de horror al entrar a su elegante vestíbulo), porque ese día alguien llamó a la mucama por teléfono y, entonces, esta le escribió una nota avisándole cortésmente que regresaba a su país y que por la paga de sus servicios tomaba de su bar dos botellas de champán, más una de vino árabe como compensación por tiempo de servicios.
La mucama, a la que un fiel amigo que se había enamorado de ella le había regalado el pasaje de vuelta a Lima, estaba harta de hacer la limpieza en casa ajena, en la Ciudad Luz, y decidió retornar a Lima. Esa mucama era yo.
Elaine Souplet, sospecho, debió pensar que su empleadita pequeña y dulce volvía a su terruño para alzarse en rebelión contra el gobierno imperialista de Belaunde, ya que precisamente ese año estallaba en el Perú la lucha armada, cuando en verdad esa chica, es decir yo, solo huía de una posible tercera guerra mundial, pronosticada por algún irresponsable político francés, y de las incomodidades de la buhardilla. Lo anunció, lo dijo a voz en cuello cuando tiró la puerta de servicio para siempre. Sí, se iba a dar un gran duchazo, pero un duchazo padre, justo en la casa paterna, algo con lo que fantaseaban todos los peruanos en París.
El doble de David Bowie me avisa que mi pedido acaba de llegar. Una antología de los sonetos de Rimbaud compilada por un argentino –E. M. S. Danero–, un librito de pasta celeste, de apenas 7 por 10 centímetros. Lo reviso, no es un libro virgen, ha sido vejado por otros ojos. Me llega contaminado por los sueños de misteriosos indigentes que, como yo, exclamaron: ¡Por fin «Al cabaret verde»!: «Pedí tartinas y jamón blanco...». Eso era lo que yo quería ver, por fin tenía cerca al energúmeno en la soledad de sus sonetos de juventud, más cerca y joven que nunca. ¿Podré volver a sentirlo como en ese instante en que mi corazón estallaba de dicha?
Las imágenes se entrecruzan a ritmo de cumbia, el baile colombiano que me esforcé en aprender para demostrarle a mi padre que sí sabía bailar. Al verme, él solo atinaba a inclinar la cabeza compungido. Recuerdo los anticuchos que se vendían al paso en las carretillas de la avenida Manco Cápac. Alumbrándose con lamparines de kerosene, las mamachas abanicaban sabrosos trozos de corazón debidamente adobados, que servían con una papita asada y ají amarillo. El tallarín saltado y el arroz zambito del Rosita los teníamos reservados para después de nuestras conversaciones sobre la poesía maldita, porque en ese tiempo Esther y yo nos sentíamos decididamente malditas.
Mientras caminábamos por las calles de La Victoria hacia su casa, íbamos dejando atrás el hocico, las manos procelosas y el rosario de Lima. De pronto, en una esquina asomaba François Villón, el poeta malhechor o tal vez el misántropo conde de Lautréamont, disfrazado de mendigo o adolescente prófugo del orfanato. También representábamos a Albertine Sarrazine y a Jean Genet, quienes habían huido primero del hogar asfixiante de sus padres adoptivos y luego de la cárcel, donde ingresaron por ladrones. Esther se identificaba con el destino de Albertine. Ella a veces era Albertine adoptada por una pareja de ancianos.
Años después, Esther se volvió investigadora y se anotó varios goles sobre la novela policial escrita por mujeres peruanas en las primeras décadas del siglo XX. En verdad, ella, además de poeta, era una exploradora fuera de serie de bibliotecas, que se hundía con la habilidad de un topo en los grasientos archivadores de las oscuras y mal ventiladas bibliotecas universitarias, con sus empleados gruñones y poco asertivos.
Esas bibliotecas me transportan a otros aires, los de la sierra de Lima, como la biblioteca de La Cantuta, enclavada entre los montes pelados de Chosica, llenos de casitas listas para ser arrasadas en temporada de lluvias. Una tarde de 1986, después de dictar tu clase en la Facultad de Letras, te tocó presenciar el aluvión bíblico que se llevó las viviendas precarias de los profesores y empleados de la universidad. Te persignaste porque a esa hora todavía no habías subido por el puente peatonal de El Pedregal –que nadie cuida, porque ni los estudiantes que lo utilizan para pasar al otro lado del Rímac contribuyen a su mantenimiento con una mínima cuota, y los elementos naturales lo van carcomiendo lentamente–. Unos metros más arriba, luego de cruzar el puente, el huaico te habría cargado también a ti, como hizo con el departamentito alquilado de la secretaria, el que rentó para ahorrarse el camino de regreso a Lima los días de juerga, que eran, qué duda cabe, los días de pago, en que lo poco que ganábamos se quedaba en las cantinas, esas pequeñas covachas donde vendían ron y cerveza en las laderas de los cerros tachonados de nubes y estrellas. Estas eran como boca de lobo insinuante de las alturas.
¿Y quién no chapaba con alguien en esas fechas? Hasta las profesoras se entusiasmaban y coqueteaban entre ellas como libertas lujuriosas, olvidándose del puritanismo de la escuela y del hogar. Las chicas serranas se tornaban especialmente apasionadas con el trago a cuestas y se mantenían frías y discretas sin él. Al día siguiente de la juerga, ninguna parecía recordar lo vivido. Me pasaba lo mismo con el profesor trotskista que editaba un periódico comunista que repartía entre los miembros de la comunidad universitaria. De figura amable, alto, delgado, elegantemente desgarbado, lucía su pobreza con la bondad de un sabio que no ambiciona riquezas sino justicia y equidad popular. «No le hagas daño», me pidió un día un amigo, «es el último romántico del Perú».
Cuando el profesor me telefoneó para echarme en cara mi actitud voluble frente a él, casi me susurró: «Lo que pasa es que tú amas a Rimbaud». «No había encono en esa voz», me dije, «pudo matarme y, en cambio, me compara con Rimbaud». Tras lo cual se lo podía ver, solo o acompañado, bebiendo en las chinganas de los alrededores de la universidad, en pleno desierto cantuteño, añorando con cada vaso de cerveza a quien lo abandonó por Rimbaud.
Pero la vida disipada no duró mucho porque al poco tiempo los docentes iniciaron una estampida general ante la inminente evaluación ordenada por el gobierno interventor de Fujimori. Algunos profesores murieron destrozados por las drogas o en accidentes de carretera cuando iban en pos de otro trabajo en el interior o, si no, terminaron como correctores mal pagados en las redacciones de periódicos o vendiendo cualquier cosa a los maestros que transaron con las nuevas autoridades. El pay –pasta básica de cocaína– mató a un psicólogo lector de Vallejo y Camus con el que me enfrascaba en tiernas disquisiciones sobre arte y literatura. Siempre me dio la impresión de ser un hombre tranquilo que moriría viejo y en gracia, pero de pronto las uñas le crecieron, su barba de chivo encaneció, la tez marrón de su semblante se volvió azulina y se olvidó de mi nombre, se olvidó de leer y murió solo en un cuartito de El Pedregal, dicen que de tanta pasta y soledad. Nunca se casó ni tuvo una amante conocida, probablemente amó a alguien en silencio, aunque ese alguien no se enteró.
A las seis de la tarde entrego el libro de los sonetos y salgo a caminar por una Lima que me depara alguna que otra sorpresa, un don que en realidad no proviene de Lima sino de mi juventud. Los viejos están cansados, han perdido ese don y por el contrario temen ser sorprendidos. La luz del atardecer ilumina las piedras ornamentales de la iglesia de La Merced. Permanezco clavada en el pórtico, aturdida por el enjambre de vendedores ambulantes. Uno de ellos, que sufre de párkinson, me ofrece una lotería; la mujer sin zapatos tiene la nariz roja de tanto beber; otra, con un niño a sus espaldas, vende velitas Misioneras; solo parecen faltar los saltimbanquis como Esmeralda y su cabrita blanca. Las gitanas van y vienen por el jirón de la Unión, delgadas, coquetas, con su baraja de naipes en la mano.
No he de entrar esta vez a la iglesia, pese a que se está oficiando una misa de difuntos y el cura que sahúma el templo debe estar esperándome. Represento la tentación y él lo sabe. Por eso huye de mí cuando le pido una cita para confesarme. Me la niega. Su negativa me da risa y me inspira, floto por toda la nave como un maligno pícaro. En realidad no me importa, pues hace dos años que ya no creo en Dios. Ocurrió de pronto, después de leer a Simone de Beauvoir. No entiendo por qué Los mandarines y La invitada me apartaron de Dios.
Me propongo seguir mortificando al sahumador porque me excita verlo vestido con su sotana negra perfumando de incienso a los fieles. Pero esta vez decido seguir caminando. Enrumbo hacia