la República de Guatemala de 1993v y la Constitución de la Nación Argentina de 1994vi, hasta la Constitución de la República del Ecuador de 2008vii y la Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia de 2009viii. Estos escuetos ejemplos demuestran dos caracteres de los procesos constitucionalizados de reforma total y escritura de una Constitución nueva según las reglas de la anterior: la exigencia de supermayorías en los órganos decisorios, y la potenciación de la participación popular, sobre todo a través de referéndums. La Ley N° 21.200 refleja rotundamente esta segunda tendencia, ya que le encomendó a la decisión popular el optar por redactar una nueva Constitución y elegir el tipo de órgano que tendría dicho poder, a través de un primer plebiscito nacional celebrado en octubre de 2020, y de aceptar o rechazar la propuesta de la Convención Constitucional misma, por medio de un segundo plebiscito a realizarse al final del proceso constituyente.
En la dialéctica poder constituyente-poder constituido, desde el punto de vista de la legitimidad en la que se apoya el primero de dichos poderes, las cláusulas sobre reformas totales presentan facetas críticas, sea que estén en el texto originario o que se hayan insertado posteriormente. Este tipo de operaciones, que aportan cambios sustanciales a la Constitución, aun respetando el principio de legalidad, podrían finalmente transformarse en una suerte de fictio jurídica. Ello, si se acepta la idea tradicional del poder constituyente como poder pre-jurídico y fáctico. En la medida en que se considera necesario que el pueblo se adhiera a una nueva idea de ordenamiento, su realización requeriría de un nuevo ejercicio del poder constituyente con la involucración del pueblo soberano. Por esto, permitir a los poderes constituidos incidir en el núcleo esencial de la Constitución daría lugar a una superposición entre ambos poderes. Ahora bien, la distinción entre poder constituyente y poder reformador presenta, hoy más que nunca, problemas ulteriores y, en cierto sentido, opuestos respecto de los que acabo de citar. Hay factores que impiden trazar una línea clara, como la doctrina clásica lo exigiría, de demarcación entre el poder constituyente y el poder de reforma, y no solamente porque el segundo pueda actuar sin límites, sino por razones opuestas; es decir, por la presencia de vínculos para el primero que dependen de la adhesión a las obligaciones internacionales y/o los parámetros del constitucionalismo moderno, que van desde los derechos humanos al Estado de derecho. Y este debate no es nuevo. Ya en su ensayo “Über die Kompetenz der Konstituierenden Nationalversammlung”, publicado en 1934 en alemán y portugués en Política. Revista de Direito Público, Legislação Social e Economia, Hans Kelsen afirmaba –a propósito de sus reflexiones sobre la Asamblea Nacional Constituyente brasileña– que uno de los principios fundamentales sería la sujeción del derecho estatal al derecho internacional, una opinión seguramente minoritaria en la época. Según este autor, ni siquiera el Estado en sí es soberano, porque sobre él se encuentra el derecho internacional, que a la vez lo legitima y lo vincula.
El debate no puede sino transformarse en una discusión sobre la desnaturalización del poder constituyente, originada por las limitaciones a las que está sometido de manera cada vez más frecuente. En otras palabras, cabe preguntarse hasta qué punto un poder constituyente stricto sensu, ejercitado en el siglo XXI, podría efectivamente presentar los cánones de libertad y omnipotencia que se le atribuyen en la doctrina tradicional, o bien si se trataría de una facultad limitada, en cierta medida, por estándares internacionales y categorías comunes. Naturalmente, se repite, los vínculos rigen si el nuevo régimen tiene la aspiración de ser incluido dentro de las democracias modernas, en un contexto en el que muchas decisiones se toman fuera de su territorio y tienen que ver con aspectos esenciales de su soberanía, política y económica, además de constitucional. Justo dentro de esta lógica se entiende el límite de los tratados internacionales ratificados por Chile y en vigor que va a condicionar la labor de los convencionales. En efecto, la relación entre derecho constitucional y derecho internacional es uno de los temas más debatidos de las últimas décadas, debido a fenómenos que se han definido como “constitucionalización del derecho internacional” y, en sentido opuesto, “internacionalización del derecho constitucional”, con especial referencia a normas sobre derechos humanos. La incorporación del derecho internacional al derecho nacional puede realizarse a través de cláusulas distintas, que hagan referencia al derecho consuetudinarioix, o a los tratados, estableciendo una jerarquía dentro del sistema constitucionalx. Un estatus particular se reconoce al derecho internacional de los derechos humanos, ya que puede haber en el sistema constitucional cláusulas de apertura que obligan a tener en cuenta estos tratados en la interpretación y aplicación de los derechos fundamentales. Emblemático al respecto resulta el artículo 10.2 de la Constitución española, conforme al cual: “Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”.
Los Tribunales Supremos o Constitucionales pueden, asimismo, desempeñar un papel esencial al respecto, bien porque reconocen expresamente a las normas internacionales valor vinculante, o porque intervienen en el proceso de ratificación de los tratados a través de un control preventivo. La actitud de estos mismos órganos jurisdiccionales respecto de las decisiones de los tribunales internacionales correspondientes, su aplicación o rechazo de doctrinas, como el control de convencionalidad, igualmente contribuyen a desdibujar las relaciones entre los dos sistemas en términos de dualismo o monismo. Cabe recordar, ya más relacionado con el debate constituyente chileno actual, que al lado de una tendencia prevalente a acoger estándares internacionales con cierta apertura, existe un minoritario pero significativo cuestionamiento de formas de automatismo de incorporación de los mismos debido al (re)surgimiento, con formas y eslóganes nuevos, de tendencias soberanistas, que defienden la identidad constitucional frente a cánones impuestos por organismos percibidos como lejanos y ajenos al contexto político, cultural y económico nacional. Se trata de cuestiones que van al fondo de la construcción de los ordenamientos constitucionales y de la definición de los contornos del Estado, siendo elementos clave de la relación entre ciudadanos y poder público, mucho más que cuestiones técnicas.
El libro que se prologa aquí proporciona un aporte importante y variado al debate constituyente que se va a desarrollar en Chile, el cual va a representar, por un lado, el punto final de una serie de reflexiones y cambios a nivel comparado de las últimas décadas y, por otro, un laboratorio para experimentar soluciones nuevas que a su vez se transformen en modelos para procesos futuros. La contribución de la doctrina a los procesos de escritura y reforma de las Constituciones representa un elemento esencial para que los convencionales dispongan de las distintas opciones que el constitucionalismo autóctono y comparado ofrecen, a sabiendas de sus éxitos y fallas según los casos. Todo ello porque, aun cuando el derecho comparado es un instrumento indudablemente útil, la selección de los modelos a imitar, su combinación y adaptación, no pueden sino darse en forma contextualizada para evitar crisis de rechazo o la adopción de mecanismos que acabarían por no funcionar o no ser implementados. Es una labor de la que la doctrina no puede eximirse, entrando en un diálogo con expertos, nacionales y extranjeros, que defienden ideas distintas.
A MODO DE PRESENTACIÓN: EL DERECHO INTERNACIONAL EN LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA
SEBASTIÁN LÓPEZ ESCARCENA1
El 12 de noviembre de 2019, tras una de las jornadas más violentas de las que se tenga registro desde el retorno a la democracia en Chile –casi treinta años antes–, el Presidente Sebastián Piñera llamó a alcanzar tres acuerdos: por la paz, la justicia y la nueva Constitución, respectivamente. El 15 de noviembre de ese año, la mayoría de nuestros partidos políticos firmaron lo que entonces se llamó Acuerdo por la Paz Social y Nueva Constitución.2 Esta declaración dispuso la realización de un plebiscito para aprobar o rechazar un proceso constituyente destinado a reemplazar la Carta Magna existente por otra. La Ley N° 21.200, publicada en el Diario Oficial el 24 de diciembre de 2019, confirmó esto, reformando el Capítulo XV de la Constitución Política de la República (CPR).3 Como la pandemia impidió que dicho plebiscito se llevara a cabo en la fecha originalmente prevista, este finalmente tuvo lugar el 25 de octubre del 2020, no en las mejores condiciones, debido a la misma emergencia sanitaria que lo pospuso. En esa oportunidad, la opción “Rechazo” obtuvo un 21,7% de los votos, mientras que