José Luis Corzo Toral

Con la escuela hemos topado


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hecho. Hasta una de las excusas o coartadas para someterse sin rechistar al mercado competitivo es lamentar el retraso de los mejor dotados: «¡Pobrecitos!, serán incapaces de competir si tienen que esperar a los rezagados». Pero no merecen una lágrima: una escuela compensatoria les enseñará además a ayudar a sus compañeros. Hablamos de la escuela obligatoria y no del bachillerato, ni de la formación profesional superior, ni de la universidad, donde la selección es indispensable por interés social.

      Hay que optar por un punto de acuerdo universal sobre la escuela. Caben muchas posibilidades teóricas y prácticas, pero los profesores –a diario entre chicas y chicos de sus escuelas– pueden calibrar mejor si nos conviene partir de una necesidad compensable, como yo creo, o de la supuesta igualdad de todos para alcanzar la excelencia. Pero han de cuidar su propio riesgo: no ver más allá de la clase social de sus alumnos. Algo fatal que también es un hecho, incluso entre los religiosos de la enseñanza 21. Optar por la igualdad de niños y jóvenes será siempre una buena causa.

      No hace falta decir que tal opción conviene también a los cristianos. Sería absurdo que antepusieran lo religioso, como si ellos formaran un mundo aparte. ¿Qué motivos llevan a muchos cristianos y a la Iglesia entera a interesarnos por la escuela? Es un capítulo esencial de mi añorada TE, que la confronta con el Evangelio de Jesús: ¿nos mueve un afán proselitista, la caridad, el hambre y la sed de la justicia? Por desgracia, hoy se abusa de argumentos a la defensiva de la escuela «católica» existente, pero mejor sería examinar la fe cristiana que suscitó aquellas vocaciones pedagógicas históricas. Porque todo indica que con la escuela hemos topado, señor obispo.

      3. Nos jugamos la trama humanista del mundo

      El análisis social y político nos ayudará a optar, o no, por la justicia escolar equitativa. Hoy predomina el pensamiento neoliberal en Occidente, pero nuestro sistema democrático no nos exige un pensamiento único, y podemos lograr acuerdos que corrijan el hecho incontrovertible de una injusta desigualdad nacional y mundial.

      No obstante, bajo las opciones concretas suele haber alguna idea más o menos diáfana del ser humano (antropología) y en la que tampoco será muy fácil coincidir. La Declaración de los Derechos Humanos nos ayuda:

      Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos [...] sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión pública o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.

      Así que la dignidad de la persona y la justicia social nos brindan este acuerdo mínimo implícito en un encargo constitucional concreto a los poderes públicos:

      Promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integre sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social (CE 9,2).

      Hay que «remover obstáculos» constatables casi a simple vista y cuyas consecuencias las estudia la sociología con detalle. Uno poco visible es fundamental en nuestro asunto: el desarrollo personal de muchos se puede malograr precisamente en la infancia y primera juventud. Tanto si falla la instrucción básica como si falla la educación.

      En el aprendizaje escolar, el daño resulta más visible por comparación –entre unos y otros–, pues afecta a retos comunes y a una igualdad democrática básica. Por ejemplo, carecer de una buena lecto-escritura marca toda una vida. Aunque los analfabetos puedan votar, ¿qué información y participación real lograrán? La instrucción básica para todos en una escuela compensatoria puede y debe remover muchos obstáculos.

      En lo estrictamente educativo –mucho más amplio–, hoy todos aseguran que la infancia es decisiva, aunque sus carencias sean menos visibles que la ignorancia escolar. Durante la niñez y la adolescencia se inicia la triple relación –con la realidad, con los demás y con el Misterio de la vida– que nos hace personas; y la falta de familia, de salud, de trabajo, de vivienda digna, etc., pueden vulnerar relaciones personales muy importantes. Hay otras carencias que «enferman el alma de Pierino», por muy instruido que sea, y también pueden dañar al último de la clase, porque nuestra humanización personal, más que un regalo de fábrica, es una llamada existencial a cada uno y se realiza y se malogra durante toda la vida con los demás.

      Pues bien, este aumento personal, vocacional e histórico yo creo que es el principal motivo humanista para preocuparnos por la educación, como ciudadanos y como cristianos.

      ¿Acaso puede la escuela resolver la madurez de la gente? No. En todo caso, ayudarla, pero nuestra madurez no se concentra ni se limita a la escuela. Ninguna puede garantizar un buen desarrollo a ningún escolar, pero a muchos maestros –hombres y mujeres–, los docentes que tan fácilmente nos llamamos educadores, nos estremece una inquietud profesional: que ningún alumno nuestro se malogre. Y no hablo del riesgo, sino de la pasión personal por ayudarlos a tiempo y bien.

      Formular este aspecto humanista de la vocación docente me resulta doloroso. De niño a adulto hay un arduo recorrido muy complejo que no todos realizan a su tiempo, ni después. El rey Ezequías lo expresó muy bien ante una enfermedad repentina: «Como un tejedor devanaba yo mi vida y me cortan la trama» (Is 38,12). Pero también hay pérdidas más previsibles: conocemos personas que se quedan en un nivel personal inferior y es gente superficial, poco madura, «anestesiada por la banalidad» (Francisco), incapaz de afrontar retos humanos que nos son comunes. Y no depende de ser pobres o ricos ni de su éxito escolar: es pura falta de madurez, de esa educación que ni se recibe de otros ni la dan las escuelas. Me cuesta mucho decirlo, pero conocemos gente malograda en cualquier posición social. Con todos los derechos humanos –y divinos– a su favor, hasta el Evangelio dice que «pierden su vida» (no la eterna tras la muerte, sino esta terrena, que, para Jesús, se centra en el amor) 22.

      Lejos de mí descalificar a nadie o establecer qué vida tiene sentido y cuál no. Gracias al respeto creciente hacia las personas con graves discapacidades nos cuidamos mucho de no discriminar a nadie. Al contrario: ellas nos acercan más al misterio de la persona y de las relaciones humanas. Por cierto, ¿no se necesita una pedagogía de lo misterioso (más que de lo ignorado)?, ¿dónde está? Cualquier vida humana –la misma que Jesús deseaba a todos «en abundancia» (Jn 10,10)– nos muestra dimensiones y aspectos ocultos capaces de hacer de un analfabeto, de un marginado o discapacitado grave una «gran persona». Hay que dar tiempo a que la vida misma nos ofrezca nuevas ocasiones para rehacernos, por muy recortada y superficial que haya sido nuestra vida anterior. Pero, mientras tanto, no podemos quedarnos indiferentes ante los que vemos malograrse. Si la dignidad personal aguanta graves carencias, los más necesitados nos reclaman respuestas: este sí que es un rasgo humano «de fábrica», ser responsable. Por eso, no responder a los desafíos de la vida colectiva, propia y ajena, también nos malogra a nosotros mismos.

      a) Acordemos una antropología mínima laica y común

      ¿Qué idea del ser humano tiene la pedagogía? ¿No había «Filosofía de la educación» en nuestra carrera docente? Si hablamos de humanidad, hasta el Evangelio y la teología tienen algo que decir, como los otros grandes textos de las religiones y filosofías de todos los tiempos 23. ¿Acaso el hombre ya no guarda misterio gracias al psicoanálisis, a las neurociencias o, tal vez, a las exigencias actuales del desarrollo económico? Nadie, por laicista que sea, debería esquivar o recortar las aportaciones del pensamiento universal. Las religiones no solo hablan de Dios, sino del ser humano, escurridizo bajo una sola mirada. Y nadie, por creyente, religioso o teólogo que se sienta, debería eludir el pensamiento filosófico actual. Pablo VI, que decía que el cristianismo no lo era sin ser humano, aseguró también ante la asamblea de las Naciones Unidas –el 4 de abril de 1965– que la Iglesia era «experta en humanidad». Y mientras tanto los obispos del Concilio Vaticano II confesaban humildemente lo que estaban aprendiendo del mundo secular:

      Somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo,