Jorge Ayala Blanco

La búsqueda del cine mexicano


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“Hay lugar para… dos lamentaciones del macho explotado”, o “Campeón del taco sin corona”. Tacos retrospectivos, populismo que se fue. Puesto que ni culinaria ni espiritualmente el relato justifica jamás la “modernidad” de su titulo, Tacos al carbón sólo puede ser enfocada en su condición de extemporaneidad. De hecho el film viene a ser a la obra de Galindo lo que Un Dorado de Pancho Villa fue a la de Fernández, Andante a la de Bracho y Faltas a la moral a la de Rodríguez. Película a la vieja manera y nostalgia narcisista, autocita confiada y remedo autoplagiario, resumen de mitología personal y patética imposibilidad de evolución histórica, fidelidad a sí mismo y autocompasión senil, último alarde de frescura que es una danza macabra de sombras que no saben que han perdido su vigencia.

      El pasado se ha vuelto orgulloso. Avasalla al presente. La hipotética época dorada del viejo cine mexicano hace tambaleante un acto de fe, incapaz del mínimo acto de contrición. Galindo finge haber vencido en la lucha contra sus dudas creadoras; regresa a la credulidad infantil. Pero ya no sermonea. Los viejos cineastas mexicanos ya están más allá del bien y del mal, sancionados, inermes, sometiéndose a la inseguridad de la última prueba. La lección de sabiduría que desea impartir Galindo no se saciaría con enmendar, de pasada, la plana al neopopulismo mañoso de Fons o el neopopulismo inepto de Estrada, aunque podría hacerlo con la mano en la cintura. Mejor aún, Tacos al carbón es un patético anacronismo absoluto, doblegándose, desfalleciendo, denunciando retrospectivamente los límites de una gran serie fílmica ida; sin saberlo, pero presintiéndolo. La convicción del entusiasmo por el retorno ha concertado una suicida alianza con la capacidad de inmovilizar a los seres citadinos, a sus costumbres, al habla popular, en el antiguo discurso populista.

      Se comprenderá entonces que Tacos al carbón pueda ejercer un chantaje nostálgico por vía emocional muy legítimo, por así decirlo. Las fuentes de lo que creíamos nuestra educación sentimental se reconocen y las denunciamos con lucidez vencida en la exaltación de su propio réquiem. Así, los cambios, las inflexiones y las heterodoxias de los viejos personajes resultan dolorosas. No es posible que el venerable grandulón David Silva se haya convertido, a la vuelta del tiempo, en un maleante de barriada que utiliza su fuerza para voltearle su carrito de aguas frescas al pobre Ciclamatos-Mantequilla que coqueteaba con una felina, o que para sobrevivir peligrosamente hasta el final se dedique a vender fraudulentamente carne de burro. No es posible que el leal Mantequilla sufra y consienta vejaciones como tratar de robar media palabra al micrófono para salir en el canal 13, servir de alcachofa a su resbalosa hermana Sonia Amelio, aceptar transas que provocan el envenenamiento público, y traicionar (sí, traicionar cobardemente) a su joven amigo Trujillo en varias ocasiones y hasta en la compra de una bicicleta en la Lagunilla, para terminar desenmascarado en plena farsa judicial. No es posible que el lumpen Resortes (a) El Chiras haya caído en la ignominia de un borrachito lambiscón que se toma las sobras del tepache en la cervecería y tenga que ser corrido de la taquería, donde recita sin gracia, para dar omnipresencia a su personaje incidental, símbolo viviente de un cine ya fechado que se sobrevive en la digresión.

      La trama central de la cinta, a pesar de sus aspiraciones de gran desmitificación de los goces del machismo, tiene bastante menos relevancia afectiva que esas figuras, lastimeras por el envejecimiento, por la destrucción, por el enfoque exultante. En realidad la tesis social sobre las motivaciones y las funestas consecuencias del machismo mexicano, agravado por el arribo al consumo y a la “cultura de la obsolescencia” que obliga al hombre a cambiar de mujer como de modelo de automóvil cada ciclo anual aunque sea difícil deshacerse del objeto sexual anterior, se sacrifica al esquema del cuento: Érase un taquero supermacho que tenía cuatro concubinas de diferentes medidas, colores y sabores, pero no lograba existir fuera del estereotipo convencional con ninguna.

      Por más que quisiera ser autocrítico, demoledor o plañidero, el machismo de Galindo es apenas un resorte argumental inofensivo. Ni sexista ni denunciador. Sólo la salsa de los tacos tiene buen sabor. En la feminoteca del taquero, la madre abusiva practica el chantaje, la dulcecita novia al casarse se transforma en un marciano encremado y con tubos, las concubinas ejercen la esclavitud del gasto y el abono del refrigerador, los frutos del amor berrean que quieren conocer el metro, y el ideal femenino, Nadia Milton como modelito de TV, no es más que una peluca pintarrajeada, anterior a la sofisticación. Nadie cree en tanta caricatura femenina, ni en que el trágico rise and fall del humilde taquero sea tan consustancial a la personalidad y a la “insuficiencia del ser” o “inferioridad” del mexicano como el nevero boxeador David Silva en Campeón sin corona.

      La disputada figura unidimensional del macho Valentín Trujillo recibe un cortés regaño admirativo de parte del realizador, antes de ser repudiado por sus mujeres, como le sucedía a Edmund O’Brian en El bígamo de Ida Lupino. Y, sin embargo, permanece incólume el pesimismo populista de Galindo: por más que el pobre egresado de la mísera Bondojo quiera adaptarse a una situación milagrosamente superior en la escala social, lleva escrito su destino en la sangre, en el hablar deformado y en la esclavitud a sus necesidades sentimentales insatisfechas; cualquier esfuerzo que haga para ser como “los de arriba” lo condenará finalmente al fracaso, a la soledad, a la claudicación y a un sisífico recomenzar perpetuo.

      La amargura del realizador podía menos que su bondad y su pérdida de pulso. Después del anacronismo (o casi) de Tacos al carbón, el declive se pronuncia aún más. Sigue en la filmografía galindesca una adaptación de cierta inenarrable pieza teatral de Max Aub: Triángulo (1971), melodrama criminal platicado, en que intervienen madrastras odiadas (Ana Luisa Peluffo), hijastras edípicas más allá de la muerte del padre (Norma Lazareno), retrasados mentales de guiñol televisivo (Gabriel Retes), pesquisas detectivescas y disquisiciones seudopsiquiátricas, incallables. Una película mal encuadrada, con notorios defectos de raccord e interpretación de actores simplemente parados declamando sus parlamentos ante la cámara, que es el prólogo adecuado para la primera incursión de Galindo, desde Corazón de niño (basado en Edmundo d’Amicis, 1939), en esa aberración que se conoce como cine infantil: Pepito y la lámpara maravillosa (1971), idealización mistificadora de los deseos de los niños, sus travesuras escolares, sus fantasías y sus satisfacciones mágicas, como ver al cómico Chabelo salir de una lámpara de la Lagunilla vestido como genio de Las mil y una noches o vestido de astronauta para hacer las tareas infantiles y ayudar al pequeño a ganar en las competencias de futbol. Exactamente en el polo opuesto de El muchacho de Oshima, para hacer una comparación aplastante.

      En estas condiciones, y ya filmados sus testamentos (Remolino de pasiones, Tacos al carbón), Don Alejandro fue nombrado en 1972 director del Centro de Capacitación (Rehabilitación) Cinematográfica de los Estudios Churubusco, fundado por el ex actor Rodolfo Landa (hoy Rodolfo Echeverría). Aunque se tratara de un nombramiento sujeto a ratificación, parecía premiarse a Galindo más por sus tenaces empeños de exclusión sindical para bloquear a los cineastas jóvenes, que por su trayectoria creadora. Mientras tanto, el realizador acometía, casi con indolente entusiasmo, la dirección de San Simón de los Magueyes (1972), basada en un relato del dramaturgo Eduardo Rodríguez Solís, y de un viejo proyecto: El juicio de Martín Cortés (1973). Y Pepito, a los setenta años, tal vez seguiría tirando su lámpara maravillosa al río, para que no se apoderara de ella su perverso padrastro (¿él mismo?).

      Ismael Rodríguez

      a) A Pedro Infante le sienta el luto

      No, esta novísima refutación del tiempo no es la observación de un mexicano extraviado en la metafísica, como diría Borges, sino la simple constatación de que la desventurada ausencia de hoy es tan real, mágica y tenaz, como la dichosa presencia de ayer.

      Encaramada en la cima de una enorme cripta familiar, una señora vigorosa, prieta, de movimientos toscos y voz que parecía resonar dentro de sus pulmones como en un inhóspito cubo de vecindad agrietada, pidió, demandó, exigió enérgicamente silencio a los centenares de ilusorios deudos que, desde los primeros rayos luminosos de la soleada mañana del 15 de abril de 1970, se habían congregado alrededor de la tumba, “su” tumba, la sencilla tumba del Panteón Jardín, en el lotecito de actores, donde podían leerse discretas letras que invocaban apaciblemente el nombre de Pedro Infante Cruz, nacido en Guamúchil, Sinaloa, en 1917 y muerto allá en el sureste de la República