Carmen Ollé

Retrato de mujer sin familia ante una copa


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antiguamente. Hace cincuenta años Bukowski descubrió a John Fante. Al mismo Bukowski lo descubrieron también ya viejo y borracho.

      Es difícil en esta época, me dice al oído mi ángel de la guarda, ahora el que pierde, pierde. En realidad, entre los aspirantes a escritor nadie sabe si gana o pierde –nunca lo sabrá–, razón de más para hacer a un lado la angustia frente al destino literario.

      La llave

      Era una llave grande y oxidada, como las que usaba Charlotte Brontë en Jane Eyre para encerrar a la loca de la novela –la primera esposa del señor Rochester– en su castillo medieval.

      La llave del cuarto de un motel triste, cerca de la universidad más triste, donde el aspirante a Onetti, con sus libros bajo el brazo, y yo sellaríamos nuestro amor, oscuro como el de la huerfanita Jane con el dueño de Thornfield. Ante la puerta del cuchitril me di cuenta de que Onetti, Bukoswki y el miembro de mi alumno –aquel miembro proverbial– iban a anidar en mí como una auténtica propuesta literaria. No había nada más en esa vieja habitación húmeda que ese miembro solitario, cual samurái al acecho, y los libros de dos escritores inconformes y amargados.

      La llave en mi mano, como un segundo pene, estaba presta a encajar en el agujero de la puerta que nos alejaría del mundo real, a él y a mí, maestra y alumno, para entrar en el laberinto de la carne. Intuí nuestros cuerpos pequeños y fornidos a punto de entremezclarse en un solo latido. Algo en ese objeto de bronce, de aproximadamente diez centímetros de largo, toscamente labrado, me hablaba con una voz retorcida por el dolor de una huérfana que se encarnaba en mí, una huérfana que tendría que soportar la autoridad de su padre después de la muerte de sus cinco hermanos en la casa de Yorkshire, en medio de los páramos. La intromisión de esa imagen hizo que me vistiera en el acto y saliera corriendo sin dar explicación alguna.

      Ahora lo sé, fue una vuelta de tuerca, o casi una vuelta de tuerca que no llegué a dar completamente por alguna insospechada razón, relacionada con la loca del castillo de Thornfield, lo que me obligó a correr sin detenerme hasta el paradero de los microbuses a Lima.

      Una llave vieja y oxidada. No pude resistir la idea de que aquel adminículo pudiera quebrarse en la cerradura y entonces yo quedara prisionera en los brazos del señor Rochester para toda la vida.

      En la soledad del camino de regreso me pareció estúpida la comparación. ¿Qué los unía? El personaje de Jane Eyre era alto, robusto, enigmático, con un secreto a cuestas, mientras que mi alumno, de baja estatura y rasgos andinos, era hijo de la modernidad, admirador de Malcolm Lowry, Dylan Thomas y otros bebedores emblemáticos de whiskies dobles.

      La llave era el lugar en que mi fantasía y la realidad se verían hermanadas. Era el símbolo de un acto sexual en el que maestra y alumno vibrarían juntos. Me resistí, me negué, opté por la soledad de mi fantasía. Algún día, más adelante, podía arrepentirme. Asumí el riesgo.

      En la oscura biblioteca

      Biblioteca Nacional, 1966. Una muchacha anota en una ficha Las iluminaciones de Rimbaud y se la entrega al bibliotecario de turno, un joven rubio que tiene un parche en el ojo izquierdo y se parece a David Bowie. Los bibliotecarios ya conocen a la lectora que siempre pide títulos raros, esos que han desaparecido extrañamente de los anaqueles; el sistema de préstamos es artesanal, las papeletas ingresan a una cajuela que, halada por sogas, se hunde en el sótano. Después de media hora o más, el bibliotecario llama a cada uno de los lectores por su nombre. Si el libro no se encuentra o está en otras manos, hay que sumar media hora a esta operación. Cuando le toca atender al empleado de las verrugas en el cuello, ella presiente que este, un viejo gruñón, se revuelve en su interior. Ella sospecha que él le niega los libros a propósito, para hacerla sufrir.

      Desde hace una semana entrega en vano la papeleta con la que intenta sacar Las iluminaciones. David Bowie la mira sonriente: objeto desconocido. No importa, dice ella, y pide el libro de los pri­meros poemas del mismo autor: «Al cabaret verde», «Sensación», «Los sentados». La tarde en el largo salón se carga del sopor de la primavera.

      Tres muchachos esperan por ella a la salida, tres halcones de baja estatura, de cabellos largos, lacios y engominados la miran fijamente a medida que ella se aproxima a la puerta. Uno de ellos, el más circunspecto, se le acerca como si la fuera a embestir: «Veo la locura en tus ojos», le dice al oído. El muchacho es un poeta maldito o un futuro suicida, un bueno para nada, según los cánones de la época. Se han de olvidar de él cuando muera, pero treinta años después su poesía se leerá con angustia y Arte de navegar remontará la montaña como el ave en busca de su presa.

      Se llamaba Juan Ojeda y con él Danilo y Chacho pasaban las tardes en la biblioteca, solitarios, inventándose un oasis lejos del aburrimiento limeño, a salvo de la ciudad más soñolienta del mundo, de una insulsa estación en el desierto. Por esos días Esther y yo caminábamos por la avenida Manco Cápac, hablando de Verlaine y de Rimbaud, recordando los alaridos sordos de estos muchachos en nuestros corazones. El exilio en la biblioteca se convirtió en nuestro verdadero hogar. Juan era igual que Danilo, igual que Chacho, parecían uno solo, la misma persona con un opaco traje gris, la mirada llameante y el peinado a lo Valentino.

      En estos jóvenes militantes admiradores de Javier Heraud vi a Rimbaud, el eterno poeta adolescente, sacrificado en una ciudad horrible, suspirando por la belleza, mientras Lima, envuelta en niebla, permanecía latente, con sus niños hambrientos en los tugurios del Centro y en sus callejones. Así la había descrito Salazar Bondy y había dado en el clavo. En cierto modo, Lima, la horrible era como un elogio de la sombra, a la manera de Tanizaki. Podría decirse que Lima era también la sombra ardiente de Juan Ojeda.

      Esther y yo perseguimos a un muchacho por el jirón de la Unión. Él, que nos parecía el poeta perdulario, se pierde en el largo pasadizo de espejos de un motel.

      Por esa época ninguna mujer nos quitaba el sueño. Tendrían que pasar muchos años para que llegáramos a Alejandra Pizarnik y a Silvia Plath. Por el momento, éramos solo Esther y yo escribiendo nuestros primeros versos, nuestros primeros ensayos, fanáticas de Modigliani, de Simone de Beauvoir.

      Ah, nuestro querido Modí, tan perverso y cruel con su mujer Jeanne Hébuterne. Pero Modí era nuestro Modí, y no comentábamos nada acerca de su relación con Jeanne, pues Jeanne no existía para nosotras sino como leyenda. Modí había sufrido como se debe en Montparnasse 19, la película que vimos en el cineclub del Museo de Arte. Nos atraía el sufrimiento de Modí: no hay Parna­so sin dolor, rezaba una máxima de nuestra subcultura.

      Simone, lo sabíamos muy bien, era el castor de Sartre –así la llamaba él–, pero para nosotras era ante todo Simone. Cuando en 1976 fui a vivir a París, nunca pude ver a Simone sino a Brigitte Bardot. Eso es lo que me depararía mi tiempo, tan distinto al del castor. El Montparnasse de Modí ya no existía, en su lugar había una torre sin el toque romántico de las buhardillas ni la angustiosa realidad de los artistas.

      Los muchachos y muchachas que entonces amábamos eran íconos rebeldes, algún hippie con un librito de León Felipe bajo el brazo, un estudiante con morral y ojotas, discípulo de la revolución rusa, esfumándose en una estación de ómnibus interprovincial, loco de amor por su terruño; una chica existencialista amante del teatro de Jodorowsky, vestida de negro, con tacones y medias cubanas blancas, que escribía poesía con los dedos llenos de nicotina.

      Mi amor platónico era un estudiante universitario marxista, esquivo y misógino, que nunca me hizo caso, y a quien yo llamaba el muchacho de la montaña, porque imaginaba que se refugiaba en la sierra cada verano para activar su célula partidaria. Luego, en invierno, podía arremeter desde el campo a la ciudad, como años después lo hiciera Sendero Luminoso. ¿Habrá estado él entre sus filas? ¿Habrá muerto quizá junto a los cumpas?

      Probablemente Madame Souplet, una dama francesa en París, también imaginó algo semejante con respecto a la mucama que leía a escondidas su libro de Jean Genet y que partió intempestivamente