Julio Izaquita

Cachacos en el Llano, llaneros por adopción.


Скачать книгу

en las sabanas para ser llevados a los corrales de los ranchos. Una vez allí, el vaquero escogía la bestia que haría suya en el rito de la doma. Luego se le enlazaba, labor que sin duda requiere destreza con el lazo. Y se le acercaba a otro potro padrino montado por un vaquero para habituarlo a la presencia de las cabalgaduras y reducir su rechazo al siguiente paso: la primera monta. Esta se hace preferiblemente sin silla ni aperos, pues inducen mucha agresividad en los potros cerreros (salvajes) y también pueden producir accidentes graves de llegar a quedar enredado un vaquero entre ellos debido a una caída. Las corcovadas de un potro son una de las imágenes más conocidas y peligrosas de estas faenas. Es otro de los espectáculos salidos de las formas de vida cotidiana.

      Así, jinete y potro tienen su primer encuentro cuerpo a cuerpo, que es como un enfrentamiento de dominación mutua. El caballo prefiere su existencia salvaje y el vaquero busca hacerlo entrar en el orden de la cultura, es decir, de la domesticación. Bestia y hombre baten sus fuerzas en lidia. El jinete sobre el lomo desnudo del potro no tiene más agarre que la crin del animal y la fuerza de sus piernas contra sus costillas. Si esta etapa pasa con éxito, es probable que después de muchos golpes y caídas, el animal se rinde, pero aún no está domado; solo está listo para la consagración del vaquero en la cabalgata de las sombras.

      Una nueva cabalgadura parte al anochecer. Los últimos arreboles destellan entre las penumbras de los matorrales en los alrededores. Jinete y potro serán uno solo hasta su regreso. Al potro le han puesto unas anteojeras para que no vea. Ahora queda a merced de sus demás sentidos que se agudizan. El jinete le habla o le susurra al caballo para alentarlo, calmarlo y asegurarle que está con él, y para evitar que se desboque. En medio de la oscuridad, los ojos de los dos son los del jinete, pero el caballo lo percibe todo también de otra manera. En su recorrido todo lo que no sea pasto bajo o tierra llana es un obstáculo o una trampa. Piedras, huecos, arbustos, surales, baches en el terreno, hasta el ruido de las chicharras y los animales de la noche previenen al vaquero. Éste debe asegurarse en su caballo y librarse de espantos y temores, pues su caballo percibe estas emociones y no se sabe cómo pueda reaccionar. Esta cabalgata de iniciación en la vaquería, hecha en la noche, pone a prueba las capacidades del hombre y del animal, forjando un vínculo de alianza entre ambos, pues juntos arriesgan la vida o tener un accidente durante la travesía. La noche templa el brío de los dos. El mismo que necesitarán frente a los toros, los potros y sus manadas.

      Ganado, potros, mulas y burros pastaban en la Mesa de San Pedro de la vereda Matasuelta. En la época de los herrajes caprichosos esta vereda pertenecía al corregimiento de Villanueva, en el municipio de Sabanalarga (Casanare). Esos nombres designan una sección geográfica del suroccidente de Casanare, formada entre dos ríos, en uno de los cuales la geología abrió un cañón en sus costados en esta parte de su recorrido. Cuando se viaja por la región, el cañón y la formación de la meseta se observan claramente en el trayecto entre Tauramena y Monterrey. El cañón del río Túa delimita junto con el río Upía, al final de sus trayectos en el piedemonte llanero, esta particular meseta que se prolonga hasta sus desembocaduras en el río Meta.

      Es una zona de confluencia hidrográfica de varios ríos que descienden de la cordillera oriental de los Andes colombianos hacia el Orinoco, formando en el mapa un tejido de hilos de agua que se prolonga hasta el río Meta, a donde llegan todas las aguas de esta parte de los llanos. El río Upía recoge, en el inicio de su parte baja saliendo de las montañas cerca a Sabanalarga, las aguas que provienen de la represa de Chivor, otra cuenca hidrográfica importante del oriente de Boyacá que abastece la hidroeléctrica del mismo nombre.

      Figura 2. Mapa cuenca del río Upía

      Es uno de los grandes ríos del piedemonte llanero y, como todos ellos, se desbordaba periódicamente en las temporadas de invierno anegando las tierras colindantes en sus orillas. Esta característica del río ha obligado a la formulación de planes de manejo a través de zonas de inundación con usos restringidos.

      Pero si bien esta historia quiere describir un proceso de desarrollo en donde los factores económicos, institucionales y poblacionales ocupan los temas centrales, ha sido necesario hacer por lo menos una mención a ese pasado y a la gran variedad y riqueza del ecosistema de fauna y flora que conformaba y aún vive en esta geografía, también al subsuelo que ha adquirido últimamente más importancia que la superficie y el aire.

      Al hablar del Llano casi siempre se retratan imágenes y se describen paisajes que ya no se ven cuando se viaja por las modernas carreteras que existen actualmente. El chigüiro de los esteros, la danta, el cachicamo, la lapa, el venado moteado, las corocoras rojas son animales que fueron desplazados por la ocupación humana del territorio y su desarrollo, algunos de ellos en riesgo de extinción. ¿Es inevitable? En cualquier caso ha sido una consecuencia de las formas de desarrollo que hemos implantado. Es necesario hacer un gran esfuerzo de imaginación para hacerse una idea de lo que fue este territorio en términos geográficos y ecológicos hace cincuenta años, en 1970, cuando había más animales que habitantes humanos. Para un residente de una de nuestras ciudades de entonces, era un lugar distante, incomunicado, malsano y casi salvaje. O dicho en los términos del conocido lenguaje de los indicadores de hoy: sin vías, sin escuelas, sin servicio médico, sin saneamiento básico, sin viviendas de barrio, sin supermercados, sin telefonía, sin radio ni televisión. A falta de ello caminos ganaderos – en otras partes llamados de herradura – , yerbatero o curandero, letrinas o descampado, ranchos de bareque, piso de tierra y techo de paja; agua del caño o de la quebrada; recolecta de frutos del bosque, cultivos de pan coger como el plátano topocho, de vez en cuando algún animal de cría o de caza, “y vaya usted con Dios”, como decía Salvador Camacho Roldán. El territorio mismo está hoy amojonado por parcelaciones demarcadas con alambradas que no se usaban en ese entonces. Entre otras cosas porque resultaba costando más el alambre que la propia tierra. Es sobre esa geografía imaginaria que se inicia esta historia del desarrollo en el bajo Upía del piedemonte llanero colombiano.

      2 Recientemente la UNESCO elevó estos cantos de vaquería de los llaneros–colombianos y venezolanos–a la categoría de patrimonio inmaterial de la humanidad.

      El hato La Libertad

      El tiempo del hato

      Aquí está el llano extendido hasta el cielo

      el llano sin principio ni fin como mi alma

      el llano que se prolonga de palmera en palmera como el mar de ola en ola

      […] Aquí está la llanura

      y en la palma de su mano está la línea de la suerte de mi patria

      Eduardo Carranza, “Llano llanero”

      Antes de los cercados con alambre de púas, antes de las parcelaciones de las grandes extensiones de los hatos llaneros, antes de las vías transitables para vehículos y de todo lo que ya no puede apreciarse al viajar ahora por la carretera troncal del Llano; antes de esa modernización, fueron las sabanas abiertas amojonadas por sus grandes ríos, caños, surales y bosques veganos. Aguas y flora que además de abrevadero para el ganado servían de linderos demarcadores de grandes propiedades de tierra. Hato Barley, en Tauramena, según el decir de viejos vaqueros, llegaba hasta Arauca, integrando entonces millones de hectáreas. Fueron los tiempos del Llano llanura.

      En las tierras delimitadas por los últimos treinta kilómetros de las desembocaduras de los ríos Túa y Upía, buscando el río Meta, se encontraba el antiguo hato La Libertad. Ese nombre evocador adoptado en la primera escritura pública que se hiciese de estos predios en 1948, se refería a una de las siete propiedades parceladas por la familia Acosta de Miraflores (Boyacá). Una notable familia liberal boyacense cuyos ancestros se remontaban hasta el general presidente Santos Acosta en el siglo XIX. Flor Amarillo, Viso del Toro, El Upía, El Fical, El Cuchillo y El Colegial eran los nombres de los otros seis predios que integraban esta gran extensión de tierra antes baldía.