condiscípula. Pasa de largo conversando con una muchacha bajita; va vestida de manera graciosa: un saco sastre y una corbata roja. Sonríe, le sonríe misteriosamente a su amiga. ¿De qué hablan? Seguramente, de cuando abordó un avión como aeromoza para viajar a África, llena de sueños y, repentinamente, movida por una ira incontrolable, bajó las escalinatas del avión Faucett y nunca más regresó.
Desde que terminamos el colegio visito con frecuencia el jardín de su casa. Ada ha instalado allí su atelier de pintura. En uno de nuestros encuentros le confieso mi amor por el cura de La Merced. Eso de amor me suena ahora a tontería, diría más bien mi obsesión surrealista, y Ada, que anda disfrazada de pintor del siglo XIX, con un guardapolvo blanco y un sombrero de ala, me escucha atentamente. Sus tupidas y rizadas pestañas velan sus ojos de tanto en tanto pero no critica ni se burla. Entramos a la casa y se dirige despacio a su piano, a los restos de él, ya que la mayoría de las teclas han salido disparadas, y ejecuta una melodía imaginaria sobre el esqueleto del instrumento. Lo hace con la moral baja, dice, con la moral chorreada, precisa risueña.
Ada se suicidó dos meses después de que nos cruzamos en el jirón de la Unión, la noche del Año Viejo de 1966. Dibujante desconocida, pintó rostros de ojos grandes y oscuros como los de ella, con un resplandor de bondad y odio íntimo que aún me estremece. El día del velorio, busqué por toda la casa sus poemas y pinturas. Mientras, los amigos y parientes habían organizado una especie de cruzada en pos de su diario. Reconocí su letra en un poema que hallé al abrir un cajón. El trazo era vertical y las letras se alargaban intermitentemente en forma de agujas o astillas sobre el papel rayado. De inmediato cerré, nerviosa, el cajón, como si Ada me hubiese visto y estuviera molesta conmigo. Me estaba observando desde el más allá, pues yo no buscaba el diario, como los demás, para explicarme su suicidio en una frase escrita quizá premonitoriamente. Quería sus poemas y dibujos para acariciarlos y guardarlos en mi pecho y desentrañar el misterio que siempre la rodeó.
Ada hacía autostop cuando en Lima ni se pensaba leer En el camino de Kerouac. Fueron los poetas del setenta, los hippies horazerianos quienes lo pondrían de moda. La obsesión de Ada por África tampoco correspondía al culto que le rendían estos poetas a Joseph Conrad y su libro El corazón de las tinieblas. No creo que Ada hubiese leído a ninguno de los dos y mucho menos a Rimbaud, el explorador, el poeta vagabundo. Sin embargo, ella estaba más cerca de él que Juan Ojeda, Chacho o Luis Hernández.
Cielo también se suicidó 36 años después de que lo hiciera Ada, con una mezcla de folidol y leche. Cielo cayó al cauce del río Rímac frente al bulevar Chabuca Granda ya iniciado el siglo XXI, supuestamente drogada. Cielo o Tatiana Poémape era pirañita. Dormía en la ribera del río y se mantenía inhalando pegamento, la biblia de todos los chicos de la calle. Con el pegamento, Dios los ama y cobija.
Me pregunto: ¿Qué puede unir las vidas de estas dos suicidas, si no es tan solo el hecho de estar muertas? Imagino que Ada y Tatiana puedan estar juntas en algún lugar, hablando del tiempo o de lo difícil que se ha puesto Lima para una chica, comparando entre ellas sus respectivas edades y etapas. Ada de 21 años, muerta en 1966; Tatiana de 19, muerta en el 2004. No me conformo pensando que son dos mujeres contemporáneas que optaron simplemente por quedar off the record ante la indiferencia de su tiempo.
¿El gato está vivo o muerto?
En la vasta y dispersa comunidad de aspirantes a escritor, la vida personal de cada uno se convierte, por lo general, en una mentira, pues de ella extrae, el iniciado, una copia que no permanecerá en estado original, aunque tampoco se apartará del todo del modelo. Es como el gato en la paradoja de Schrödinger, en el campo de la mecánica cuántica1. En un cincuenta por ciento, es probable que el gato esté vivo y en otro cincuenta por ciento, que esté muerto.
En esa misma lógica hay que situarse ante una mentira como la del escritor, que afirma su calidad de verdad ante los ojos del lector. No sé si gana o pierde el lector ideal si solo atiende a la musicalidad, a los enigmas visuales de un ideograma chino o a una palabra en griego, aunque no llegue a desentrañar los enigmas mismos del arte: Alejandra Pizarnik escribe el cuerpo del poema con su propio cuerpo y se inmola. Rimbaud deja de ser libre al buscar la libertad en la remota Abisinia y después de años pasados como explorador y traficante de armas, vuelve convertido en un negro africano para morir en Marsella2.
Veo a Rimbaud, el poeta adolescente, atravesar los Alpes, perderse en canteras ardientes, en las inhóspitas tierras abisinias, para luego regresar moribundo a Marsella. El hombre que vuelve de ese viaje no es él. Si el viaje nos hace otros, él no era el muchacho de Charleville, tampoco su sombra moribunda. ¿Quién era entonces? Los críticos del granuja no han logrado revelárnoslo, ni Daniel Rops, Jacques Rivière o Yves Bonnefoy. Quizá por eso no deja de atraernos, de la misma manera que lo hacen todos los vagabundos. Irse, marcharse, perderse en lo ajeno y en la lejanía acaso se parezca a la fascinación que ejerce sobre nosotros la muerte, el llamado de lo oscuro, la provocación del deseo hacia lo oculto o el viaje del vampiro, que ennoblece nuestros corazones viajeros y los vuelve extraños a la rutina, a lo sedentario, a la molicie, a la gordura.
Alejandra Pizarnik es la enamorada de la muerte y extrae de su sufrimiento –léase Extracción de la piedra de la locura– sus notas más altas. Pero detrás de Alejandra también está Georg Trakl, intoxicado por el opio, con sus cuervos agoreros y el incestuoso amor por su hermana Grette. En sus poemas los muros leprosos y los pescadores atrapan la luna, la nieve se tiñe de sangre y los racimos de uva amenazan traspasar la realidad de la página en blanco. Es Rimbaud, sin embargo, quien preparó su cuerpo y su mente para escribir de acuerdo con el desarreglo razonado de todos los sentidos: «Mi superioridad consiste en que no tengo corazón», le escribe a su profesor Izambard. De este apóstrofe y de sus poses de truhan nace la leyenda del poeta maldito.
En «La carta del vidente», Rimbaud desarrolla su teoría sobre la poesía futura y hace pública su naturaleza ambivalente y escindida con la famosa frase «yo es otro». Escribe Rimbaud: «Porque yo es otro. Cuando la hojalata se despierta en forma de trompeta, no hay que echarle la culpa. Yo estoy presente al despertar de mi pensamiento, yo lo contemplo, yo lo escucho [...] Es un error decir: pienso. Habría que decir: me piensan». El célebre y enigmático «yo es otro» no es, sin embargo, exclusivo de Rimbaud. Antes que él, Petrarca enuncia «yo soy hablado y en el hablar asido». Y César Vallejo, mar y décadas de por medio: «A lo mejor soy otro». Casi por la misma época de Vallejo, el poeta norteamericano E. E. Cummings se pregunta, a su vez, irascible: «¿Cómo pretende el idiota que lo llama yo, entender a sus innumerables quiénes?». Y no olvidemos a Pessoa, con su: «Empiezo a conocerme. No existo».
El camino de Rimbaud es largo. Vagabundeó y se perdió en tierras inhóspitas. Hablar de Rimbaud es hablar de errancia, de malhumor, de histeria, y es que heredó del padre su naturaleza aventurera. El diagnóstico de los médicos: paranoia ambulatoria. Verlaine, sin embargo, utilizó una imagen más bella y precisa. Lo llamó «el hombre de las suelas de viento»3. Verlaine los describe así:
«Iba por las calles caldeadas con los ojos horriblemente desencajados y la boca abierta, como por hambres espantosas, mientras que sus manos se crispaban, a veces apretando el vacío, y otras, simulando caricias equívocas».
«El mundo se detuvo para mí el día que conocí a Arthur Rimbaud», confiesa Verlaine. «Era un joven de dieciséis o diecisiete años [...] alto, bien formado, casi atlético; la despeinada cabellera de color castaño claro y los ojos de un azul pálido inquietantes».
Pero Rimbaud abandona Europa y la escritura para siempre. La realidad también responde siempre con ironía: a Rimbaud le sobrevino la muerte en el momento en que, precisamente, iba a dejar de ser el gran maldito. Cargado de oro, pensaba casarse y convertirse en burgués.
1. «La paradoja del gato es un experimento mental propuesto por el físico alemán Erwin Schrödinger para explicar la naturaleza de las observaciones y predicciones de la teoría cuántica. Schrödinger propuso una caja que contenía un gato, una partícula radiactiva y un frasco de veneno.