Y DE LA SOBERANÍA
La Constitución define el modo como el poder se distribuye a lo largo del territorio, pero no construye, en sí misma, los contornos externos de este. Como se sabe, la configuración de una cuota importante de los elementos que en la teoría tradicional componen el Estado es una obra que combina recíprocamente componentes de derecho internacional y de derecho público doméstico. La subjetividad internacional es reconocida a partir de un estatus de autonomía y del reconocimiento del control efectivo de un territorio mediante el ejercicio de la soberanía y del gobierno de la comunidad a través de una autoridad. Todos esos componentes constitucionales tienen una proyección externa que permite al Estado ser reconocido como un sujeto de derecho internacional y, al mismo tiempo, una proyección interna que es tributaria de ese mismo ordenamiento internacional.
En el terreno de las fronteras y de los territorios, dentro de los cuales se ejerce la soberanía, la autoridad constitucional del Estado se erige históricamente a partir de títulos, como lo fueron durante el siglo XIX la sucesión y la anexión voluntaria, cuya gran manifestación en Chile fue el Acuerdo de Voluntades con los Rapa Nui de 1888, o la accesión por el derecho de guerra de lo que hoy son las regiones del norte, seguida luego por las cesiones convenidas mediante los acuerdos de paz con los países vecinos.33 Este diseño, conforme con las reglas de la sociedad internacional imperantes en el siglo XIX, permitió que en Chile se configurase constitucionalmente el territorio como un espacio unitario, centralizado y exclusivo de soberanía que no ha reconocido otra forma de compartir el poder que no sea consigo mismo a través de entes descentralizados. Para la jurisprudencia de fines de la década de los 30, la soberanía al sur del Biobío se sustentaba en “la conquista y la captura bélica”34, mientras que el experimento colonial del acuerdo con los Rapa Nui no podía sino ser poco más que uno de derecho privado para la Corte de Apelaciones de Valparaíso35, pero nunca un acuerdo que entendiera como subsistente la soberanía de un pueblo que no estaba organizado como un Estado.
El derecho de gentes imprimió entonces, como en todas las repúblicas independientes de América del Sur, un sello doblemente autoritario al constitucionalismo nacional: con el territorio y con los pueblos que lo habitaban antes de la construcción de los estados nacionales.36 Como apunta la doctrina, lo europeo solía ser el sujeto de la soberanía, mientras que lo no europeo se reducía a su objeto37, y era en esos términos que se gobernaba la joven república. Este autoritarismo reposaba en una suerte de mitología de la superioridad cultural europea, que se relacionó durante todo el siglo XIX con aquella “contramitología”38 manifestada en la diplomacia indígena, a lo largo de toda América. El advenimiento del internacionalismo liberal, tras la Segunda Guerra Mundial, fue moderando este rasgo autoritario del constitucionalismo que, en Chile, tardó unos años en impactar la morfología del constitucionalismo nacional, primero al incorporar una limitación a la soberanía de fuente internacional en la reforma constitucional de 198939, y segundo con la autorización para aprobar el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional en la reforma constitucional de 200940, que tuvo como antecedente los casos Pinochet en los tribunales británicos41 y “La última tentación de Cristo” en la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorteIDH)42. En este arco de casi dos décadas, el constitucionalismo nacional sufrió, desde la perspectiva que nos importa, una transformación que no había visto en un siglo entero. En efecto, la fisonomía constitucional había cambiado, al punto de someter la soberanía constituyente al derecho internacional de los derechos humanos.
2. LAS RELACIONES TERRITORIALES
El derecho internacional moderno no solo tiene incidencia en la forma de gobierno, sino que también en el rol que la Constitución atribuye al territorio como ámbito espacial de ejercicio de la soberanía y en cómo lo organiza. En el primero de estos ámbitos, las constituciones modernas tienden a reconocer ciertas hipótesis de ejercicio del poder que se acercan a la extraterritorialidad, ampliando su campo de aplicación.43 Entre estas, puede considerarse el ejercicio de la jurisdicción respecto de sujetos transnacionales, particularmente empresas, o la persecución de ciertos delitos. En el segundo ámbito, que interesa destacar aquí, existen dos modos propios de la configuración territorial centralista que ha caracterizado a nuestro constitucionalismo tradicional, y que podrían verse transformados con el proceso constituyente. Me refiero al rediseño de las relaciones entre las distintas regiones que componen el territorio y a la fragmentación de la unidad del territorio que subrepticiamente ha entrado por las puertas de ciertos tratados de derechos humanos.
2.1. Equidad territorial y relaciones entre las diversas zonas que componen el país
Junto con los problemas de legitimidad y confianza en las instituciones, los conflictos territoriales son posiblemente uno de los problemas políticos más graves que enfrenta la sociedad chilena en general, poniendo en tela de juicio la organización territorial del poder, al generar focos de discriminación “sistémica”.44 Los conflictos en Aysén, el Loa, La Araucanía o en la Bahía de Quintero, por mencionar algunos, demuestran que la desigualdad territorial45 es un asunto crítico y no resuelto por el mandato genérico de solidaridad interregional que propone la CPR.46 No es accidental que los informes anuales del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) hayan puesto el foco en los conflictos territoriales a partir de 201447; que el Programa de la ONU para el Desarrollo (PNUD) haya abordado el tema en 2018 con un completo informe señalando que “las oportunidades de desarrollo difieren a lo largo del país”48; que ese mismo año se haya avanzado con la Política Nacional de Ordenamiento Territorial, que fuera aprobada por la Ley N° 21.07449; y que el primer Plan Nacional de Derechos Humanos considerase como objetivo, bajo el título de “equidad territorial”, garantizar el territorio armónico y equitativo entre las regiones del país, en sus dos versiones: tanto en el borrador de 2018 como en su texto final de 2019.50
Aun cuando el derecho internacional de los derechos humanos no tiene por objeto el enjuiciar, en abstracto, el modo en que se organiza el territorio de los estados, sí es un propósito declarado del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966 (PIDESC) fijar estándares de no discriminación en el goce y ejercicio de estos derechos.51 Por ello, no es descaminado sostener que las recientes modificaciones constitucionales y administrativas en materia de descentralización han obedecido precisamente a ajustar el diseño territorial a esos estándares. Si bien no puede decirse todavía que el impacto de las reformas sea profundo o siquiera significativo, en términos de retórica política las iniciativas a favor de la equidad territorial se han basado en un discurso que reposa más sobre el derecho internacional que sobre el derecho nacional.
2.2. Inter-territorialidad, territorialidad fragmentada y gobierno a través del consenso
Hay un tratado internacional que ha sido ampliamente debatido y que, curiosamente, tiene todavía muy pocas leyes de ejecución. Se trata del Convenio N° 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales, que reconoce derechos colectivos sobre tierras y territorios, entre los cuales se cuenta la autodeterminación y la capacidad de organizar instituciones propias, generar un derecho propio, y decidir el modo de desarrollo por el que esos pueblos quieran optar. En lo que aquí importa, este tratado también considera derechos de tránsito y contacto transfronterizo que obligan a los estados a tomar medidas o incluso negociar acuerdos internacionales para facilitar estos usos del territorio que desafían las normas y políticas fronterizas generales. Un fenómeno central que podría alterar la fisonomía unitaria de Chile, de su territorio y población, expresada en el actual artículo 3 de la CPR, es el reconocimiento de los pueblos indígenas y la eventual configuración de alguna forma de autonomía territorial. Un aspecto básico de dicha fisonomía es la inexistencia de sujetos políticos autónomos que puedan disputar el poder estatal en el territorio. Los pueblos indígenas han sostenido, como otras naciones, demandas de reconocimiento, autonomía y participación52, que en el futuro proceso podrían derivar en diseños puramente multiculturales o bien en estructuras políticamente descentralizadas que fragmenten la unidad nacional, sustituyéndola por un modelo plurinacional que incluso, en la experiencia comparada, puede llevar a diversas ciudadanías y a la ruptura de la igualdad de derechos, como expresión del sistema liberal.53 Si bien el Convenio N° 169 de la OIT no impone un modelo territorial especial, es un hecho que él ha sido el principal argumento de las organizaciones indígenas para favorecer instituciones de autonomía territorial.