de la nación más influyente y poderosa era vox populi internacional. ¿Qué les estaba pasando? No podía ser sólo cosa de Trump. No lo era. No lo es.
Más allá de los números y el discurso, el retrato de las víctimas comenzaba a conformarse. Sin salir de Nueva York, el 34% de quienes fallecían eran hispanos, pese a representar el 29% de la población. Una desproporción también significativa en el caso de los afroamericanos. Así, los pacientes en el Bronx registraban el doble de probabilidades de morir por coronavirus que el resto de la ciudad. En Chicago, donde el 30% de sus habitantes son afroamericanos, 70% era la tasa de fallecimiento por la covid-19, y Nueva Orleans, con un 65% de ciudadanos pertenecientes a esa minoría, era una de las que encabezaba las tasas de mortalidad del país. Puede que un virus no entienda de clases o razas pero sí de la vulnerabilidad ante el mismo. Viviendas deficientes, falta de acceso a la sanidad, enfermedades previas desconocidas por quienes no pueden costearse un seguro médico, o una mayor exposición debido a la precariedad laboral. Dichas minorías son mayorías en empleos base de multinacionales como McDonalds, Walmart, Subway, Burger King, Pizza Hut o Target, es decir, aquellos comercios que debían mantenerse abiertos, pese a que ninguno de ellos ofreciese bajas pagadas por enfermedad. Una oleada tímida de reivindicaciones se vislumbró cuando algunos trabajadores del servicio de compras a domicilio Instacart o del de Amazon fueron a la huelga durante una jornada. A los primeros se les dio un kit de seguridad: guantes, desinfectante y termómetro. Los segundos, empleados de la compañía del hombre más rico del planeta y cuyos beneficios subían como la espuma debido a la fuerte demanda de servicio online desencadenada por la crisis, obtuvieron la promesa de dos semanas pagadas por cuarentena o positivo por coronavirus. Más de una decena de almacenes registraban casos, los trabajadores exigían mayores medidas de higiene y equipamientos como mascarillas, y cada vez se hacían públicos más testimonios de infectados que no recibían el total de sus sueldos. Para los contratistas, la empresa ideaba un fondo de auxilio al que poder acogerse, para el que pedían, no obstante, donaciones a particulares. Caridad como primera opción para los trabajadores de segunda del multimillonario Jeff Bezos. Al mismo tiempo, el gigante del comercio online enviaba masivamente anuncios publicitarios de búsqueda de empleados sin necesidad de curriculum vitae o entrevista para cubrir puestos pagando 22,25 dólares la hora. Mano de obra de usar y tirar mediante atractivo publicitario. En el caso de la cadena de supermercados Whole Foods, también propiedad de Amazon y de primera necesidad en la crisis, se sugería a los empleados sanos donar su tiempo de vacaciones a aquellos que estaban enfermos. Reducir las pérdidas de ellos a costa de los demás esclavos. Un negocio perfecto para alguien que, sólo en esa semana, vio aumentar su riqueza en 6.800 millones de dólares y que, de haber donado sus ganancias de tan sólo un mes, hubiese sido capaz de proporcionar más de 200 mil respiradores. Los hospitales de todo Estados Unidos no llegaban a esa cifra.
Una encuesta de Axios-Ipsos de unas semanas previas era sumamente reveladora: sólo el 3% de los ciudadanos con bajo nivel de ingresos tenían la posibilidad de trabajar de forma remota o desde casa. El porcentaje aumentaba significativamente en función de los ingresos, con casi la mitad de aquellos ciudadanos de clase media-alta y casi cuatro de cada 10 de la categoría superior. «Los ricos se han vuelto virtuales y han mantenido sus trabajos. Los pobres y la clase trabajadora están más expuestos. Es una historia de dos Américas», comentó sobre los resultados el presidente de Ipsos. Al mismo tiempo, el 45% de los trabajadores del grupo inferior dijeron estar muy inquietos por su seguridad laboral ante el coronavirus. En el grupo superior, sólo el 13%. En cuanto a las facturas, alrededor de un tercio de aquellos más desfavorecidos y precarios aseguraron estar extremadamente preocupados sobre su capacidad para hacer frente a los pagos, números significativamente superiores al resto de los grupos.
Así, un vídeo de la cadena NBC se hacía viral durante esa misma segunda semana de abril mostrando colas kilométricas ante los bancos de alimentos de diferentes ciudades. Días más tarde, otro, grabado por un empleado de una de las despensas caritativas en San Antonio, Texas, recorría a cámara rápida una larga hilera de vehículos. Había para repartir lo justo para seis mil familias, algunas de ellas agolpadas en coches de alta gama. En la sociedad del crédito todo es posible, incluso poder desplazarte para obtener paquetes de arroz o pasta con los que alimentar a los tuyos en una carrocería que jamás será tuya salvo que te dejes el sueldo y la vida en pagar intereses; si todo va bien.
La bancarrota esos días llamaba a la puerta de millones de estadounidenses. Estados Unidos había pasado de la tasa de desempleo más baja en el último medio siglo a que en tan sólo tres semanas de semiparo debido al coronavirus casi 17 millones de ciudadanos se inscribieran como desempleados. La oleada de solicitudes de algún tipo de prestación fue tan masiva que, un mes después de la declaración oficial de la pandemia, los departamentos de trabajo estatales estaban desbordados y muchos estadounidenses tenían que revisar a diario su buzón, todavía a la espera de un cheque de desempleo, con el agravante de que, en este país, perder el trabajo significa en la mayoría de casos perder el seguro médico.
15 días antes, el Congreso de Estados Unidos había aprobado el mayor paquete de ayuda económica de la historia hasta esa fecha: dos billones de dólares contra la crisis. Una mirada minuciosa al mismo revelaba, sin embargo, la enorme diferencia de presupuesto destinado para los trabajadores y las empresas. Para los primeros, 1.200 dólares por adulto, 400 por hijo, algún complemento a prestaciones por desempleo y tímidas líneas de crédito para el pequeño comercio. Para industrias consideradas con dificultades debido al coronavirus, sin distinción de beneficios previos o futuros como las aerolíneas, el Tesoro repartiría hasta quinientos mil millones. Los hospitales obtendrían 100 mil del total billonario. Un año después, el gasto de las hospitalizaciones por coronavirus se estimaría en 30 mil, según citaría The New York Times en un artículo titulado: «La covid mató a su padre. Después le llegaron facturas médicas por valor de un millón de dólares». En el interior se denunciaría que el coste promedio de cada estadía fue de más de 20 mil y no existían datos suficientes para saber cuánto del total tuvo que ser asumido por los propios pacientes. Mientras en The Washington Post Helaine Olen describía la ayuda como «no sólo una oportunidad perdida de brindar permanentemente a los trabajadores estadounidenses los beneficios de los que disfrutan los de otros países ricos», The New York Times se hacía eco de la siguiente afirmación de Erik Gordon, un profesor en la Escuela de Negocios Ross de la Universidad de Míchigan: «Nos fuimos a la cama como Estados Unidos y nos levantamos la mañana siguiente pareciéndonos a la Europa socialdemócrata». Nada más lejos de la realidad. Gracias a una disposición introducida por los republicanos en la ley de ayudas, el Comité Conjunto de Impuestos del Congreso denunció días después que 43 mil contribuyentes millonarios recibirían por cabeza una compensación de 1,6 millones de dólares.
De este modo, a pocos extrañó que, cuando el 8 de abril el precandidato Bernie Sanders anunció su retirada de la carrera presidencial, los principales índices de la Bolsa estadounidense registraran un ascenso. Sanders suspendía una de las campañas más prometedoras de los últimos tiempos, alimentada por los sectores de la ciudadanía estadounidense más castigados, prohibida para millonarios y Wall Street, sostenida por un movimiento político comunitario que había ilusionado a la clase trabajadora de buena parte del país y cuyos estandartes, entre otros, habían sido la sanidad universal, educación para todos, vivienda accesible o el fin del lucro privado a costa del encarcelamiento masivo de inmigrantes y ciudadanos pobres. En un momento de crisis sanitaria, económica y social como la que se estaba viviendo; con numerosas encuestas dándole la victoria ante un hipotético duelo frente a Donald Trump, y con Joe Biden, su contrincante demócrata más directo, acusado de agresión sexual en la era del Metoo, cualquier observador externo y superficial acabaría por no entender el porqué de la retirada de Sanders. Detrás, el senador por Vermont dejaba una lucha de enorme desgaste contra el establishment; lo que supuso no sólo enfrentarse a los más poderosos, sino también a los republicanos, al Gobierno, al resto de precandidatos, a los principales medios de comunicación –sostenidos por el mercado– y, sobre todo, a su propio partido. Una organización política cuyos líderes centristas, en un clima de «ansiedad generalizada», según describía The New York Times, aseguraban abiertamente estar dispuestos a dañar la imagen del partido para detener a Bernie Sanders cuando este registraba sus mejores resultados durante las primarias. Sea como sea, Sanders no sólo no se sobrepuso