convenenciera Kelly (Jena Malone) y, al lado del endurecido capitán Stone (Woody Herrelson soberbio), en portador de notificaciones rutinariamente impersonales sobre la muerte en acción de otros soldados a los familiares de las víctimas, de casa en casa y de parientes explosivos, como algún infeliz padre golpeador (Steve Buscemi), en seres quebrados o reconciliados por la pérdida, hasta que nuestro autómata uniformado entre en crisis, se involucre tan sentimental cuan asexuadamente a fondo con la dulce viuda obesita Olivia (Samantha Morton) y empiece a transgredir la regla de jamás abrazar ni tocar siquiera a los deudos, haciendo reincidir en el alcoholismo a su exinstructor inflexible. La repartición mórbida va a lograr que, con impávida sobriedad narrativa, durante un fin de semana desahogador fallido de la miseria sexual dominante, esos buitres involuntarios (pero cómplices), acaben cuestionando amargamente tanto las desalmadas disposiciones del ejército como sus propios heroísmos ocasionales o suicidas imposibles, para que, una vez humanizados, nuestro seudohéroe se atreva a irrumpir ebrio en la boda de su ex y, ahora sí, catárticamente liberado, pueda al fin hacer el amor con su restañadora viudita triste, poco antes de que ella parta a otro estado de la Unión. Y la repartición