Люси Мод Монтгомери

100 Clásicos de la Literatura


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subía por las escaleras detrás de ella, llegó a tiempo para oír toda la conversación, que empezó con María, hablando con gran excitación:

      -¡Quiero ir contigo, Carlos, porque no hago más falta en casa que tú! Si estuviera más tiempo encerrada con el niño, no podría convencerlo de hacer lo que debe hacer. Ana se quedará con él; ha decidido permanecer en casa y ocuparse del chico. Ella misma me lo ha propuesto; de modo que puedo ir contigo. Y será mucho mejor, pues no he comido en la otra casa desde el martes.

      -Ana es muy amable -contestó el marido- y me encantaría llevarte; pero me parece un poco duro dejarla sola en casa haciendo de niñera de nuestro hijo enfermo.

      Ana acudió a defender su propia causa y su sinceridad no tardó en ser suficiente para convencer a Carlos, convicción que al fin y al cabo era muy agradable, pues no tenía grandes escrúpulos en dejarla comer sola. No obstante, todavía le dijo que fuese a pasar con ellos la tarde cuando ya no hubiese que hacerle nada al chico hasta el día siguiente, y la animó afectuosamente para que lo dejase ir a recogerla; pero no hubo manera de persuadir a Ana, en vista de lo cual poco rato después tuvo el gusto de ver partir a los dos contentos como unas pascuas. Iban a divertirse, pensaba Ana, por muy extrañamente tramada que semejante diversión pudiese parecer. En cuanto a ella, se quedó con una sensación de bienestar que tal vez nunca antes había experimentado. Sabía que el niño la necesitaba; y ¿qué le importaba que Federico Wentworth no estuviese más que a una milla de distancia enamorando a las demás?

      Le habría gustado saber qué sentiría el capitán al encontrarse con ella. Puede que lo dejase indiferente, si la indiferencia cabía en semejantes circunstancias. Sentiría indiferencia o desdén. Si hubiese deseado volver a verla, no habría esperado hasta entonces; habría hecho lo que Ana no podía menos que creer que ella habría hecho en su lugar, desde mucho tiempo atrás, cuando los acontecimientos le proporcionaron tan rápidamente aquella independencia, que era lo único que anhelaba.

      Su hermana y su cuñado volvieron contentísimos de su nuevo amigo y de la reunión en general. Tocaron, cantaron, hablaron y rieron del modo más agradable; el capitán Wentworth era encantador, no había en él ni timidez ni reserva; fue como si se hubiesen conocido desde siempre, y a la mañana siguiente iba a ir a cazar con Carlos. Iría a almorzar, pero no en la quinta, tal como al principio se le propuso, porque se le rogó que fuese a hacerlo en la Casa Grande, y él se mostró temeroso de molestar a la señora de Carlos Musgrove, a causa del niño.

      Fuese como fuese y sin que supieran exactamente cómo había ido la cosa, acabaron por resolver que Carlos almorzaría con el capitán en casa de su padre.

      Ana lo comprendió. Federico quiso evitar verla. Supo que había preguntado por ella al pasar, como si se hubiese tratado de cualquier vieja amistad sin mayor importancia, sin parecer conocerla más de lo que ella le había conocido, y procediendo, quizá, con la misma intención de rehuir la presentación cuando se encontrasen.

      En la quinta siempre se levantaban más tarde que en la otra casa; pero al día siguiente, la diferencia fue tan grande que Ana y María empezaban sólo a desayunar cuando llegó Carlos a decirles que iban a salir en aquel momento y que había ido a buscar a sus perros. Sus hermanas venían tras él con el capitán Wentworth, pues las chicas querían ver a María y al niño, y el capitán deseaba también saludarla si no había inconveniente. Carlos le había dicho que el estado del chico no era de cuidado, pero el capitán Wentworth no se habría quedado tranquilo si él no hubiese corrido a prevenirla.

      María, halagadísima con esta atención, dijo que lo recibiría encantada. Mientras tanto, mil encontrados sentimientos agitaban a Ana; el más consolador de todos era que el trance pronto habría pasado. Y pronto pasó, en efecto. Dos minutos después de la preparación de Carlos, aparecieron en el salón los anunciados. Los ojos de Ana se encontraron a medias con los del capitán Wentworth, y se hicieron una inclinación y un saludo. Ana oyó su voz: estaba hablando con María y diciéndole las cosas de rigor; dijo algo a las señoritas Musgrove, lo bastante para demostrar gran seguridad en sí mismo. La habitación parecía llena, llena de personas y voces, pero a los pocos minutos todo hubo terminado. Carlos se asomó a la ventana, todo estaba listo; los visitantes saludaron y se fueron. Las señoritas Musgrove se fueron también, repentinamente resueltas a llegarse hasta el final del pueblo con los cazadores. La habitación quedó despejada y Ana logró terminar su desayuno como pudo.

      “¡Ya pasó! ¡Ya pasó!” se repetía a sí misma una y otra vez, nerviosamente aliviada. “¡Ya pasó lo peor!”

      María le hablaba, pero Ana no la escuchaba. La había visto. Se habían encontrado. ¡Habían estado una vez más bajo el mismo techo!

      Sin embargo, no tardó en empezar a razonar consigo misma y en procurar controlar sus sentimientos. Ocho años, casi ocho años habían transcurrido desde su ruptura. ¡Era tan absurdo recaer en la agitación que aquel intervalo había relegado a la distancia y al olvido! ¿Qué no podían hacer ocho años? Sucesos de todas clases, cambios, desvíos, ausencias, todo; todo cabía en ocho años. ¡Y cuán natural y cierto era que entretanto se olvidase el pasado! Aquel período significaba casi una tercera parte de su propia vida.

      Pero, ¡ay!, a pesar de todos sus argumentos, Ana se dio cuenta de que para los sentimientos arraigados ocho años eran poco más que nada.

      Y ahora, ¿cómo leer en el corazón de Federico? ¿Deseaba huir de ella? Y en seguida se odió a sí misma por haberse hecho esa loca pregunta.

      Pero todas sus dudas quedaron despejadas por otra cuestión en la que su extrema perspicacia no había reparado. Las señoritas Musgrove volvieron a la quinta para despedirse, y cuando se hubieron ido, María le proporcionó esta espontánea información:

      -El capitán Wentworth no estuvo muy galante contigo, Ana, a pesar de lo atento que estuvo conmigo. Cuando se marcharon, Enriqueta le preguntó qué le parecías, y él le dijo que estás tan cambiada que no te habría reconocido.

      Por lo general, María no acostumbraba respetar los sentimientos de su hermana, pero no tenía la menor sospecha de la herida que le infligía.

      “¡Tan cambiada que no me habría reconocido!” Ana se quedó sumida en una silenciosa y profunda mortificación. Así era, sin duda; y no podía desquitarse, porque él no había cambiado si no era para mejor. Lo notó al momento y no podía rectificar su juicio, aunque él pensara de ella lo que quisiera. No; los años que habían distraído su juventud y su lozanía no habían hecho más que darle a él mayor esplendor, hombría, y desenvoltura, sin menoscabar para nada sus dotes personales. Ana había visto al mismo Federico Wentworth.

      “¡Tan cambiada que no la habría reconocido!” Estas palabras no podían menos que obsesionarla. Poco después comenzó a regocijarse de haberlas oído. Eran tranquilizadoras, apaciguadoras, reconfortaban y, por tanto, debían hacerla feliz.

      Federico Wentworth había dicho estas palabras u otras parecidas sin pensar que iban a llegar a oídos de ella. Había pensado en ella como espantosamente cambiada, y en la primera emoción del momento dijo lo que sentía. No había perdonado a Ana Elliot. Ella le había hecho mal; lo había abandonado y desilusionado; más aún: al hacer eso lo había hecho por debilidad de carácter, y un temperamento recto no puede soportar una cosa así. Lo había dejado para dar gusto a otros. Todo fue efecto de repetidas persuasiones; fue debilidad y fue timidez.

      El estuvo fuertemente ligado a ella, y jamás encontró otra mujer que se le pareciese, pero, aparte una sensación de natural curiosidad, no había deseado reencontrarla. La atracción que ella ejerciera sobre él había desaparecido para siempre.

      Pensaba él a la sazón en casarse; era rico y deseaba establecerse, y lo haría en cuanto encontrase una ocasión digna. Deseaba enamorarse con toda la rapidez que una mente clara y un certero gusto pueden permitirlo. Las señoritas Musgrove hubieran podido atraerle, porque su corazón se conmovía ante ellas. En una palabra, sus sentimientos se abrían para cualquier mujer joven que cruzase su camino, con excepción de Ana Elliot. Guardaba este secreto, mientras respondía a las suposiciones de su hermana diciendo:

      -Sí, Sonia, estoy pronto a contraer cualquier