José Luis Corzo Toral

Con la escuela hemos topado


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      UNA URGENTE AUTOCRÍTICA...

      Lo llamo central por condensar lo esencial y urgente de este libro: excitar el interés por la formación infantil y juvenil en la escuela obligatoria.

      Más allá de la denuncia, ¿da esto para un libro? Creo honradamente que, si ahora no se valoran más la instrucción y la educación, es por la maraña de confusiones creadas en su entorno. No sería poco aclarar algunas. Por ejemplo:

      1) Cuando yo era niño, los colegios olían a tiza, a tinta y a papel; hoy huelen a dinero (dijo una vez el papa Francisco): ofrecen excelencia, éxito académico y laboral. Basta con leer su propaganda. La escuela es una pieza más del engranaje económico que nos empuja hacia un desarrollo ilimitado y ciego.

      2) Si ni siquiera los padres logran educar a sus hijos como ellos quieren, ¿por qué pretendemos que los eduque la escuela? No tiene más misión principal que enseñar lo básico y necesario para la igualdad democrática de todos.

      3) Quien fracasa es la sociedad y sus escuelas, no los chicos suspensos y desertores. Quienes los tratan saben bien que solo se trata de compensar sus carencias de origen y de acercarlos a la vida misma.

      Pero, quizá, si la buena gente que llena la sociedad, el Estado y la Iglesia ahora menosprecian la escuela, se debe a la victoria solapada y real de los poderes fácticos, que nos prefieren semianalfabetos y poco críticos. Mientras tanto, la vida sigue su ritmo y se desperdicia la importante ayuda educativa que se esconde bajo la instrucción. Luego nos toca asustarnos ante la tragedia que provocan el alcohol y la droga y –al alcance de la mano– la pornografía y la violencia sexual, es decir, el vacío humano. Su reflejo en las aulas de la Educación Secundaria Obligatoria –¡la ESO!– es proverbial: pasotismo, mal tono, acoso entre alumnos y a los profesores, abandono escolar. Un panorama que alguna vez destapa el hecho más terrible que cabe en un libro sobre la escuela: el profesor o profesora que en el fondo de algún alumno ya no ve nada bueno; deja de creer, pase lo que pase, en él –o ellos–; ya no espera y lo aborrece, se da por vencido; está profesional y personalmente enfermo.

      ¿Existe una alternativa? Sí. Por muchos sitios brotan escuelas que funcionan bien cuando introducen cambios radicales que rectifican errores de bulto. Porque, ¿de qué se trata?

      1) Se trata de enseñar este mundo real, duro e injusto, no unos programas a la deriva. Y de compensar las desigualdades, no de seleccionar a los mejores alumnos. Y de ayudar a crecer a cada cual, no de clonarlos a todos con un mismo modelo previo.

      2) También se trata de afrontar la vida colectiva, más que la individual. Y puede que este sea el principal secreto técnico de la profesión docente: afrontar la vida colectiva desde las asignaturas. Todas ellas son el resultado de la lucha de otros seres humanos, como nosotros, contra los enigmas, las dificultades y los desafíos de la vida. Por eso digo siempre que «la clase no se da, se celebra», porque nos implica.

      3) Más que un modelo pedagógico hay que seguir la pauta misma de la vida humana, donde crecemos y maduramos desafiados por ella. Sus desafíos nos relacionan –mejor o peor– con todo eso (la naturaleza y la historia), con todos esos (los demás) y con todo el Misterio que nos habita y nos rodea. ¿No conocéis chicas y chicos que nos dan cien vueltas por los desafíos concretos que soportan? Nuestra escuela apenas los roza.

      4) Es probable que lo más difícil sea captar y cultivar las relaciones personales: sin ser físicas ni mecánicas, son auténticos vínculos que ensanchan nuestra vida y nuestro espíritu. Importan más que los exámenes.

      5) ¡Qué poca importancia damos a la inteligencia simbólica –más que emocional–, que impregna nuestras vidas! Si la bandera es trapo; la música, ruido; mi amigo, uno de tantos..., la bandera nos identifica, la música nos transporta y los amigos nos llenan el alma... Más que ADN, corteza cerebral, DNI, pedigrí e historia familiar..., somos esos vínculos, casi siempre simbólicos.

      ¡Ay, si las escuelas alertaran sobre los desafíos colectivos –y personales– y cuidaran nuestras relaciones con ellos!, que implican atención, compromiso, afecto, o también repulsa y rechazo, etc. Solo la inteligencia simbólica nos permite acceder a cosas tan raras del universo como nuestro propio yo y el maravilloso «nosotros».

      En el próximo capítulo auxiliar veremos estos hechos –más que conceptos– tan decisivos en la vida (y en este libro): los desafíos, relaciones y símbolos que suelen captar los jóvenes también sin nosotros.

      ¿Y esto tendrá consecuencias? ¡Sería maravilloso que las muchas escuelas que se renuevan en profundidad –y también estas páginas– lograran despertar más interés por la educación y por la escuela! Los pueblos mejoran con una humanidad más honda y crecida. El papa Francisco dice que solo es católica la escuela que humaniza, así que la Iglesia también podría mejorar.

      No puede dar igual que maduremos o no, ni que las ambiciones, metas y valores de la gente sean unos u otros, superficiales o profundos. Pero aquí no pretendemos educar así ni de otra manera, solo que nos eduquemos juntos, azuzados por nuestro entorno común, como remataba Paulo Freire su famoso axioma: «Nos educamos en comunión, mediatizados por el mundo», casi hostigados por él 1. Y, con todo, no es un proceso espontáneo –aunque existencial– y hay sistemas educativos –el escultismo, por ejemplo– que para ayudar a crecer provocan experiencias –pruebas o «ritos de paso»–, como viajar solos, afrontar riesgos y dificultades especiales... que recuerdan a las cotidianas.

      ¿O acaso ya hemos topado con una escuela inamovible?

      1. Dos avisos urgentes

      a) Hay que separar hechos y teorías

      Nos van a asaltar tantas preguntas que conviene avisar. Si no, siempre pasa lo mismo, que mientras unos hablamos de hechos reales y concretos, otros arguyen con el ideal teórico que persiguen, y hasta lo adornan con cualidades maravillosas. Así es imposible ponerse de acuerdo. Máxime sabiendo que de educación habla todo el mundo, tenga o no preparación para ello, incluso los políticos de todos los partidos. Todo el mundo sentencia. Es una prueba más de la fragilidad de la pedagogía, siempre en obras. Nació tarde, como un apéndice en Filosofía y Letras, y enseguida se inundó de Ciencias de la Educación, pero ¿cuántas, cuáles...? Hoy yace sumergida bajo la didáctica omnipresente y bajo las neurociencias, que ya desplazan a la psicología y dejan en segundo término a la genial fenomenología, a la sociología y hasta a los influyentes objetivos económicos del Gobierno.

      Hablemos, pues, o de teorías educativas o de realidades concretas escolares. O, en todo caso, de cada cosa a su tiempo, pero sin tapar los hechos reales con utopías o ideales. La medicina no habría avanzado un milímetro repitiendo una y otra vez el ideal de la salud. Su velocidad imparable se debe al combate diario de los investigadores contra las tozudas enfermedades. Así, basta con abrir un escrito pedagógico ministerial o universitario para notar si habla de ideales abstractos o se sitúa en lo real. Lo mismo pasa con los documentos de los obispos o de la Congregación vaticana para la Educación Católica o de las autoproclamadas Escuelas Católicas: al primer vistazo se ve si su ideal se contrasta con la realidad y si esta cuenta. Por ejemplo, que los padres de familia puedan elegir la escuela de sus hijos es un ideal inamovible, pero ¿cuántos podrán hacerlo? Y lo real es tan concreto que, al final, acaba por vapulear y deformar hasta los ideales: una gran verdad utópica como esa de poder elegir acaba por fulminar la «opción preferencial» de la escuela por los pobres, que es una meta –¡no exclusiva de cristianos!– realizable.

      ¡Ay, si muchos fundadores –de partidos políticos y de congregaciones religiosas– levantaran la cabeza! Revisemos sin miedo el ideal, pero a la luz de lo concreto. Ojalá sea este el estilo de todo el libro.

      b) La educación es otra cosa 2

      Puesto que vamos a caminar por un campo minado de términos difusos y confusos, insisto en disipar ese peligroso equívoco mayúsculo entre dos hechos que en el habla corriente se confunden y mezclan entre sí irremediablemente: