Ivan Turgenev

Padres e hijos


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y prefirió retirase. Le hastiaban los menesteres de la hacienda, y siempre le parecía que Nikolai Petrovich, pese a su afán y amor al trabajo, no llevaba los asuntos como debiere, aunque no hubiera podido precisar en qué se equivocaba.

      “Mi hermano no es lo suficiente práctico —se decía—, lo engañan”. Nikolai Petrovich, por el contrario, tenía en mucha estima el sentido práctico de su hermano y siempre le pedía consejo. “Yo soy un hombre débil, blando, toda mi vida la pasé en estos lugares retirados —solía decirle—. Tú en cambio, no en vano has vivido tanto tiempo en sociedad, conoces mejor a la gente, tienes una vista de águila.” Pavel Petrovich, como respuesta a esas palabras, daba media vuelta, pero no sacaba a su hermano del error.

      Dejando a éste en su despacho, Pavel Petrovich se dirigió por un pasillo, que separaba la parte delantera de la casa de la parte posterior, hasta que llegó a una portezuela, se detuvo ante ella pensativo, se atusó los bigotes y llamó.

      —¿Quién es? ¡Entre! —resonó la voz de Fienichka.

      —Soy yo —respondió Pavel Petrovich y abrió la puerta.

      Fienichka se levantó súbitamente de la silla, en la que estaba sentada con su niño, y dejando al pequeño en los brazos de una joven, que enseguida salió con él de la habitación, se apresuró a arreglarse el pañuelito que llevaba en la cabeza.

      —Perdone si le he molestado —comentó Pavel Petrovich sin mirarla—. Sólo quería pedirle un favor... Creo que hoy van a salir para la ciudad... Ordene que traigan té verde.

      —Como usted mande —respondió Fienichka—. Pero veo que usted ha hecho innovaciones aquí —añadió, lanzando a su alrededor una rápida mirada que se posó también en el rostro de Fienichka.— Me refiero a las cortinas —precisó, al ver que ella no lo había comprendido.

      —¡Ah, sí, las cortinas. Nos las trajo Nikolai Petrovich. Pero hace ya tiempo que están puestas.

      —Es que hace tiempo que yo no venia a visitarla. Ahora esto está muy acogedor.

      —Gracias a Nikolai Petrovich —musitó Fienichka.

      —¿Está usted mejor aquí que en el otro pabellón? —preguntó Pavel Petrovich con amabilidad, pero sin la menor sonrisa.

      —Claro que estoy mejor.

      —Ahora lo habitan las lavanderas.

      —¡Ah!

      Pavel Petrovich calló, —Ahora se irá —pensó Fienichka; pero no se iba, y ella permanecía ante él como clavada en el suelo, jugando timidamente con sus dedos.

      —¿Por qué ordenó que se llevasen al pequeño? A mi me gustan los niños, enséñemelo.

      Fienichka se ruborizó de turbación y alegría. Temía a Pavel Petrovich, pues éste casi nunca le dirigía la palabra.

      Duniasha —gritó—, tráiganme a Mitia —Fienichka trataba de usted a todos los de la casa—. Si no, espere, hay que vestirlo primero —añadió dirigiéndose a la puerta.

      —¿Qué más da? —observó Pavel Petrovich.

      —Enseguida vuelvo —respondió ella, saliendo con ligereza.

      Pavel Petrovich se quedó solo y esta vez miró a su alrededor con especial atención. La pequeña habitación de techo bajo, en la que se hallaba, estaba muy limpia y era muy confortable. Olía a pintura reciente, a manzanilla y a melisa. A lo largo de las palabras se veían sillas con asientos en forma de lira, compradas en Polonia, todavía en vida del general. En un rincón se encontraba una cuna, tras una cortina de muselania, junto a un baúl de hierro forjado con tapa redonda. En el rincón opuesto ardía una lámpara ante un cuadro, grande y oscuro, del milagroso Nikolai el Taumaturgo. Un diminuto huevecillo de porcelana, con una cinta roja, pendía del pecho del santo, sujeto a una aureola. En las ventanas había tarros con mermelada del año anterior, tapados cuidadosamente, que relucían con luz verde. En los papeles de las tapaderas, la misma Fienichka había escrito con letra grande: “Grosella”. A Nikolai Petrovich le gustaba aquella mermelada. Del techo, prendida en un cordón largo, colgaba una jaula con un jilguero rabicorto, que piaba y saltaba insaciablemente. La jaula se balanceaba y daba sacudidas, por lo que las cañamones caían al suelo. Sobre una pequeña cómoda colgaban retratos de Nikolai Petrovich en diferentes posturas y bastante malos, hechos por un artista que se detuvo de paso, allí mismo había una muy mal lograda de la misma Fienichka: en un marco oscuro, con la vista extraviada, sonreía forzadamente. Y encima de ese cuadro, Iermolov, ataviado con burka(15) miraba amenazadora los lejanos montes del Cáucaso, por debajo de un alfiletero en forma de zapatilla que se caía justamente sobre la frente.

      Pasaron cinco minutos; se oía cuchichear en la habitación contigua. Pavel Petrovich tomó un libro grasiento de la cómoda, un tomo suelto de Los tiradores de Masalski, y comenzó a hojearlo. De pronto se abrió la puerta y entró Fienichka con Mitia en los brazos, recién lavado y peinado, vestido de camisita roja con el cuello bordado. El niño respiraba profundamente, moviendo todo su cuerpo y agitando sus manitas, como hacen los niños sanos. Toda su gordita figura expresaba la evidente satisfacción que le causaba la elegante camisita que le había puesto. Fienichka se había acicalado y se había puesto una pañoleta más bonita, pero hubiera podido quedarse como estaba anteriormente.

      ¿Acaso existe en el mundo algo más cautivador que una madre, joven y bella, con un niño robusto en los brazos?

      —¡Está hermoso! —dijo Pavel Petrovich, acariciando a Mitia. El niño fijó su mirada en el jilguero y comenzó a reír.

      —¡Es el tía! —dijo Fienichka, inclinando ligeramente el rostro hacia el niño, mientras Duniasha colocaba sobre el alféizar de la ventana una vela aromática encendida, poniendo debajo de ella una moneda.

      —¿Cuántos meses tiene? —preguntó Pavel Petrovich. —Seis, pronto cumplirá siete, el día once.

      —¿No serán ocho, Fienichka Nikolaievna? —preguntó Duniasha con cierta turbación.

      —Claro que no; serán siete —el niño rió de nuevo, se fijó en el baúl y de pronto cogió con sus cinco dedos la nariz y los labios de su madre—. ¡Travieso! —dijo Fienichka sin apartar el rostro de sus manitas.

      —Se parece a mi hermano —observó Pavel Petrovich.

      ¿Y a quién ha de parecerse? —Penso Frienichka.

      —Sí —continuó Pavel Petrovich como si hablase consigo mismo—. La semajanza es indudable.

      Y miró atentamente, casi con tristesa de Fienichka.

      —Es el tío —repitó ella, en un susurro.

      —¿De modo que estabas aquí, Pavel? —resonó de pronto la voz de Nikolai Petrovich.

      Pavel Petrovich se volvió rápidamente y frunció el ceño; pero su hermano lo miraba con tanta alegría y gratitud que no pudo menos que corresponderle con una sonrisa.

      —¡Es precioso tu chiquillo! —dijo, mirando su reloj—. Entré un momento para encargar el té.

      Y adoptando una expresión indiferente, salió inmediatamente de la habitación.

      —¿Vino así, espontáneamente? —preguntó Nikolai Petrovich a Fienichka.

      —¿Y Arkadi no ha vuelto?

      —No... No —profirió Nikolai Petrovich, titubeando y frotándose la frente—. Hubiese sido preciso antes... ¡Hola chiquitín! —añadió, animándose súbitamente y besando la mejilla del niño. Después se inclinó ligeramente y depositó un beso en la mano de Frienichka, cuya blancura inmaculada destacaba sobre la camisa roja de Mitia.

      —Pero qué hace usted, Pavel Petrovich? —balbuceó ella, bajando la mirada y elevándola después lentamente...