Jorge Ayala Blanco

La búsqueda del cine mexicano


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por ejemplo, que Sonia Amelio se levanta las naguas con la coquetería de Dolores del Río entrando con zapatos rechinantes a la iglesia de Bugambilia, se baña vestida con el pudor de cualquiera de las colonizadoras de La isla de la pasión, se tienta el moñote blanco al ver llegar al Dorado como María Félix amenazaba con la tranca a Pedro Armendáriz en Enamorada, va a buscar a Villa confundiéndolo con el Departamento de Quejas de la Historia Posrevolucionaria como Rosaura Revueltas asistía a los últimos momentos patrióticos de su hijo Roberto Cañedo en Un día de vida, dispara ferozmente con mira telescópica sobre los soldados como Ninón vaciaba su pistola contra el explotador Rodolfo Acosta en Víctimas del pecado, se convierte en Sonia das Mortes matadora de federales partiendo plaza con su vestido rojo flamígero y echando bala con su rifle y termina estrenando trousseau blanco con gladiolas para casarse con el novio de sarape dominguero como jamás lo hubieran soñado los amantes de Una cita de amor. O bien diríamos que el cacique Carlos López Moctezuma intenta resucitar, en su cara de ebrio colorado y cacarizo, los gestos crueles del hombre fuerte, de Río Escondido. Y que, para seguir los pasos de María Candelaria y los indígenas románticos de Maclovia, el niño Jorgito Pérez interrumpe su oratoria de concurso para ser hostilizado por sus condiscípulos, abrazar libritos y salir de estampida por los cerros porque el pueblo entero lo apedrea al enterarse de que es hijo de una mujer mala.

      Pero el juego de las similitudes llegaría al absurdo y no por ello conseguiría articular mínimamente las motivaciones de estos personajes reducidos a mera presencia azotada por el destino. La pluralidad de dimensiones dramáticas sólo pueden informarnos de la carencia de la idea unitaria y unificante. Las connotaciones episódicas son arbitrarias porque el Indio Fernández sólo busca externar, aun en el estatismo y sin contexto necesario, los secretos de su mundo interior, conformar en “poética plástica contundente” el discurso de su “recóndita sabiduría mexicana”, conseguir la plasmación de sus ideales.

      La inmovilidad de las figuras esconden el vértigo que le produce al Indio el haber ya organizado intuitivamente la realidad, tal como le gustaría que fuese. El anciano cineasta ya no vive en presente, ni en pasado, ni en el futuro, sino en una cuarta dimensión temporal que se encuentra suspendida y oye sólo los torbellinos que ocurren en su interior. Filma su jardín perfecto; un paraje que se basta a sí mismo, desligado por entero del mundo que habitamos, aunque tome sus apariencias del folclor y de la historia. Los traicionados ideales de la Revolución de 1910, el conflicto entre lo que existe y lo que debería ser, la distancia entre el ser y la apariencia, son los falsos temas, los pretextos que toma el acuerdo de las pasiones de los hombres y el cosmos. Incluso el cacique terrateniente desea poner su granito de arena para construir un mundo mejor.

      El Indio Fernández y su sensibilidad vulnerada necesitan tanto de la armonía, que hacen del simulacro de la armonía una patética parodia. Los valores a que se aferra la obra que culmina tristemente en Un Dorado de Pancho Villa, son de un simplísimo exagerado como las muecas de un payaso vestido de revolucionario con verba reformista y anhelo de aquiescencia. El relato fernandezco cree en la energía trágica de los grabados infradidácticos de Leopoldo Méndez que sirven de prólogo. Cree que es humildad su sentimiento de inferioridad cada vez que pronuncia la palabra “escuela” o la expresión “hombre de letras”. Cree firmemente en el contenido de vaguedades y lemas demagógicos oficiales como “justicia social”. Cree en la belleza musical de una estruendosa sinfonización seudochavista de “La Cucaracha”. Cree en el esplendor del campo amanecido en colores verdosos, en el sufrimiento de la mujer que llora su imperdonable deslealtad al hombre inclinada junto al estanque, en la ternura de llevar flores a la tumba de la madre entre crucecitas rústicas, en el todopoderoso sombrero del hombre que empequeñece en sugerencia a las mujeres arrepentidas como Maricruz Olivier, que al ser corridas del hogar viril se llevan la mano a la boca, bajan la vista, miran de reojo, sollozan y huyen destrozadas agitando la chalina blanca. Cree en la revuelta social con comadres peleando entre ellas, auxiliadas por ancianos y niños de resortera lanzando piedritas. Y aunque haya perdido su fuerza transfiguradora, sigue creyendo en el lirismo redentor de María Candelaria y Pueblerina.

      Una vez que el film ha volcado sus convicciones en el reformismo de palabra y en eterna sumisión perruna de las mujeres al macho, entran los refuerzos. El arte maltrecho del Indio babea entonces sobre los cornetazos del regimiento de caballería, los fusilamientos al aire, el honor militar cifrado en el deber del oficial de carrera, los toques de diana, los pelotones formados a contraluz expresionista, el rayo solar que baja desde la claraboya donde un soldado vigila, y el estremecimiento de la liturgia castrense, en cuarteles que, al dejarse, abren una oquedad existencial dolorosamente deshabitada.

      El entusiasmo se fundará en actos demoniacos como hacer profesión de odio ante un crucifijo y bajo la mirada comprensiva del cura; en actos exultantes como los estrechamientos de mano, los rasgueos de guitarra, el paso del hombre ante la mirada de mujeres con la cabeza tapada que salen a la puerta de sus chozas, un vendedor de leche de burra, la negativa de venderle cerveza en la fonda al enemigo carrancista, los panaderos que amasan el alimento diario y los peones que rallan maíz; en actos irremediables como las bofetadas bajo las bóvedas de una hacienda y el duelo pasional entre esposos que se vacían mutuamente la carga del revólver; en actos melancólicos por fin, como salir del pueblo con tacos para tres días y carne seca y pinole, oír cantar “La alondra” antes de partir, gritar al cielo de la patria eterna el lamento elegiacopedagógico y posar ante dieciséis atardeceres en los tres días de vida ficcional que resumen tres años de la historia de México, desde la deposición de armas de Villa hasta su muerte.

      El cine crepuscular del Indio tiene la obsesión maniática de los atardeceres, forma e hidalguía de un estilo que ha emigrado del pasado, imitándose a sí mismo veinticuatro veces por segundo. Analfabetismo temático, plasticismo grandilocuente, demagogia hilarante, popurrí autoplagiario, patetismo forzado, malabares ideológicos que no sirven para nada. En efecto, el Indio es el Indio es el Indio es el Indio. ¿Hay remedio? ¿Hay antídoto contra el nacionalismo mexicano que invadió a la cultura nacional durante los años cuarenta, nuestro realismo socialista, desarrollado mientras la lucha de clases se anestesiaba y el país se vendía al mejor postor industrializante? ¿Hay un límite, aun desarticulado, para la dulce megalomanía del autoritarismo en la decadencia?

      En 1969 Emilio Fernández filmó una nueva explicación de sus fracasos y una nueva despedida del cine: El crepúsculo de un dios, especie de versión plañidera del Gran hotel de Goulding (1932), rodada en el Hotel María Isabel, donde Sonia Amelio interpretaba con las castañuelas la “Toccata y Fuga en Re Menor” de Bach (en el papel de Greta Garbo), un cosméticamente envejecido Guillermo Murray se quejaba del boicot que le había impedido expresarse como artista (en el papel de John Barrymore), y ambos condenados a muerte, entablaban un diálogo policiaco-cardiaco tomando martinis como cicuta, soñando con instalarse en Venecia, “que tiene la luz de todos los amaneceres y de todos los crepúsculos”. Como en Un Dorado de Pancho Villa, y parafraseando a Malraux, lo más clemente que podría decirse del realizador es que había dejado de pensarse como libertad para pensarse como destino.

      Y los sobresaltos del destino eran impiadosos. En 1970 la estulticia estatal concedía el Premio Nacional de Artes a Don Gabriel Figueroa, un técnico que había salido del anonimato sirviendo a la tarjeta postal culta bajo las órdenes del Indio. En 1972 Fernández tuvo el honor de ver su nombre perpetuado en una sala de arte zonarrosera, dedicada más bien al cine pornográfico, y a fines de ese mismo año los chismes de prensa divulgaban su voluntad de regresar al cine dirigiendo un argumento suyo denominado La trocha, con Ignacio López Tarso y ambientado en la selva, porque “todo lo que me interesa es dirigir hasta morir” aunque “ya no entiendo al cine actual ni mucho menos capto lo que está sucediendo desde hace varios años en México”.

      Vejez del viejo cine poético de Emilio Fernández: el vértigo persiste en la inmovilidad; avanza hacia el pasado, retrocede hacia el porvenir.

      Alejandro Galindo

      a) Telecomedias al carbón

      Película de encargo tras película con argumento propio, periodo tras periodo, desde 1937, que fue la fecha en que se inició en la realización de películas (con Almas rebeldes, hoy invisible) siete