porque las astutas personas que escriben los discursos a Biden y los especialistas en relaciones públicas, que utilizan encuestas y grupos de debate para decirnos lo que queremos oír, pueden hacer que sintamos que la Administración está de nuestro lado. No hay buena voluntad en la Casa Blanca de Biden, en el Congreso, los tribunales, los medios de comunicación –que se han convertido en una caja de resonancia de las clases privilegiadas– o las juntas directivas de las corporaciones. Ellos son el enemigo.
Nos libraremos de esta cultura sádica de la misma manera que los desheredados se sacudieron el yugo del capitalismo clientelista durante la Gran Depresión, organizándose, protestando y disturbando el sistema hasta que las elites gobernantes se vean obligadas a conceder algún tipo de justicia social y económica. El Bonus Army, veteranos de la Primera Guerra Mundial a los que se había denegado el pago de pensiones, estableció en Washington inmensos campamentos que fueron violentamente desmantelados por el ejército. En la década de 1930, grupos de vecinos, muchos de ellos miembros de los Wobblies o del Partido Comunista, impidieron físicamente que la policía del condado desahuciase a familias. En 1936 y 1937, el sindicato United Auto Workers llevó a cabo una huelga de brazos caídos en las fábricas que paralizó General Motors, obligando a la compañía a reconocer el sindicato, aumentar los salarios y satisfacer las demandas sindicales de protección y condiciones de trabajo dignas y seguras. Fue una de las conquistas laborales más importantes en la historia estadounidense y llevó a la sindicación de toda la industria automovilística del país. Los agricultores, a los que los grandes bancos y Wall Street habían llevado a la bancarrota y a embargos, fundaron la Farmer’s Holiday Association para protestar por la incautación de granjas familiares, una de las razones por las que ladrones de bancos como John Dillinger, Bonnie y Clyde, y la Banda Barker eran auténticos héroes populares. Los agricultores cortaron carreteras y destruyeron montañas de productos agrícolas, lo que redujo el abastecimiento y provocó una subida de los precios. Los agricultores, al igual que los trabajadores del automóvil sindicados, fueron objeto de una amplia vigilancia gubernamental y de ataques violentos por parte del FBI, matones a sueldo de las compañías, bandas de delincuentes contratadas, elementos paramilitares y policías del condado. Pero la militancia dio sus frutos. Los agricultores obligaron al Estado a aceptar una moratoria de facto sobre los embargos de granjas. Al mismo tiempo, las manifestaciones masivas fuera de las capitales estatales presionaron a los órganos legislativos para que impidiesen el cobro de los pagos hipotecarios vencidos. En el sur, arrendatarios y aparceros formaron sindicatos. El Departamento de Trabajo calificó su acción colectiva de «guerra civil en miniatura».
Las personas desempleadas y hambrientas de todo el país ocuparon tierras y casas vacías, formando barrios de chabolas conocidos con el nombre de Hoovervilles. Los indigentes se adueñaron de edificios y empresas públicos. Esta presión constante, y no la buena voluntad de Franklin Delano Roosevelt, es lo que dio lugar al New Deal. Él y sus colegas oligarcas acabaron comprendiendo que, si no se llevaba a cabo una reforma, habría una revolución, algo que Roosevelt reconocía en su correspondencia privada.
Hasta que no se reintegre a la gente en la sociedad, hasta que no se elimine el control corporativo y oligárquico de nuestros sistemas educativo, político y mediático, hasta que no recuperemos la ética del bien común, no habrá esperanza de restablecer los vínculos sociales positivos que fomentan una sociedad sana. En la Historia, son numerosos los ejemplos que ilustran cómo funciona este proceso. Hay que jugar con el miedo. Y hasta que no hagamos que sientan temor, hasta que un aterrorizado Joe Biden y los oligarcas a los que sirve no vean ante ellos un mar de horcas y tridentes, no lograremos poner freno a la cultura del sadismo que han urdido.
Chris Hedges
Periodista, escritor y presentador de televisión, ganador del Premio Pulitzer
[1] Traducción tomada de [https://biblioteca.org.ar/libros/211756.pdf], p. 37.
PREFACIO
La tormenta perfecta.
Cómo la COVID-19 desnudó la crueldad del sistema
El contador se acercaba peligrosamente a las 10 mil muertes y, siendo domingo, todo el mundo daba por hecho que la nueva semana, la segunda de abril del año 2020, empezaría con un macabro ascenso hacia el nuevo millar. Hacía tiempo que se desistía de recibir respuestas sobre un fin o incluso un descenso, por lo que las dudas más recurrentes eran con cuánta rapidez se registrarían nuevos casos o qué estados seguirían en cabeza. En tiempos de una debacle semejante, sin embargo, el panorama seguía segregado, sin una narrativa trágica nacional. Tuvo que ser alguien con solapas ornamentadas de medallas y estrellas, el cirujano general de Estados Unidos Jerome Adams, quien lo expresara de manera sumamente gráfica en la cadena Fox News –privada y/o gubernamental, dependiendo de quien esté al frente de la Casa Blanca–: «Esto va a ser como Pearl Harbor, como los ataques del 11 de Septiembre, sólo que no estará localizado, ocurrirá en todo el país. Quiero que Estados Unidos entienda esto». Sólo el día 8 murieron 1.973. Ese viernes, más de dos mil. Siguiendo con los símiles históricos, alguien recordaba en Twitter que fueron 2.500 los fallecidos estadounidenses el Día D, durante el desembarco de Normandía.
Una cosa es estar acostumbrado a los cementerios Cypress Hills o Mount Lebanon y otra es ver cadáveres envueltos en plásticos frente a tu apartamento. Es lo que muchos de los residentes de inmuebles en Bushwick, Brooklyn, pensaron cuando se dieron cuenta de que no sólo iban a permanecer encerrados en sus minúsculos apartamentos, sino que además habían resultado agraciados con una morgue temporal para víctimas de la covid-19. Multitud de carpas gigantes y grandes camiones refrigerados ocuparon esos días lugares insospechados en una de las ciudades más turísticas del mundo. Pocos habrían podido imaginar, tan sólo algunas semanas antes, que los aledaños del Hospital Bellevue en Manhattan, apenas a 20 minutos a pie del infinitamente visitado Empire State, se convertirían en el mayor BCP de Nueva York, siglas creadas por las autoridades para dulcificar lo que básicamente era un punto de recogida de cuerpos. A unos kilómetros de allí, cadáveres en fila apilándose en una gran fosa común impactaban en las retinas de medio mundo. Un vídeo grabado con un dron sacaba del anonimato a la isla Hart, al este del Bronx, un enclave que lleva sirviendo desde mediados del siglo xix como destino de los cuerpos de aquellos que no son reclamados por nadie o cuyos familiares no pueden sufragar el sepelio. Los ataúdes llegan en un ferry y se apilan en excavaciones tan largas como campos de fútbol. Los encargados, presos transportados desde la cárcel de Rikers Island. Pobres diablos a cargo de los desheredados. Esos días, sin embargo, los reos también ocupaban los titulares que habitualmente ignoraban su situación, al registrar una de las tasas de contagio más altas del país, con motines incluidos debido a las condiciones de hacinamiento. «Es una bomba de tiempo, la única forma sensata de detener las muertes y proteger a los vulnerables es liberar a la mayor cantidad de personas posible», escribía en un artículo de opinión una de las médicas de la prisión. La situación se replicaba en centros penitenciarios por todo el país, en la nación con un mayor número de ciudadanos encarcelados del planeta, al margen de una presunción de inocencia marcada por fianzas indecentes.
Mientras, la ciudad que nunca duerme seguía siendo foco planetario de fallecimientos. Lunes: 731. Martes: 779. Miércoles 799. Cada día un récord de decesos nuevo confirmado por un gobernador que llevaba semanas luchando dialécticamente contra la Casa Blanca. Contrariamente a lo que Donald Trump aseguraba en sus ruedas de prensa diarias, Andrew Cuomo se encargaba de reforzar la idea de que no se podía reactivar la economía sin ni siquiera haber abordado el daño social causado hasta la fecha, o pedía ayuda federal para equipamiento sanitario, confesando que la ausencia de material y de una fuerte política unitaria suponía abocar a los estados a una insólita competencia por conseguir aquello que necesitaban. Esto, a la vez que el estado de Nueva York aprobaba unos presupuestos en pro de la austeridad y los recortes, hospitales incluidos, sin demasiado ruido mediático. Algo que sí circuló durante aquellos días vía redes sociales fueron las denuncias del personal sanitario afectado, quienes, para llamar la atención de la ciudadanía, no dudaban en posar con envases de comida preparada para explicar que era precisamente lo que estaban utilizando como protección a falta de mascarillas protectoras.