Ivan Turgenev

Padres e hijos


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      —Bueno —añadió Nikolai Petrovich pasándose la mano por la frente y las cejas, lo cual ere siempre en él indicio de turbación—. Acabo de decirte —añadió— que no hallarás grandes cambios en Marino... Pero eso no es del todo cierto. Creo mi deber prevenirte que, aunque...

      Tartamudeo un instante y finalmente continuó en francés:

      —Un moralista riguroso encontraría inoportuna mi sinceridad; en primer lugar, lo que te voy a decir no se puede ocultar, y en segundo, tú sabes que yo siempre he tenido mis principios particulares respecto a las relaciones entre padre e hijo. Naturalmente que tienes derecho a censurarme. A mi edad... Para decirlo de una vez... Se trata de esa muchacha... de aquella chica de quien probablemente has oído hablar...

      —¿Fiechnika? —preguntó Arkadi con desenfado.

      Nikolai Petrovich se sonrojo.

      —Por favor, no la nombres en voz alta. Sí, Fiechnika; ahora vive conmigo. La instalé en casa, había dos habitaciones pequeñas. No obstante, todo eso se puede cambiar.

      —¿Cambiar, papacha? ¿Para qué?

      —¿Me parece violento, ante tu amigo.

      —Por Basarov no te preocupes, él está encima de todo eso. —Lo malo es que el pabellón lateral no vale nada.

      —¡Ea, papacha, parece que estuvieras disculpándote. ¿No te da vergüenza?

      —Claro que tiene que darme vergüenza —respondió Nikolai Petrovich enrojeciendo cada vez más.

      —¡Basta, papacha, basta! Hazme el favor —exclamó Arkadi sonriendo cariñoso —.

      “¡Disculparse de eso!”, pensó para sus adentros, mientras se adueñaba de él un sentimiento de indulgente ternura hacia su bondadoso y blando padre, mezclado con una sensación de cierta superioridad oculta.

      —¡No hables más de eso, por favor! —repitió una vez más, complaciendo espontáneamente al percatarse de su propia instrucción y sentido de la libertad.

      Nikolai Petrovich lo miró y sintió una punzada en el corazón... Mas inmediatamente se repuso.

      —Estos ya son nuestros campos —dijo después de un largo silencio.

      —Y aquél parece nuestro bosque —contestó Arkadi.

      —Si, el nuestro. Pero lo vendí. Este año lo talarán.

      —¿Por qué lo vendiste?

      —Necesitaba dinero. Además esa tierra pasa a los campesinos. —¿Los que no te pagan el obrok?

      —Eso es cosa suya; por lo demás, algún día pagarán.

      —¡Lastima de bosque! —señaló Arkadi mirando a su alrededor.

      Los parajes que atravesaban no podían denominarse pintorescos. Campos y más campos se extendían hasta la misma línea del horizonte, ya elevándose suavemente, ya descendiendo de nuevo. Aquí y allí se divisaban pequeños arbustos. Serpenteaban los barrancos, recordando al que los contemplaba la imagen de los mismos en los antiguos planos de los tiempos de Ekaterina.

      Aparecían también riachuelos con escarpadas orillas y diminutos estanques con un mal dique, y aldeúchas con pequeñas cabañas de madera de oscuros tejados medio desmantelados, con paredes de seco ramaje entretejido, y las bostezantes portezuelas de parajes desiertos, y las iglesias, una veces de ladrillo con el estuco desconchado a trechos, otras de madera con las cruces torcidas y los cementerios ruinosos.

      Akadi sentía que el corazón se le oprimía cada vez más. Como si fuera a propósito, los campesinos que encontraban a su paso montaban cansadas cabalgaduras, iban vestidos de harapos, como mendigos. En el borde del camino se alzaban sauces con la corteza desgarrada y las ramas rotas. Vacas flacas de ordinario pelambre pastaban ávidamente la hierba, como si acabasen de liberarse de amenazadoras garras. Y al conjuro del miserable aspecto de aquellos exhaustos animales, en medio de un hermoso día primaveral, se le pareció el níveo espectro del invierno, triste e infinito, con sus borrascas, heladas y nieves...

      “No, pensó Arkadi, no es rica esta comarca. No sorprende por el bienestar ni el amor al trabajo. No, no puede quedarse así, son necesarias transformaciones..., pero ¿cómo realizarlas? ¿Cómo proceder...?”

      Así reflexionaba Arkadi... y mientras lo hacía, la primavera se iba imponiendo. Todo alrededor reverdecía con destellos dorados; todo palpitaba y brillaba amplía y dulcemente bajo el apacible hálito del viento cálido: los árboles, los arbustos y la hierba. Por doquier cantaban las alondras con largos y sonoros trinos. Las avefrías ora gritaban batiendo las alas sobre los prados, ora revoloteaban en silencio sobre los terrones. Destacando su negro plumaje sobre las verdeantes espigas, iban de un lado para otro los grajos, que desaparecían después de entre los ondulados trigales, asomando de cuando en cuando sus cabecitas. Arkadi miraba extasiado y paulatinamente fueron disipándose sus reflexiones... Se quitó bruscamente el capote y miró a su padre con alegría infantil, abrazándolo de nuevo.

      —Ya queda poco —observó Nikolai Petrovich—. En cuanto salvemos ese montículo se verá la casa. Viviremos a placer, Arkadi. Tú me ayudarás en la hacienda, si ello no te aburre. Es necesario que nos unamos estrechamente, que nos conozcamos bien, ¿verdad?

      —Claro —respondió Arkadi—, pero ¡qué maravilloso día hace hoy!

      —Es por tu llegada, hijo mío. Sí, la primavera brilla en todo su esplendor. Además, estoy de acuerdo con Puchkin, que en Evgueni Oneguin dice:

      ¡Cómo me entristece tu llegada, Primavera, tiempo de amar! Que...

      —¡Arkadi, mándame una cerilla, no tengo con qué encender la pipa! —resonó la voz de Basarov desde el carruaje.

      Nikolai Petrovich se calló. Arkadi, que había empezado a escuchar a su padre con cierto asombro, mezclado de compasión, se apresuró a sacar del bolsillo una cerillera de plata, que pasó a Basarov por medio de Piort.

      —¿Quieres un cigarro? —gritó de nuevo Basarov.

      —Pásame uno —respondió Arkadi.

      Piotr volvió al coche y le entregó la caja de cerillas junto con

      un gran puro que Arkadi encendió al instante extendiendo en torno suyo un fuerte olor acre a tabaco malo. Nikolai Petrovich, que jamás había fumado, apartó sin querer la nariz, aunque lo hizo de un modo imperceptible, para no ofender a su hijo.

      Al cabo de un cuarto de hora ambos carruajes se detuvieron ante el soportal de una casa nueva de madera, pintada de gris, y con tejido de chapa de hierro en color rojo. Aquello era Marino, la Nueva Solvodka, o como lo llamaban los campesinos, el caserío de Bobili.

      (5) Tributo en dinero o especie que pagaba el campesino al terrateniente en Rusia durante el feudalismo.

      (6) Nana.

      IV

      La numerosa servidumbre no salió al zaguán a esperar a los señores. Apareció solamente una niña de unos catorce años y tras ella salió de la casa un mozo muy parecido a Piort, vestido de chaqueta gris de librea, con botones blancos con blasones. Era el criado de Nikolai Petrovich quien abrió en silencio la portezuela del coche.

      Nikolai Petrovich, su hijo y Basarov atravesaron una sala oscura, casi vacía, tras la puerta de la cual asomó el rostro de una joven, y se dirigieron al salón, amueblado y decorado a la última moda.

      —Ya estamos en casa —dijo Nikolai Petrovich quitándose el gorro y sacudiéndose el cabello—. Lo principal ahora es cenar y descansar.

      —Eso de comer, desde luego, no está mal —observó Basarov estirándose y dejándose caer en un diván.

      —Sí, sí. ¡Rápido! ¡Que nos sirvan rápidamente