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estas series fotográficas parecen limitarse a documentar con ascetismo científico esa «realidad tangible» que Bosch Arana sostiene haber alcanzado con su técnica. Sin embargo, el libro incluye otras fotografías fijas, presumiblemente pertenecientes al mismo filme, que permiten otro tipo de análisis. En estas imágenes, el cirujano -invisible en las secuencias anteriores- adquiere ese mismo protagonismo que veíamos en los filmes de Posadas o Doyen. Así, vemos a Bosch Arana repetidamente en acción, ya sea poniendo a prueba sus dispositivos técnicos o examinando a sus diversos pacientes. También se incluyen varias fotografías de estos últimos, en las que se exponen los diferentes aspectos de sus cuerpos mutilados. Como ya mencionamos, en las primeras décadas del siglo XX el cine incorporó varios de los elementos que ya eran parte integral de diversas formas de divertimento popular, como los freak shows o los gabinetes de curiosidades. Esa ambigüedad médico-espectacular, presente en buena parte del cine científico de este periodo, provocaba que estas imágenes pudieran ser vistas tanto desde un punto de vista médico como voyeurístico. Si en las exhibiciones de fenómenos del siglo XIX era común ver a los afectados por este tipo de patologías realizando actos extraordinarios y sobreponiéndose a sus limitaciones físicas, con el advenimiento del cine estos mismos pacientes adquieren un rol cultural radicalmente diferente, y se convierten «en parte de un espectáculo mediatizado en el que el médico ocupa el lugar central de héroe moderno capaz de liberarlos de su confinamiento físico» (Van Dijck 2002, 542). Las imágenes más interesantes del libro son, entonces, aquellas que documentan el objetivo último de todo proceso médico, es decir, la restitución del enfermo al sistema de la normalidad. Así, a través de una clara puesta en escena, varias de las fotografías muestran a los pacientes con sus nuevas prótesis, realizando una serie de tareas cotidianas que antes de la operación les eran imposibles. Un manco que puede tomar una copa con su nueva mano cinemática; un amputado de ambos brazos que sostiene un paraguas y saluda con el sombrero; un joven sin extremidades inferiores que vuelve a caminar por obra y gracia de sus flamantes piernas mecánicas, se suceden en una suerte de espectáculo de curiosidades médicas.

      Además de un reconocido cirujano, Guillermo Bosch Arana fue un destacado docente12, que quizás concibió este filme como material didáctico para sus clases y conferencias. Sin embargo, una nota publicada en la revista La Película sugiere que esta cinta trascendió también el ámbito de los claustros académicos. Con el título de «Películas instructivas», la crónica informa:

      Está siendo un verdadero filón para nuestros operadores las películas instructivas y comerciales. Así no pasa día que no nos anuncien la terminación de uno de estos films. Últimamente se exhibió una hecha por el señor Pío Quadro, para la Sociedad Médica Argentina que constituyó un verdadero éxito (La Película, 191, 20 de mayo de 1920, p. 15).

      Sin duda, la realización de películas educativas fue una veta productiva que muchas de estas incipientes compañías nacionales supieron explotar con buenos resultados13. Poco después, en 1925, la Colón Film –otra gran empresa productora de la época, propiedad del fotógrafo, director y operador Luis Scaglione– anunciaba el estreno de Operaciones del Instituto de Clínica Quirúrgica (1925), un filme de carácter didáctico, hoy también lamentablemente perdido. Esta compañía, que en las publicidades decía ser la única argentina que contaba con una galería y teatro de pose, se dedicaba con frecuencia a la producción y edición de películas de ficción, pero sin duda su verdadero negocio estaba en la realización de actualidades, filmes comerciales, industriales, familiares y educativos como el recién mencionado. Teniendo en cuenta la más bien modesta producción de filmes de ficción vernáculos durante ese periodo, esta debió ser una realidad para muchas de las empresas fílmicas locales, que pudieron sobrevivir gracias a esta actividad paralela y compatible con la estrictamente comercial.

      En este sentido, la cinta Instituto Modelo de Clínica Médica (circa 1922, 10 min, b/n) del Establecimiento Cinematográfico Martínez y Gunche -una importante compañía de ese periodo, y productora del que quizás sea el filme nacional más exitoso de la etapa silente, Nobleza Gaucha (1915)- constituye otro ejemplo interesante. Contrariamente a las hasta ahora analizadas, en esta película hay una voluntad comercial implícita, que se evidencia en su carácter híbrido y en la presencia de un doble espectador modelo, que permite leerla como un filme de actualidades o como una cinta médico-educativa. Según informan los intertítulos iniciales, Instituto Modelo de Clínica Médica fue un obsequio del ingeniero Rodolfo Morales y señora al Dr. Luis Agote, en agradecimiento al oportuno diagnóstico clínico de su hija de catorce años «gravemente atacada de apendicitis perforada [y] milagrosamente restituida a la vida», en una difícil intervención quirúrgica realizada en el hospital que da título al filme. Con un concepto tanto informativo-publicitario como científico-didáctico, la cinta puede dividirse claramente en dos partes. En la primera sección la cámara sigue a Agote para documentar las diferentes facetas del funcionamiento de esta institución ejemplar, fundada en 1914, deteniéndose en su pensada arquitectura, sus pulcras salas de internación, su competente equipo médico y su programa educativo, con cátedras y lecciones prácticas lideradas por el mismo Agote, entre otros aspectos. Sin embargo, justo en la mitad del filme, la cámara se sumerge en el interior del quirófano del Dr. Alberto Galíndez –el cirujano que salvó a la niña que motivó la realización de esta cinta– para capturar minuciosamente una operación de úlcera gástrica en un internado. Aquí el descriptivo plano general, que dominaba el primer segmento, da paso a un mucho más didáctico primer plano, y los intertítulos abandonan su carácter divulgador por un discurso pedagógico que describe minuciosamente cada uno de los pasos de la cirugía con un lenguaje técnico y preciso. Si esta intervención interrumpe momentáneamente el protagonismo de Agote, un oportuno cartel, que informa que la «operación no deja de ser observada por él, en su noble afán de estimular y loar la obra ajena», vuelve el foco a la verdadera estrella del filme. La cámara reemplaza, entonces, el primer plano por una suerte de toma subjetiva que parece adoptar el punto de vista del propio Agote, que contempla la situación desde una posición elevada del anfiteatro médico. Como mencionábamos, la presencia de estos reputados profesionales, figuras emblemáticas del mundo científico de la época –recordemos que este médico era entonces mundialmente reconocido por haber logrado en 1914 la primera transfusión exitosa de sangre citrada en humanos– es una constante en este tipo de películas. La idea de que el carácter y estilo del cirujano tenían un rol didáctico fundamental en los filmes había sido incluso defendida por pioneros del cine científico, como el mencionado Doyen.

      Él repetía incesantemente que sus films debían sobre todo demostrar la «personalidad» del cirujano, definida por su absoluta «concentración» y «confianza en sí mismo» –características que un paper científico o una conferencia jamás representarían de manera adecuada. Según Doyen, mostrar la confianza del cirujano durante la operación era tan importante como demostrar cualquier técnica quirúrgica particular. […] Uno no podía entender un nuevo procedimiento quirúrgico simplemente leyendo sobre él o aun observando a un médico cualquiera realizarlo, uno debía aprenderlo de su propio creador. En otras palabras, uno debía «ver en acción al maestro», idea que explica bien por qué sus films no se limitaban a mostrar las manos del cirujano (Baptista 2005, 45-46).

      Este foco en la figura del profesional hizo que los médicos adoptaran en estas películas un papel cercano al de las estrellas de cine, dotando indirectamente al filme de otro elemento espectacular. Como sugiere Lacey Langston, «el tipo de términos que Doyen usa para describir el rol del cirujano como ‘personalidad o ‘autoconfianza’ podrían atribuirse fácilmente a un actor» (2010, 13). De hecho, mucho antes de la aparición del cine, los médicos demostraban a sus discípulos las diferentes técnicas quirúrgicas en los llamados anfiteatros anatómicos, salas especialmente diseñadas para la enseñanza de la cirugía y con una arquitectura muy similar a la de los teatros convencionales, donde no era extraño, además, que concurrieran los curiosos a presenciar las operaciones y disecciones como forma de espectáculo14. Es frecuente, por tanto, que en muchos de estos primeros filmes científicos, el cirujano muestre un claro entendimiento de su rol performativo. La postura de sus manos y su cuerpo en el espacio, el posicionamiento de sus asistentes, demuestran una absoluta conciencia del público al que está destinado.