Gross y de su directora ejecutiva, Katherine Pardo. También me ayudaron a establecer contacto con las personas entrevistadas. Juan Manuel López Caballero estuvo interesado en la realización de esta historia desde que conoció su primera escritura y también fue un destacado colaborador para su terminación. La construcción y escritura de esta historia también es deudora del primer estudio amplio hecho por el CEDE de la Universidad de los Andes y el equipo de Julio Carrizosa en 1989, no publicado, de donde he tomado abundante información necesaria para la narración de esta historia1.
1 Este libro también es resultado de una investigación adelantada dentro de las convocatorias de la Vicerrectoría de Investigaciones de la UPTC, haciendo parte del grupo de investigaciones regionales IRES, y contó con la colaboración de Matilde Vega Castellanos (socióloga). Mi primera aproximación a esta historia data de 2011, un poco por azar, y su resultado fue el libro, escrito con Mariela Piratova Morales, Villanueva. Una historia de poblamiento en los Llanos de Casanare, Yopal: Secretaría de Educación, 2011.
Primera parte.
Historia narrativa
Los hombres, los animales y la tierra
Los “herrajes caprichosos”
Figura 1. Herrajes caprichosos
Cuando la vida de los llaneros era la vida en los hatos, hace ya mucho tiempo, entre las reses y los caballos, una de sus labores obligadas era el marcaje del ganado. Antes de la utilización de los códigos numéricos y de letras que impuso la Federación de ganaderos, cada criador encargaba a un herrero la fundición de un molde que el mismo ganadero escogía y quizás hasta dibujaba, que le serviría como sello distintivo de sus reses y de su propietario. A estos primeros tipos en su género se les dio el nombre de “herrajes caprichosos”.
Con el mismo hierro que se marcaba el ganado, aplicándole una tintura a base de anilina roja o azul, se registraba el sello de cada propietario en el corregimiento o la inspección de policía más cercana con los datos de identificación de él y de sus tierras o su estancia de permanencia, el tipo de ganados que se iban a marcar – entre vacunos, caballares, mulares y asnales – , los rasgos tipográficos del herraje y las marcas en la oreja. El encabezado del trámite administrativo podía llevar los rótulos de “registro de una cifra quemadora de ganados” o “registro de un fierro”, o también “registro de un fierro quemador de compañía”, para los casos de sociedades entre dos propietarios de los semovientes. En la zona de la que trata esta historia, y de la que existen rastros, este registro lo hacía el corregidor en los años en que Villanueva fue corregimiento.
Las marcas de los herrajes caprichosos nos dicen mucho más sobre la vida de los hatos que sus homólogos federados. Es como si una parte de esa vida se trasladara a la memoria impresa de un registro público para quedar allí plasmada. Esas huellas relatan vidas de vaqueros que evocan el rodeo y los encierros de ganado en las grandes sabanas, la lidia para voltearlo y someterlo al ardor del hierro al rojo vivo, pero también una vida de cazadores y recolectores más que de cultivadores agrícolas. Nombrar la tierra que se habita tal vez sin ser propietario o aun con título de propiedad, remite al entorno del que se hace parte. Poner nombres a las cosas integra a quien las nombra a ellas y a las mismas cosas a una existencia que transcurre entre ellas. “La Comarca”, “La Agualinda”, “La Cabaña”, “La Ceiba”, “La Palmita”, “Los Topochos”, “El Corozo”, “Corocito” son nombres de fincas o de fundos en donde pasta el ganado del que se registra su marca. Puede ir desde el marco geoespacial de referencia más amplio hasta las cosas más próximas. Cualquiera de ellas sirve para designar el lugar que se habita con los animales que se posee.
Así mismo las marcas de los herrajes se agrupan en varios conjuntos de sentido entre el enlace de letras mayúsculas, iniciales de letras sin enlazar, letras o figuras enmarcadas, figuras abstractas y figuras reconocibles. Una de las labores que de forma cotidiana hacían los vaqueros también las hacían los herreros para ellos. Como en las demás letras reconocibles en estos herrajes, sueltas o enmarcadas, seguramente remitían a las iniciales del nombre del propietario o de otro rasgo de identificación personal. Los “herrajes caprichosos” que dibujan figuras reconocibles forman una serie emparentada con la de Goya, pero en lenguaje simbólico, a la manera de los usos expresivos de las tiras cómicas, de los mensajes publicitarios, de las señales de tránsito, de las marcas registradas de productos, organizaciones o empresas, o de antecedentes tan lejanos como los pictogramas del arte rupestre. Allí aparecen el pato y el jaguar – o el gato–, un mango de machete, una hoz – sin martillo–, una estrella de cinco puntas, una especie de vivienda, el símbolo del cooperativismo, una silueta frontal de cintura de mujer.
Considerados como vestigio de un pasado ya desaparecido, los herrajes caprichosos abren el horizonte de la percepción a las actividades ganaderas de las sabanas llaneras que todavía se realizan en algunas zonas apartadas, con otro tipo de herrajes. Ha sido la forma de trabajo más tradicional en la región llanera que se remonta varios siglos atrás pues fueron las misiones evangelizadoras de los jesuitas desde el siglo XVII las que introdujeron el ganado vacuno. Existen estampas de la época colonial que retratan escenas de enlazado de toros a campo abierto. Trabajo y modo de producción que hoy se recrea en concursos de festivales en donde los vaqueros realizan como espectáculo lo que hacen cotidianamente en las fincas donde laboran. Es esta forma de producción, la de la ganadería extensiva en los hatos y bancos de sabana, el punto de partida de la transición hacia otra forma de producción.
La cabalgata de las sombras
Pero en las labores ganaderas no son las reses lo más importante para el vaquero. El animal privilegiado en la vaquería es el caballo. Hombre y caballo forman uno solo frente a la manada y el toro. De allí proviene la importancia y la singularidad del ancestral rito llanero de la doma del potro. Es mucho más que una práctica o un trabajo de vaqueros. Tampoco es solamente la domesticación de un animal salvaje que vive libre en sus campos sin fin. La doma del potro de los viejos llaneros, que tal vez sobreviva en algunas regiones, es la fusión vital entre el jinete y el caballo. Porque no es solo la aplicación de unas técnicas y unos procedimientos bien conocidos para someter a la bestia, donde al final resulta que ya puede ser montada, incluso por cualquiera. No. En la vida de los vaqueros llaneros a la antigua, los que se dedicaban a la ganadería, el inicio auténtico en su condición de vaquero, a la edad que fuese, se efectuaba en el rito de la doma de su potro.
Y el posesivo tiene aquí su importancia, pues no define una propiedad sino un vínculo del animal con su jinete. Ese vínculo es un vínculo de reciprocidad. Para el vaquero llanero es el primer caballo que doma y para el caballo es su paso del mundo salvaje al de la cultura, o sea, su domesticación utilitaria por el hombre. Una vez sometido el potro, es decir, cabalgado con montura y sin resistencia, se diría que ha terminado el asunto y lo que sigue es el adiestramiento para el trabajo o lo que sea. En realidad, y es la singularidad de la doma ancestral del potro llanero, es allí donde comienza la consagración del rito en el que hombre y caballo parten hacia la cabalgata de las sombras.
Una parte importante de la vida de los llaneros de antaño sucede en la noche. En general, en las tierras cálidas del trópico las noches son climáticamente distintas, y muy distintas, a las de las tierras altas frías. En tierra caliente las noches refrescan el ardiente día y en las tierras frías por lo común lo emparaman. De allí la tendencia a resguardarse en estas últimas al anochecer y, por el contrario, a tomar un agradable respiro al aire libre en las primeras. El respiro puede ser largo hasta permitir, con cierta desenvoltura, una vida a espacio abierto en la noche. La doma del caballo terminaba en la noche, porque la noche hacía y hace parte de la vida de los vaqueros llaneros. Cuando se arrea una manada en la extensión de los campos abiertos de estas tierras planas y cálidas, en la noche se le canta al ganado2. Se le canta para que no se agite, para que no salga en estampida, que es la pesadilla de los vaqueros. El canto del vaquero tranquiliza al ganado. También a los caballos, con los que ha forjado un vínculo de alianza desde la doma