Jorge Ayala Blanco

La búsqueda del cine mexicano


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caso la que interesa discernir es la diferencia y sus engaños. En esta segunda parte se insertan abusivamente los estudios de tres películas extranjeras filmadas en y sobre nuestro país: México, revolución congelada, El peyote. En busca de la vida y La pandilla salvaje. Razones: las dos primeras presentan enfoques temáticos aún inéditos en nuestro cine; la tercera contribuye a esclarecer el tema de la violencia, ciertas políticas de la censura oficial, y la imagen de México que difunde nuestra Metrópoli neocolonial. Por extensión de estas razones, en la cuarta parte del libro se analiza también una muestra de cine chicano. En la tercera parte describimos fenomenológicamente las personalidades cómicas que generaban los placeres masivos más intensos del rudimentario público del cine mexicano. En la cuarta parte hablamos de las películas que directa y explícitamente se refieren a la historia objetiva que hemos vivido en México desde 1968 a 1972. En la quinta parte hacemos un repertorio satírico de los equívocos estéticos más ejemplares en que ha incurrido el llamado nuevo cine industrial. En la sexta y última parte se consignan las experiencias fílmicas, de debutantes, más avanzadas desde el punto de vista formal: las que apuntan hacia una nueva estética, las que organizan nuevos modos de sensibilidad, las que requieren para su comprensión un enorme esfuerzo específico (Sontag). Una conclusión esquemática, a manera de repertorio de categorías ideológicas, clausura estas seis partes. En todos los casos en que cuestionamos los productos del cine industrial debe entenderse que consideramos impugnable no la industria como idea sino su funcionamiento real: su incapacidad y rutina técnicas, la actitud e intereses de quienes la manejan, y los imperativos de sus procedimientos manipuladores y obsoletos.

      La búsqueda del cine mexicano es, pues, triple: buscamos al cine mexicano; el cine mexicano busca su identidad; nos buscamos en el cine mexicano, a riesgo de perdernos.

      Antes de empezar quiero rendir un tributo de reconocimiento a Pedro Álvarez del Villar y a Carlos Monsiváis, que me han permitido ejercer públicamente una independencia crítica ante el cine mexicano en todo el periodo estudiado.

      La iconografía que ilustra el volumen sólo ha podido reunirse con el concurso de Otaola y diversos cineastas no industriales.

      I. ¿Qué pasó con la vieja generación?

      Soy el último testigo de mi cuerpo.

      Bernardo Ortiz de Montellano, Sueños.

      Emilio Fernández

      a) El amor trágico

      “El amor admirable mata”, reza un aforismo del poeta surrealista Paul Éluard. Ese aforismo podría figurar como premisa mayor de cualquier película iberoamericana sobre la pasión amorosa, desde La mujer del puerto de Boytler, hasta el enloquecido primer episodio de Lucía de Solás, triple homenaje cubano al Senso viscontiano, al cine febril afrobrasileño y, tal vez inconscientemente, al melodrama romántico mexicano. ¿Melodrama romántico mexicano? Sí, en efecto, existió una fuerte tradición amorosa en el viejo cine nacional. Con base literaria en folletines románticos decimonónicos europeos, en sus variantes historicistas de Vicente Riva Palacio, en las paisajistas sentimentales de Ignacio M. Altamirano y en las tonalidades realistas de José López Portillo y Rojas, partiría del defectuoso Enemigos de Urueta (1933), y acabaría como imposibilidad en el grotesco Pedro Páramo de Velo (1966) y en los acartonados Recuerdos del porvenir de Ripstein.

      Pero este melodrama representó una corriente imperiosa, de violencia rural, de exaltada emotividad populista. Participó a la vez del fresco épico y de un supuesto lirismo de Gran Amor de Antaño, haciendo la apología del amor sin dejar de oponerlo al contexto histórico pasado, siempre poco propicio al libre desarrollo de la pasión. Los sentimientos altivos que impulsan al rebelde idealista se contagian a la mujer pasiva y tiemplan sus ánimos para la consecución de sus deseos eróticos, arrasando diferencias sociales, prejuicios de clase, facciones en pugna, persecuciones, ofensas y atentados a la intransigencia del amor inocente.

      Por injustas que sean las amenazas, por insuperables que parezcan los obstáculos, un ideal transgresor social y el amor neocaballeresco aliados vencerán equívocos, fatalidades y corrupciones, haciendo resplandecer, en cierta excitación inefable de la muerte, un fulgor soberano, que prevalece sobre los accidentes de la existencia, más allá de la razón y los rigores de la tragedia, en un cántico incontenible, pacificador, glorificante, a la unión condenada de los cuerpos.

      Éste es, se entiende, el arquetipo que podemos deducir a partir de treinta esbozos distintos y un solo tema inalcanzable verdadero, inaccesible como el cielo en que se proyectan frustraciones sublimadas, represiones, figuraciones adolescentes de hace varias décadas, ensoñaciones colectivas, mistificaciones, evasiones necesarias y transposiciones soberanas sin final feliz ni referencia aceptada; el cielo que es una zona lisa y profunda hacia la que emigran los sentidos y los ideales heroicos de transgresión amorosa.

      Ha sido un género melodramático que añoraría tener la cadencia del cine désuet hollywoodense, la sensible dirección de actrices de Cukor, el pudor desvaído de Clarence Brown y las vibraciones de Cumbres borrascosas filmada tan artificiosa como farragosamente por William Wyler. Pero el cine romántico mexicano floreció en el goloso banquete folletinista nacional de los cuarentas, y se hizo memorable con la voz de barítono de Jorge Negrete y el misterio gris de Gloria Marín. Rehúsan desaparecer la noche que pasa el fugitivo escondido en la alcoba de la hija del jefe militar en Una carta de amor de Miguel Zacarías (1943) y el árbol que graba con una navaja el joven pobre mientras crece la Historia de un gran amor de Bracho (1942).

      Mas conservemos también las entrevistas clandestinas en la ermita, el puente en llamas que cierra la fuga a los amantes, el duelo de los pretendientes rivales por el cuerpo exánime de María Félix, el gesto de agradecimiento de Negrete al saber que pronto se reunirá con su amada en el más allá, y la caída al vacío en long full shot de René Cardona llevando en brazos a su prima muerta, todo ello cerca del abismo de El peñón de las ánimas de Zacarías (1942); asimismo, la despedida de Pedro Armendáriz y Dolores del Río en una guanajuatense fuente colonial de Bugambilia (Fernández, 1944), las intolerantes familias exterminadas hasta el último de sus miembros para separar a Negrete y Miroslava en La posesión de Bracho (1949), la rebelión de Luis Aguilar contra las tropas resguardadoras del orden que injustamente se ensañan con la familia campesina de Alicia Caro en Un capitán de rurales de Galindo (1950), el honor incólume del atildado oficial Emilio Tuero entregándose para ser fusilado después de haber cumplido su palabra empeñada a Gloria Lozano en La sentencia de Gómez Muriel (1949), y muchos testimonios galantes más, antes de que los culpables de encarnar la imagen idealizada del Amor que desemboca en la Rebelión y en la Tragedia, transformen la nobleza de la relación ilícita —ilícita según esquemas del tiempo de los chinacos o de la etapa prerrevolucionaria— en una lucha perdida contra las tinieblas.

      Así, entre La canción del Plateado y El camino de los gatos, entre la insinuación glamorosa y la pureza amatoria original, entre la desdicha mayor sobre la tierra y la bestia del amor capturada antes de caer en la trampa de su propia autodestrucción, ha transcurrido este cine descendiente a la vez del romance español y de la novela de aventuras en todos sus niveles, y acaso precursor del western mexicano. Pero hemos hablado de caracterización genérica, impulsos netamente melodramáticos y afinidades temáticas. De ninguna manera puede interpretarse esto como un deslinde estético. Hay en todas las películas mencionadas cualidades aisladas de tempo y ambientación, cierta “elegancia aristocrática” (A. Garmendia), pero el viaje indispensable, que confirmaría el aforismo de Éluard que antecede estas observaciones, jamás se realiza en un plano que rebase apenas el espectáculo discursivo, un concepto plebeyo de la elegancia, la distorsión semicaricaturesca de la pasión, la futilidad del amorío ampuloso, los placeres de lo extemporáneo.

      Conocemos un solo caso en que el cine mexicano ha estado cerca del amor trágico, de la pasión amorosa en lo que tiene de devastadora, de vida que se afirma hasta la muerte. Se trata de Una cita de amor, cinta prácticamente desconocida y catalogada como menor en la obra de Emilio Fernández. Fue filmada en 1956, después de que el realizador hubo rodado en Cuba una escolar biografía dé José Martí (La rosa blanca, 1953), y de que hubo pergeñado