a ella. Deseé encontrarlo nuevamente en el verano siguiente, cuando yo tenía todavía la misma suerte en el Mediterráneo.
-Ciertamente, señor -dijo Mrs. Musgrove-, fue un día feliz para nosotros cuando lo hicieron a usted capitán de aquel barco. Nunca olvidaremos lo que usted hizo.
Sus sentimientos la hacían hablar en voz alta, y el capitán Wentworth, oyendo sólo parte de lo que decía, y no teniendo probablemente en su pensamiento a Dick Musgrove, quedó en suspenso, como esperando algo.
-Habla de mi hermano -dijo una de las muchachas-. Mamá está pensando en el pobre Ricardo.
-Pobre chico -continuó Mrs. Musgrove-. Se había puesto tan serio; sus cartas eran excelentes mientras estuvo bajo su mando. Hubiera sido dichoso si nunca lo hubiese abandonado a usted. Puedo asegurarle, capitán Wentworth, que hubiéramos sido muy felices todos nosotros si así hubiese sido.
Una momentánea expresión del capitán Wentworth, mientras hablaba, una rápida mirada de sus brillantes ojos, un gesto de su hermosa boca, bastaron para probar a Ana que en lugar de compartir los deseos de Mrs. Musgrove respecto a su hijo, había tenido, a no dudarlo, mucho deseo de verse libre de él; pero esto fue un movimiento tan rápido que ninguno que no lo conociera tanto como ella pudo notarlo. Un instante después, dominándose, tomó aire serio y reposado, y casi de inmediato, encaminándose al sofá, ocupado por Ana y Mrs. Musgrove, se sentó al lado de ésta y empezó en voz baja una conversación con ella, acerca de su hijo, haciéndolo con simpatía y gracia naturales, mostrando la mayor consideración por todo lo que había de real y sincero en los sentimientos de los padres.
Ocupaban, pues, el mismo sofá, porque la señora Musgrove le hizo lugar en seguida. Solamente la señora Musgrove se interponía entre ellos, y, en verdad, no se trataba de un obstáculo menor. Mrs. Musgrove era bastante robusta, mucho más hecha por la naturaleza para expresar la alegría y el buen humor que la ternura y el sentimiento. Y mientras las agitaciones del esbelto cuerpo de Ana y las contracciones de su pensativo rostro delataban sus sentimientos, el capitán Wentworth conservó toda su presencia de ánimo, informando a una obesa madre sobre el destino de un hijo del cual nadie se ocupó mientras estuvo vivo.
Las proporciones corporales y el pesar no deben guardar necesariamente relación. El cuerpo macizo tiene tanto derecho a estar profundamente afligido como el más gracioso conjunto de miembros finos. Pero, justo o no, hay cosas irreconciliables que la razón tratará de justificar en vano, porque el gusto no las tolera y porque el ridículo las acoge.
El almirante, después de dar dos o tres vueltas alrededor del cuarto, con las manos detrás, y habiendo sido llamado al orden por su esposa, se aproximó al capitán Wentworth, y sin la menor idea de que podía interrumpir algo dio curso a sus propios pensamientos diciendo:
-De haber estado usted en Lisboa, la primavera última, Federico, hubiera tenido que dar usted pasaje a Lady Mary Grierson y a sus hijas.
-¿En serio? ¡Pues me alegro de haber entrado una semana después!
El almirante le echó en cara su falta de galantería. El capitán se defendió, alegando, sin embargo, que de buena voluntad jamás consentiría mujeres a bordo, excepto para un baile o una visita de algunas horas.
-Si usted conociera -dijo-, comprendería que no hago esto por falta de galantería. Es por saber cuán imposible es, pese a todos los esfuerzos y sacrificios que puedan hacerse, proporcionar a las mujeres todas las comodidades que merecen. No es falta de galantería, almirante; es colocar muy en alto las necesidades femeninas de comodidad personal, y esto es lo que yo hago. Detesto oír hablar de mujeres a bordo, o verlas embarcadas, y ninguna nave bajo mi comando aceptará señoras, mientras pueda evitarlo.
Esto llamó la atención de su hermana.
-¡Oh, Federico! No puedo comprender esto en ti; son refinamientos perezosos. Las mujeres pueden estar tan confortables a bordo como en la mejor casa de Inglaterra. Creo haber vivido a bordo más que muchas mujeres, y puedo asegurar que no hay nada superior a las comodidades de que disfrutan los hombres de guerra. Declaro que jamás ha habido galanterías especiales para mí, ni siquiera en Kellynch Hall -dirigiéndose a Ana-, que pudieran compararse a las de los barcos en los que he vivido. Y creo que éstos han sido unos cinco.
-Eso no significa nada -replicó su hermano-; tú eras la única mujer a bordo y viajabas con tu marido.
-Pero tú mismo has llevado a Mrs. Harville, su hermana, su prima y sus tres niños desde Portmouth a Plymouth. ¿Dónde dejaste esa extraordinaria galantería tuya?
-Abusaron de mi amistad, Sofía. Ayudaré siempre a la esposa de cualquier oficial compañero mientras pueda hacerlo, y hubiera llevado cualquier cosa de Harville hasta el fin del mundo, si me la hubiesen pedido. Pero esto no quiere decir que lo encuentre bien.
-Razón por la cual ellas estuvieron muy cómodas.
-Quizá sea por lo que no me gusta. ¡Las mujeres y los niños no tienen derecho a estar cómodos a bordo!
-Hablas tonterías, mi querido Federico. Di, ¿qué sería de nosotras, pobres esposas de marinos, que a menudo debemos ir de un puerto a otro en busca de nuestros maridos, si todos sintieran como tú?
-Mis sentimientos, tú lo sabes, no me impidieron llevar a Mrs. Harville y toda su familia a Plymouth.
-Pero detesto oírte hablar tan caballerosamente, y como si las mujeres fueran todas damas refinadas, en lugar de seres normales. Ninguna de nosotras espera siempre buen tiempo al viajar.
-Querida mía -explicó el almirante-, ya pensará de otro modo cuando tenga esposa. Si está casado y si tenemos la suerte de estar vivos en la próxima guerra, ya lo veremos hacer como tú, yo y muchos otros hemos hecho. Estará muy agradecido de cualquiera que le lleve a su esposa.
-¡Ay, así es!
-Terminemos -exclamó el capitán Wentworth-. Cuando los casados empiezan a atacarme diciendo: “Ya pensará usted de otro modo cuando se case”, lo único que puedo contestar es: “No será así”; ellos responden entonces: “Sí, lo hará usted”, y esto pone punto final al asunto.
Se levantó y se alejó.
-¡Qué gran viajera ha sido usted, señora! -dijo Mrs. Musgrove a Mrs. Croft.
-He viajado bastante en mis quince años de matrimonio, aunque algunas mujeres han viajado aún más. He cruzado el Atlántico cuatro veces, y he estado en las Indias Orientales y he vuelto. Una vez estuve también en lugares cercanos como Cork, Lisboa y Gibraltar. Pero nunca he pasado los estrechos o llegado hasta las Indias Occidentales, Bermudas o las Bahamas; ¿saben ustedes?, no son las Indias Occidentales, como se las suele llamar.
Mrs. Musgrove no pudo replicar nada. Por otra parte, jamás había oído mencionar aquellos lugares.
-Y puedo asegurarle, señora -continuó Mrs. Croft, que nada hay superior a las comodidades que proporcionan los marinos. Hablo, por supuesto, de los navíos de primera calidad. Cuando se viaja en una fragata, como es natural, una está más confinada, pero cualquier mujer razonable puede ser perfectamente feliz en esta clase de barcos. Yo puedo afirmar que los períodos más felices de mi vida los he pasado a bordo.,Cuando estábamos juntos, ¿sabe usted?, no había nada que temer. A Dios gracias he tenido siempre excelente salud y los cambios de clima no me afectan en absoluto. Unas pocas molestias las primeras veinticuatro horas de hacerse a la mar es todo lo que he sentido, pero jamás he estado mareada después. La única vez que en verdad sufrí, en cuerpo y alma; la única vez que no me encontré del todo bien, o que temí al peligro, fue el invierno que pasé sola en Deal cuando el almirante (capitán Croft, por aquel entonces) estaba en los mares del norte. Vivía en constante zozobra, llena de temores imaginarios, sin saber qué hacer con mis horas, o cuándo tendría noticias de él. Pero en cuanto estamos juntos, nada me asusta, y jamás he encontrado el menor inconveniente.
-¡Ah, por supuesto! Estoy de acuerdo con usted, Mrs. Croft -fue la cálida respuesta de Mrs. Musgrove-. Nada hay tan malo como la separación. Mister Musgrove asiste siempre a las sesiones, y puedo asegurarle que soy muy feliz cuando éstas terminan y él