Ivan Turgenev

Padres e hijos


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y este señor Basarov, ¿Qué es?

      ¿Qué es Basarov? ¿Desea usted, tío, que le explique quién es Basarov?

      —Hazme ese favor, querido sobrino.

      —Pues es un nihilista.

      — ¿Cómo? —preguntó Nikolai Petrovich, mientras que Pavel

      Petrovich quedaba inmóvil, con el cuchillo en el aire, untado de mantequilla.

      —Es un nihilista —repitió Arkadi.

      —Nihilista según tengo entendido, proviene del vocablo latino nihil, que significa nada —dijo Nikolai Petrovich—. Y en consecuencia, ¿ese término define a una persona... que no reconoce nada?

      —Di mejor, que no respeta nada —aclaró Pavel Petrovich, volviendo a untar mantequilla.

      —Que todo lo considera con sentido crítico —observó Arkadi.

      —¿Y no es lo mismo? —preguntó Pavel Petrovich.

      —No, no es lo mismo. Nihilista es una persona que no acata ninguna autoridad, que pone y no acepta ningún principio, por muy respetable que sea.

      —¿Y acaso eso está bien?

      —Según como se mire tío. Para unos está bien; para otros muy mal.

      —¿De veras? Bueno, eso no va con nosotros. Pertenecemos al siglo pasado y creemos que sin principios —Pavel Petrovich pronunció esa palabra suavemente, con acento francés mientras Akardi, por el contrario, la pronunciaba con acento ruso—; sin admitir esos principios, como tú dices, es imposible dar un paso, es imposible respirar. Vous avez changé tout cela(12). Dios nos dé salud y nos conceda honores. A nosotros sólo nos tocará admirarnos, señores... ¿Cómo dijiste?

      —Nihilista —precisó Arkadi.

      —Antes había hegelianos y ahora, nihilistas. Veremos cómo vas a existir en el vacío en un espacio sin aire.

      Pero ya es hora del chocolate. Hermano, haz el favor de llamar.

      Nikolai Petrovich tocó el timbre y llamó: “¡Duniasha!” Mas en lugar de Duniasha, acudió a la terraza la misma Fienichka. Era ésta una joven de unos veintitrés años, blanca y dulce, de ojos y cabello oscuros, con rojos y gordezuelos labios infantiles y manos pequeñas y finas. Llevaba un aseado vestido de percal y sobre sus hombros torneados echaba con soltura una pequeña pañoleta nueva de color azul celeste. Traía una taza grande de chocolate que puso ante Pavel Petrovich, dando muestras de enorme turbación. Un rubor ardiente cubrió su lindo rostro. Bajó la mirada y se detuvo ante la mesa, apoyándose en la misma punta de los dedos. Parecía avergonzada de haber venido y al mismo tiempo, se sentía con derecho de hacerlo. Pavel Petrovich frunció el ceño severamente y Nikolai Petrovich quedó confuso.

      —Buenos días, Fienichka —musitó entre dientes.

      —Buenos días —respondió ella con voz tenue, pero sonora. Y mirando de reojo a Arkadi, que le sonría amistosamente, salió silenciosa. Andaba contoneándose ligeramente, pero lo hacía con discreción.

      Por unos instantes reinó el silencio en la terraza. Pavel Petrovich, que estaba tomando su chocolate, levantó súbitamente la cabeza y dijo a media voz:

      Efectivamente, Basarov se acercaba a través de los macizos de flores. Traía el gabán y los pantalones manchados de lodo. Una planta de pantano rodeaba el ala de su viejo sombrero. En la mano derecha traía un pequeño saco en el que se movía algo vivo.

      Con paso acelerado llegó a la terraza y saludando con un ademán de cabeza, dijo:

      —Buenos día, señores, perdonen que haya llegado con retraso al té. Tengo que colocar en su sitio a estas cautivas.

      —¿Qué son? ¿Sanguijuelas? —preguntó Pavel Petrovich. —No, son ranas.

      —¿Y usted se las come o las cría?

      —Las utilizo en mis experimentos —respondió con indiferencia Basarov, entrando en la casa.

      —Entonces las abrirá —observo Pavel Petrovich—. No cree en los principios, pero en las ranas, sí.

      Arkadi miró con lastima a su tío y Nikolai Petrovich se encogió de hombros a escondidas. Pavel Petrovich comprendió que su agudeza no había sido afortunada y desvió el tema. Habló de la hacienda y del nuevo intendente, que la víspera se había quejado del trabajador Foma, que era un alborotador y se había sobrepasado. “Creía que era un Esopo —dijo entre otras cosa—, pero se mostraba por todas partes como un estúpido; viviría y con su tontería moriría.”

      (10) Señor.

      (11) Recipiente de origen ruso, provisto de un tubo interior donde se ponen carbones, que se usa para calentar el agua del té.

      (12) “Ustedes han cambiado todo eso.”

      VI

      Basarov volvió a sentarse a la mesa y se apresuró a tomar su té. Ambos hermanos se contemplaron en silencio, mientras que Arkadi miraba de reojo alternativamente a su padre y a su tío.

      —¿Estuvo lejos de aquí? —preguntó Nikolai Petrovich. —Tienen ustedes un pequeño pantano cerca del soto.

      He espantado unas cinco chochas(13). Arkadi, ahí tienes caza para ti.

      —¿Y usted no caza?

      —No.

      —¿Se dedica principalmente a la física? —inquirió a su vez Pavel Petrivich.

      —Sí, a la física, y en general a las ciencias naturales.

      —Dicen que los germanos han progresado mucho últimamente en ese terreno.

      —Sí, los alemanes son nuestros maestros a este respecto —respondió Basarov con desgano.

      Pavel Petrovich había usado la palabra “germanos”en vez de “alemanes” en un tono irónico que, sin embargo, nadie captó.

      —¿Tan elevada es su opinión de los alemanes? —preguntó

      con refinada cortesía Pavel Petrovich, que comenzaba a sentir irritación en su interior. Su naturaleza aristócrata se sentía digna ante el tremendo desparpajo de Basarov. El hijo de un simple médico no sólo no se turbaba, sino que contestaba con sequedad, de mala gana, y el tono de su voz traslucía cierta grosería, incluso descaro.

      —Los sabios de allá son capaces.

      —Bien, bien. Probablemente su opinión no es tan lisonjera respecto a los sabios rusos.

      —Tal vez no lo sea.

      —Es una abnegación digna de encomio —profirió Pavel Petrovich enderezándose y echando hacia atrás la cabeza. “Mas cómo entonces, Arkadi Nikolaievich nos ha dicho hace unos momentos que usted no admite ninguna autoridad ni cree en ellas?

      —¿Y para qué voy a reconocerlas? ¿Y en qué voy a creer? Si me demuestran un hecho, yo lo acepto, eso es todo.

      —¿Es que los alemanes sólo demuestran hechos? —preguntó Pavel Petrovich, en tanto su rostro adquiría una expresión tan indiferente y lejana, como si todo él se hubiese trasladado mas allá de las nubes.

      —No todos —respondió con un breve bostezo Bararov, que evidentemente no deseaba continuar el debate.

      Pavel Petrovich miró a Arkadi como diciendo: “¡Sí que es cortés tu amigo!”

      —Por lo que a mí se refiere —prosiguió Pavel Petrovich, no sin cierto esfuerzo—, yo, pecador de mí, no tengo apego a los alemanes. A los alemanes rusos ni los menciono, pues ya sabe la clase de pájaros que son. Y tampoco me son simpáticos los alemanes de Alemania. Los de otros tiempos todavía podría pasar: tuvieron un