Helena Villar

Esclavos Unidos


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matar con impunidad, como pone de manifiesto el asesinato casi diario de civiles desarmados por parte de la policía. Este servicio a los monolíticos centros de poder exonera a las personas de tener que hacer una elección moral. Confiere una omnipotencia casi divina.

      Sabemos qué aspecto adquiere este sadismo. El de un Derek Chauvin indiferente asfixiando hasta la muerte a George Floyd mientras sus compañeros policías miran impasibles. El de Andrew Brown Jr. recibiendo cinco disparos de la policía en Carolina del Norte, entre ellos uno en la parte posterior de la cabeza. El de Abner Louima, a quien la policía introdujo un palo de escoba por el recto en un baño en la comisaría número 70 de Brook­lyn, lo que requirió tres operaciones de importancia para reparar las lesiones internas. El de Edward Gallagher, jefe de operaciones especiales de los Navy Seal, disparando y matando al azar a civiles desarmados y usando un cuchillo de caza para apuñalar repetidamente hasta la muerte a un prisionero iraquí herido y sedado, de diecisiete años de edad, y luego fotografiarse con el cadáver. El de civiles iraquíes, la mayoría sin relación alguna con la insurgencia, desnudos, atados, golpeados, humillados sexualmente y violados, y a veces asesinados, por soldados y contratistas privados en Abu Ghraib. Los detenidos en Abu Ghraib eran sistemáticamente arrastrados por el suelo de la prisión con una cuerda atada a sus penes, se usaban luces químicas para sodomizarlos o para que el líquido fosfórico pudiera verterse sobre sus cuerpos desnudos. El de las mujeres que son torturadas, golpeadas, degradadas y violadas, a menudo por un grupo numeroso de hombres, en películas porno, y de las que, al cabo de unas pocas semanas o meses, se prescinde con traumatismos severos, además de enfermedades de transmisión sexual y de desgarros vaginales y anales cuya curación requiere de intervención quirúrgica.

      Las sociedades sádicas rechazan y condenan a ciertos sectores de la población –en Estados Unidos son los negros pobres, los musulmanes, los indocumentados, la comunidad LGBTQ, los anticapitalistas radicales, los intelectuales– al considerarlos desechos humanos. Se los ve como contaminantes sociales. Leyes, instituciones y estructuras burocráticas forman parte de esas sociedades sádicas que funcionan, en palabras de Max Weber, como una «máquina inanimada». La máquina empuja a la mayoría de la gente a la masa, pero permite que quienes quieran hacerse cargo de su trabajo sucio estén por encima de la multitud. Quienes ejecutan ese sadismo en nombre de la elite en el poder sienten miedo de que los devuelvan a la masa. Por esta razón, cumplen enérgicamente con la degradación, la crueldad y el sadismo que la máquina exige. Cuanto más insultan, persiguen, torturan, humillan y matan, más parecen ampliar mágicamente la brecha entre ellos y sus víctimas. Por eso, policías y funcionarios de prisiones negros pueden ser tan crueles, y a veces más, que sus homólogos blancos.

      El sadismo erradica en el sádico, al menos momentáneamente, los sentimientos de inferioridad, vulnerabilidad y de verse afectado por el dolor y la muerte. Le proporciona placer. Fui golpeado por la policía militar saudí y más tarde por la policía secreta de Sadam Huseín cuando me hicieron prisionero tras la primera Guerra del Golfo. Se veía claramente que los matones encargados de las palizas disfrutaban con ello. El abuso que lleva a cabo Israel sobre los palestinos, los ataques a musulmanes, niñas y mujeres en India y la estigmatización de los musulmanes en los países que ocupamos son parte de una degradación global que se extiende más allá de Estados Unidos. Wilhelm Reich en The Mass Psychology of Fascism (La psicología de masas del fascismo) y Klaus Theweleit en Male Fantasies (Fantasías masculinas) sostienen que, más que cualquier sistema de ideas coherente, el núcleo del fascismo lo constituye el sadismo, junto con una hipermasculinidad grotesca.

      Jean Amery, que estuvo en la resistencia belga en la Segunda Guerra Mundial y que fue capturado y torturado por la Gestapo en 1943, define el sadismo «como la negación radical del otro, la impugnación simultánea tanto del principio social como del principio de realidad. En el mundo del sádico triunfan la tortura, la destrucción y la muerte, y está claro que un mundo así no tiene esperanzas de sobrevivir. Por el contrario, el sádico desea trascender el mundo, alcanzar una soberanía total negando y anulando a sus semejantes, a los que ve como representantes de un tipo particular de “infierno”».

      La observación de Amery es importante. Una sociedad sádica tiene que ver con la autodestrucción colectiva. Es la apoteosis de una sociedad deformada por experiencias abrumadoras de pérdida, alienación y éxtasis. La única manera que queda de afirmarse en sociedades fracasadas es destruir. Johan Huizinga en su libro El otoño de la Edad Media señaló que la disolución de la sociedad medieval provocó «el tono violento de la vida». Hoy día, este «tono violento de la vida» lleva a la gente a llevar a cabo asesinatos policiales, desahucios de familias, bancarrotas decretadas por órdenes judiciales, la denegación de atención médica a los enfermos, atentados suicidas y tiroteos masivos. Como vio el sociólogo Emil Durkheim, quienes buscan la aniquilación de los otros se ven impulsados por deseos de auto-aniquilación. El sadismo hace que suba la adrenalina y da placer, a menudo con fuertes matices sexuales, lo que nos lleva a ser atraídos por lo que Sigmund Freud llamó la pulsión de muerte, la pulsión de destruir todas las formas de vida, incluida la nuestra. Y en un mundo en el que la muerte lo impregna todo, se la acaba considerando irónicamente como el remedio.

      El capitalismo corporativo, que ha pervertido los valores de la sociedad estadounidense para mercantilizar todas y cada una de sus facetas, incluidos los seres humanos y el mundo de la naturaleza, insiste en que son los dictados del mercado los que deben regir nuestra existencia, una convicción imbuida de sadismo. Se trata de ese placer derivado de la explotación de los demás del que escribió Fredrich Nietzsche en La genealogía de la moral:

      Unos ejecutivos de la compañía energética Enron, en un diálogo que podría proceder de cualquier gran corporación, fueron grabados en el año 2000 mientras discutían «robar» en California, refiriéndose a la «abuela Millie». Los dos operadores, identificados como Kevin y Bob, rechazaban las demandas de reembolso por parte de los reguladores californianos ante la constante especulación con los precios llevada a cabo por la compañía.

      Kevin: ¿Así que el rumor es cierto? ¿Están jodiendo para que devolváis todo el dinero? ¿Todo ese dinero que robasteis a esas pobres abuelas en California?

      Bob: Sí, a la abuela Millie, tío. La única que no sabría cómo coño usar una papeleta para votar.

      Kevin: Sí, ahora quiere que le devolvamos su puto dinero por toda la electricidad que le cobrasteis a unos jodidos 250$/megavatio hora.

      Bob: Ya sabes, la abuela Millie, por la que está luchando Al Gore, ¿sabes?

      En un momento posterior de la misma conversación, Kevin y Bob denigran a los californianos.

      Kevin: Oh, lo mejor que podría pasar es que viniese un puto terremoto, dejar esa cosa flotando por el Pacífico y ponerles unas putas velas.

      Bob: Lo sé. Esos tipos… hay que acabar con ellos.

      Kevin: Están tan jodidos y están completamente…

      Bob: Están tan jodidos.

      No