sus chistosos comentarios acerca de sus chiquillos. Y Ana pudo dedicarse a buscar un parecido que, si no halló en las facciones, reconoció en su voz y en su modo de sentir y de expresarse.
La señora Croft no era alta ni gorda, pero tenía una arrogancia, una tiesura y una robustez que daban presencia a su persona. Sus ojos eran oscuros y brillantes, sus dientes hermosos, y en conjunto su rostro era agradable, aunque su tez enrojecida y curtida por la intemperie, a consecuencia de pasarse en el mar casi tanto tiempo como su marido, hacía creer que tenía varios años más de los treinta y ocho que contaba. Sus modales eran francos, desenvueltos y decididos como los de una persona que confía en sí misma y que no duda de lo que tiene que hacer, sin que eso significase ni asomo de rudeza ni ninguna falta de buen carácter. Ana le agradeció sus sentimientos de gran consideración hacia ella, en todo lo que le dijo de Kellynch; estuvo muy complacida y más porque se tranquilizó pasado el primer medio minuto, en el mismo instante de la presentación, al ver que la señora Croft no daba ninguna muestra de estar en antecedentes o de tener sospechas de algo que torciese para nada sus intenciones. Estuvo del todo descansada sobre el particular y por lo mismo llena de fuerza y de valor, hasta que en un momento se heló al oír que la señora Croft decía:
-¿De modo que fue usted y no su hermana a quien tuvo el gusto de conocer mi hermano cuando estuvo aquí?
Ana estaba segura de que ya había pasado la edad del rubor, pero no la edad de la emoción, a juzgar por lo ocurrido.
-Puede que no haya usted oído decir que se casó -agregó la señora Croft.
Ana pudo contestar entonces como era debido; y cuando las siguientes palabras de la señora Croft aclararon de cuál señor Wentworth estaba hablando, se alegró de no haber dicho nada que no pudiese aplicarse a ambos hermanos. Al momento comprendió cuán razonable era que la señora Croft pensara y hablara de Eduardo y no de Federico, y avergonzada de su error preguntó con el debido interés cómo le iba a su antiguo vecino en su nuevo estado.
El resto de la conversación fue ya tranquilísima; hasta el momento de levantarse, en que oyó que el almirante decía a María:
-Pronto va a llegar un hermano de la señora Croft. Creo que usted ya lo conoce de nombre.
Lo interrumpió en seco el vehemente ataque de los chiquillos, que se prendieron de él como de un antiguo amigo y declararon que no se iba a marchar. El les propuso llevárselos metidos en sus bolsillos, con lo cual aumentó el alboroto y ya no hubo lugar para que el almirante acabase o se acordara de lo que había empezado a decir. Ana pudo, pues, persuadirse, en lo que cabía, de que se trataba aún del hermano en cuestión. No logró, sin embargo, llegar a tal grado de certidumbre que no estuviese ansiosa por saber si los Croft habían dicho algo más sobre el particular en la otra casa en donde habían estado antes.
La gente de la Casa Grande iba a pasar la tarde aquel día a la quinta, y como ya estaba la estación muy avanzada para que semejantes visitas pudiesen hacerse a pie, aguzaban el oído para percibir el ruido del coche, cuando la menor de las chicas Musgrove entró en la habitación. La primera y negra idea que se les ocurrió fue que venía a decir que no irían, y que tendrían que pasarse la tarde solas. Maria estaba a punto de sentirse ofendida, cuando Luisa restableció la calma anunciando que se había adelantado ella a pie con objeto de dejar espacio en el coche para el arpa que transportaban.
-Y además -agrego- voy a explicarles la causa de todo esto. He venido para advertirles que mamá y papá están esta tarde muy deprimidos; mamá especialmente. No hace más que pensar en el pobre Ricardo. Y acordamos que sería mejor tocar el arpa, pues parece que la divierte más que el piano. Y voy a decirles por qué está tan desanimada. Cuando vinieron los Croft esta mañana (luego estuvieron aquí, ¿verdad?), dijeron que su hermano, el capitán Wentworth, acaba de volver a Inglaterra o que ha sido licenciado o algo por el estilo, y que vendrá a verlos de un momento a otro. Lo peor de todo es que a mamá se le ocurrió, cuando los Croft se hubieron ido, que Wentworth, o algo muy parecido, era el apellido del capitán del pobre Ricardo un tiempo, no sé cuándo ni dónde, pero mucho antes de que muriera, pobre chico. Se puso a revisar sus cartas y sus cosas y cnfirmó su sospecha; está absolutamente segura que ése es el hombre de que se trata y no cesa de pensar en él y en el pobre Ricardo. Tenemos que estar lo más alegres posible para distraerla de esos negros pensamientos.
Las verdaderas circunstancias de este patético episodio de una historia de familia eran que los Musgrove tuvieron la mala fortuna de echar al mundo un hijo cargante e inútil y la buena suerte de perderlo antes de que llegase a los veinte años; que lo mandaron al mar porque en tierra era la más estúpida e ingobernable de las criaturas; que su familia nunca se había preocupado mucho por él, aunque siempre más de lo que merecía; y que rara vez se supo de él y poco lo extrañaron, cuando dos años atrás llegó a Uppercross la noticia de que había muerto en el extranjero.
Aunque sus hermanas hacían por él todo lo que estaba a su alcance, llamándolo ahora “pobre Ricardo”, en realidad nunca había sido más que el muy mentecato, desnaturalizado e inaprovechable Ricardito Musgrove, que nunca, ni vivo ni muerto, hizo nada que le hiciese digno de más título que aquel diminutivo en su nombre.
Estuvo varios años navegando y en el curso de esos traslados a que todos los marinos mediocres están sujetos, y en especial aquellos a quienes todos los capitanes desean quitarse de encima, fue a dar por seis meses a la fragata Laconia del capitán Federico Wentworth. A bordo de la Laconia y a instancias de su capitán escribió las únicas dos cartas que sus padres recibieron de él durante toda su ausencia; es decir, las dos únicas cartas desinteresadas, pues todas las demás no habían sido más que simples pedidos de dinero.
En todas ellas habló bien de su capitán; pero sus padres estaban tan poco habituados a fijarse en tales cuestiones y les tenían tan sin cuidado los nombres de hombres o de barcos, que entonces apenas repararon en ello. El hecho de que la señora Musgrove hubiese tenido aquel día la súbita inspiración de acordarse de la relación que guardaba con su hijo el nombre Wentworth parecía uno de esos extraordinarios chispazos de la mente que se dan de tarde en tarde.
Acudió a sus cartas y encontró confirmadas sus suposiciones. La nueva lectura de aquellas cartas después de tan largo tiempo desde que su hijo desapareciera para siempre y después que todas sus faltas hubieron sido olvidadas, la afectó sobremanera y la sumió en un gran desconsuelo que no había sentido ni cuando se enteró de su fallecimiento. El señor Musgrove también estaba afectado, aunque no tanto; y cuando llegaron a la quinta se hallaban en evidente disposición de que primero se escuchasen sus lamentaciones, y luego de recibir todos los consuelos que su alegre compañía pudiese suministrarles.
Fue una nueva prueba para los nervios de Ana tener que oírles hablar hasta por los codos del capitán Wentworth, repetir su nombre, rebuscar en sus memorias de los pasados años y por fin afirmar que debía ser, que probablemente sería, que era sin duda el mismo capitán Wentworth, aquel guapo joven que recordaban haber visto una o dos veces después de su regreso de Clifton, sin poder precisar si hacía de eso siete u ocho años. Pensó, sin embargo, que tendría que acostumbrarse. Puesto que el capitán iba a llegar a la comarca, le era preciso dominar su sensibilidad en lo tocante a este punto. Y no sólo parecía que lo esperaban y muy pronto, sino que los Musgrove, con su ardiente gratitud por la bondad con que había tratado al pobre Ricardito y con el gran respeto que sentían por su temple, evidenciado en el hecho de haber tenido seis meses al pobre muchacho Musgrove a su cuidado, quien hablaba de él con grandes aunque no muy bien ortografiados elogios, diciendo que era “un compañero muy vueno y muy brabo, sólo demasiado parecido al maestro de la ezcuela” , estaban decididos a presentársele y a solicitar su amistad en cuanto supiesen que había llegado.
Esta resolución contribuyó a consolarlos aquella tarde.
CAPITULO VII
A los pocos días se supo que el capitán Wentworth había arribado a Kellynch. El señor Musgrove fue a visitarlo y volvió haciendo de él los más encendidos elogios y diciendo que lo había invitado a ir con los Croft a cenar a Uppercross a fines de la siguiente semana. Fue una gran contrariedad para el señor Musgrove no poder celebrar antes dicha cena, tal era su impaciencia por demostrar su