José Luis Corzo Toral

Con la escuela hemos topado


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aumentan los sectarismos y la tentación proselitista (que tampoco se evitan con una enseñanza bobalicona pretendidamente aséptica y neutral).

      Se comprende la gran dificultad política de consolidar una instrucción general y obligatoria durante al menos ¡diez años de la más tierna edad! «El niño es mío y me lo educo yo», dijo por televisión un representante de los padres contrarios a la fallida «Educación para la ciudadanía». Hasta consiguieron tumbarla en 2012 13. El gobierno que la quiso implantar tampoco distinguió a tiempo entre educación e instrucción: nadie podía negarse a conocer las leyes sociales vigentes. A compartirlas, sí. El matrimonio entre personas del mismo sexo es legal en España, aunque no sea del gusto de todos, pero hay que saberlo –no imponerlo–, porque la escuela no es un lavado de cerebro, pero mucho menos de realidad. Si no, reforzará la homofobia, por ejemplo, y otras intolerancias, que también asoman en el reciente pin parental.

      d) El acuerdo más explícito es salvar la escuela a toda costa...

      Las objeciones contra la obligatoriedad escolar son tantas que no es raro que aumenten en lo sucesivo los padres objetores, contrarios a mandar a sus hijos a la escuela. En los años setenta del siglo XX fue notable la propuesta de desescolarizar la sociedad (I. Illich y E. Reimer, por ejemplo) 14. Y eso sin aducir otro hecho muy grave en su contra: a demasiados niños y niñas la escuela obligatoria les aporta el primer gran fracaso de su vida: los suspende, los hace repetir curso y muchos abandonan sin su primer título de igualdad social. Una marca demasiado negativa y duradera que apunta a quien verdaderamente fracasa: semejante escuela está podrida.

      Y puede que eso no sea lo peor. La Carta a una maestra de aquellos chicos de la sierra toscana, con ser «el manifiesto más clamoroso de los chicos suspensos y de sus padres contra la selectividad escolar» –como dijo Milani–, advertía en 1967 –y a muchos lectores se les pasa– que «el daño más profundo se lo hacéis a los escogidos» («no a los que descartáis»). Las buenas notas los elevan sobre tantos otros compañeros, pero la suya no es «la cultura», sino simplemente una cultura dominante:

      Sería un milagro que su alma no saliera enferma [...] Pierino [el alumno excelente] es afortunado porque sabe hablar. Desgraciado, porque habla demasiado. Él, que no tiene nada importante que decir 15.

      Ojalá hayan topado contra estas lacras de la escuela quienes hoy apenas la valoran. Pero menosprecian un importantísimo servicio público necesario. Por eso muchísimas familias y miles de maestras y maestros –también católicos– luchamos hace mucho por la mejora de la escuela pública de todos, la que llega a todas partes y combate la desigualdad social, aunque también ella necesite –¡y mucho!– su propia autocrítica. Los grandes organismos internacionales, y hasta la Iglesia, reconocen que «la educación sigue siendo un recurso escaso en el mundo» 16. Se habla de 260 millones de niños sin escolarizar.

      e) ... porque la justicia social es irrenunciable

      La desigualdad social, cultural, sanitaria, económica..., creciente en España entre las familias –tanto nativas como de inmigrantes–, sugiere sostener y mejorar la escuela obligatoria como amalgama interclasista y solidaria y como medida compensatoria de las diferencias. Máxime si decimos que la soberanía nacional reside en el pueblo, pues en democracia todos deben participar en la cosa pública.

      A lo mejor, cuando José de Calasanz, a finales del siglo XVI (1597), creó la primera escuela pública gratuita en Roma, no pensó en la igualdad ni en la democracia, sino en la caridad cristiana. Pero enseguida vio que sus escuelas pías –gratuitas– podían cambiar la sociedad. Era eso lo que muchos temían: ¿quién haría entonces los oficios serviles, si todos aprendían a leer, a escribir y a contar? El apólogo de Menenio Agripa prevenía en su contra: como en el cuerpo humano, la sociedad necesita de cabeza, brazos y pies 17.

      Con la Revolución francesa aumentó la exigencia de igualdad entre todos los miembros de la sociedad y empezó la exigencia de escuela para todos. A lo largo del siglo XIX, los Estados modernos promovieron y asumieron una escuela elemental obligatoria que, más que compensar diferencias, extendía a todos el suplemento escolar que se habían procurado las familias acomodadas, cuyos hijos ya gozaban en casa de un buen ambiente cultural. Eso caracteriza la escuela desde entonces, pues ciertas carencias domésticas no se compensan y repercuten mucho en el fatídico «rendimiento escolar». Hasta el punto de que «los deberes para casa» acentúan su contradicción: a los últimos les vendría muy bien realizarlos para recuperar su retraso, pero en sus casas es muy difícil hacerlos... y se atrasarían aún más.

      Si extender a todos la escuela burguesa fue «caritativo» o si quiso elevar la cultura de la naciente mano de obra industrial ya importa menos. Lo esencial era combatir la desigualdad, que no está en los genes ni en la dedicación laboral, como si todos los miembros de la sociedad tuvieran que hacer lo mismo. Así nació, más bien, un ascensor social que, a pesar de mis reproches a la actual escuela selectiva, es bastante eficaz: la escolarización universal permite comprobar que hijos de obreros o de campesinos, incluso de inmigrantes recién llegados y con lengua propia, logran integrarse pronto y bien en la enseñanza secundaria.

      Sin embargo, el fracaso escolar se mantiene y denuncia el error sutil y paradójico oculto en un eslogan que quiso ser socialista –pero poco– durante la transición española a la democracia: «Una escuela única igual para todos». No hacía falta ser un cristiano comprometido con los pobres para rectificarlo: «Una escuela mejor para los más necesitados». Porque «no hay nada tan injusto como tratar igual a quienes son desiguales» (LP 60). Y el mejor remedio contra el fracaso –de la escuela– es un apoyo compensatorio para los atrasados realizado por la propia escuela (no solo aparte y con legítimos voluntarios). En Italia se denomina doposcuola –«después de la escuela»– y es oficial en muchas. Aquí los apoyos oficiales no acaban de cuajar en todas partes.

      En consecuencia, la escuela obligatoria para todos –cuyo garante es el Estado– nos ofrece un punto de acuerdo fundamental: buscar la igualdad democrática mediante el aprendizaje básico y mediante una convivencia social durante la infancia y la adolescencia 18. Con ser algo tan obvio, muchos no lo aceptan. ¿Y quién va a dudar de la importancia de otros valores concretos, como la liberté y la fraternité, por privilegiar la égalité correctora de un obstáculo previo evidente?

      f) Nuestra Constitución es más liberal que compensatoria en educación

      No parte de la necesidad de compensar las desigualdades de nadie, sino del derecho de todos a la educación. Más liberal que socialista, garantiza la libertad de enseñanza (CE 27,1) y explica que «la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana» (CE 27,2) 19. Aunque no detalla en qué consiste ese desarrollo, las últimas –y demasiadas– leyes orgánicas de educación 20 parecen concretarla en el logro de ciertas capacidades y competencias... (tal vez útiles para competir). Por ejemplo, la «ley Wert» (LOMCE, 9 de diciembre de 2013) se abre con un personalismo delicioso:

      El alumnado es el centro y la razón de ser de la educación. El aprendizaje en la escuela debe ir dirigido a formar personas autónomas, críticas, con pensamiento propio. Todos los alumnos y alumnas tienen un sueño, todas las personas jóvenes tienen talento. Nuestras personas y sus talentos son lo más valioso que tenemos como país.

      [Pero luego concreta más:] La educación es el motor que promueve el bienestar de un país. El nivel educativo de los ciudadanos determina su capacidad de competir con éxito en el ámbito del panorama internacional y de afrontar los desafíos que se planteen en el futuro. Mejorar el nivel de los ciudadanos en el ámbito educativo supone abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por un futuro mejor (Preámbulo).

      Así que una diversidad invisible en el punto de partida se destapa en el de llegada: cada uno desarrollará más o menos cualidades durante su período escolar hasta poder acercarse algunos a la excelencia. La