Jorge Ayala Blanco

La búsqueda del cine mexicano


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que dramatizan la obviedad de un espíritu en el límite de lo pedestre sentimental, una película generosa como el perdón ilegal de una agente del ministerio público en un arrebato de complicidad femenina, una película sublime como los menesterosos sorprendidos en un terreno baldío por dos tipos que se rompen la madre a golpes y botellazos, una película significativa como la realidad miserable que quiere describir en calidad de acusación siniestra, una película tan aventada como demostrar que el “amor verdadero “ puede finalmente más que la “deslealtad desesperada”.

      Y también: es Ismael Rodríguez y el vigor primario de su mundo de bolero sentimental, es Ismael Rodríguez sacudiéndose las utopías sordomudas de El hombre de papel (1963) y la escalofriante ineptitud de la farsa técnicamente más defectuosa de la historia del cine mexicano (Autopsia de un fantasma, 1966) y la viscosa complacencia alburera de Isela Vega y Andrés Soler comiéndose un pollo de doble sentido (Los cuernos debajo de la cama, 1968), es Ismael Rodríguez-Anteo que retoma fuerzas al contacto del quintaesenciado melodrama de barriada, es Ismael Rodríguez y su Corte de los Milagros puesta al día con melenudos “contrarios a nuestra idiosincrasia' y niños que lanzan un speech cuando van a entregar la ropa lavada y cruzadoras de supermercado (Josefina Olguín) y comisarios catarrientos y ornados jipis que al fin aprenderán “a ser hombrecitos”, es Ismael Rodríguez que desafía lamentablemente al paso del tiempo y se niega a extender el acta de defunción a su cine desahuciado aunque le ofrezca un té de yerbas hervidas como único alimento y tenga que decapitar a San Martín de Porres en un rapto de desesperación, es Ismael Rodríguez y esa incontaminada ingenuidad que es capaz de amalgamar la crueldad de un calvario miserable y el infantilismo disneyano de los niños que miman “los cochinitos ya están en la cama / muchos besitos les dio su mamá” antes de dormirse.

      Es éste el momento del optimismo renaciente que esperaba Pancho para decirle a Chole, como algún día soñó Pepe el Toro exclamarle a su Chata: “Te juro que todo va a cambiar, me cae de madre si no”, y el final feliz resplandece sobre las aguas negras del melodrama tremebundo, con close ups sonrientes, canciones de Alberto Vázquez sobre el verdadero amor que perdona hasta el engaño, niños abrazados como esposos y elipsis de imágenes celestiales. La gloria se abre; las pruebas a la familia Job han concluido. Como al final de Ustedes los ricos, en que todos los vecinos celebraban por celebrar y la ricachona Mimí Derba iba a pedirles un poco de calor humano a los pobres, la pareja vapuleada de Faltas a la moral se ha hecho acreedora al regocijo, la purificación y el éxtasis sentimental al término del pedregoso camino. La prueba de la Gracia está menos en la lógica de una síntesis que en la eficacia de la reconquista interior. Es porque estas criaturas han experimentado una angustia ante el enigma del designio y el sufrimiento por lo que reconocerán en este mundo miserable otro mundo. Las fantasías infantiles en torno del excremento se alían a las fantasías melodramáticas del mundo de la necesidad y se subliman en fantasías de un vitalismo místico. “La vida empieza en lágrimas y caca. . .”, empieza un verso de Quevedo citado profusamente.

      El estado de beatitud estaba alcanzado, pero la regresión esencial se transformó en simple regresión insulsa. Poco antes que Galindo filmara Pepito y la lámpara maravillosa, Ismael inició un ciclo de cine infantilista, supuestamente para niños, “con argumentos blancos, aunque con una trama que también puede interesar a los adultos” porque “estamos cansados (Ismael y un grupo de señores respetables del Pedregal de San Ángel, sic) de ir al cine con nuestros hijos y tenernos que salir ante la invasión de violencia y sexo que hay no sólo en las películas extranjeras, sino también en las mexicanas”. La decisión estaba tomada; desde 1970 el realizador de Faltas a la moral se dedicó a dirigir y coproducir películas para niños, según la particular idea que tenía de ellos.

      Comenzó con dos coproducciones guatemaltecas que rodó una inmediatamente después de la otra: Trampa para una niña (1969) y El ogro (1969), dos “cuentos de hadas realistas” en contexto de clase media acomodada en los que hijos de Ismael, Cui y Xanah, ajustan cuentas con los adultos usurpadores del lugar de sus progenitores, conviven con tarántulas y alimañas como la Tucita en Los tres huastecos y tienen horribles pesadillas seudosurrealistas con cuadros de Sofía Bassi. Alentado por el fracaso total de estas películas, el director emprendió una tercera, Mi niño Tízoc (1971), concebida como dramatización de las penalidades que esconden los murales sobre posadas indígenas del Hospital Infantil. La película es un melodrama inenarrable, arbitrario, ingenuo y sensiblero hasta el delirio. Una especie de fantasía oligorridícula o subproducto de las chinampas fotogénicas de María Candelaria y del indito solitario Tizoc que hacía retobos de ¡hum! cada vez que hablaba con ladinos.

      Alberto Vázquez es ahora un xochimilca viudo que compra una piñata en forma de puerquito de María Candelaria para que la rompa su hijo, pero el niño se indigesta y el indígena falsificado tiene que transportar al pequeño moribundo, ya verde, envuelto en un petate, deshaciéndose del intestino como su antecesor de Faltas a la moral, por todas las calles de la ciudad y a cuestas, rumbo al hospital donde el indio será asaltado por un pillo, se pasará cinco noches en la prisión sin dormir gritando que lo dejen ver a su niño, y sólo se salvará de los loqueros, que se acercan a él con una camisa de fuerza lista, gracias a su buena idea de tirársele a los pies del agente del ministerio público pidiendo clemencia. Así, el amor entre padre e hijo sobrevivirá a las acechanzas de la sociedad blanca y el lirismo intimista-xochimilca superará incluso las tentaciones que sufra el padre de parte de alguna guapa vendedora de flores. Y los dos familiares entrañables seguirán bogando en el lago de colorines porque hay que haber probado el excremento para poder saborear la gracia, que aparece siempre, providencialmente como debe, al cabo de la más irredimible trama paranoica. Pero los designios de la beatitud rodriguezca son inescrutables.

      Roberto Gavaldón

      a) El nacionalismo como rosa verbosa

      Compitiendo con Julio Bracho y La sombra del caudillo (película producida por los trabajadores sindicalizados del cine en 1960 que aún no se ha estrenado porque así ha convenido a los intereses políticos de los líderes de la Sección de Técnicos y Manuales, además de las razones inherentes al tema antimilitarista posrevolucionario que aborda), nuestro campeón durante los cincuentas del Cine Impersonal de Calidad, Roberto Gavaldón, tuvo el indisputable privilegio de ver una de las ambiciosas películas oficiales que dirigió en su veteranía, misteriosamente escamoteada para su exhibición normal, a la vista y con la anuencia tácita de sus propios dueños. Enlatada, almacenada, extraviada en trámites, no autorizada; por razones oscuras, carente de supervisión legal, o incomprobablemente prohibida por más de diez años, incomprobable al menos en papel membretado de la oficina de censura gubernamental llamada Dirección General de Cinematografía. Esa cinta fue La Rosa Blanca (1961), una especie de secuela prestigiosa al exitazo de Macario que acometió, al año siguiente de él, la empresa CLASA, entonces