Ivan Turgenev

Padres e hijos


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Basarov.

      —¿Ah, sí? —Profirió Pavel Petrovich, que como en estado de soñolencia arqueó ligeramente las cejas—. ¿Entonces usted niega el arte?

      —El arte de hacer dinero, sí. ¡Y basta de hemorroides!—articuló, con énfasis, Basarov, con una sonrisa despectiva.

      —Bien, bien ¡Qué bromas las suyas! ¿Entonces usted lo rechaza todo? ¿Es decir, sólo cree en la ciencia?

      —Ya le dije anteriormente que no creo en nada. ¿Qué es la ciencia, hablando en términos generales? Hay ciencias como hay oficios, títulos, pero la ciencia en general no existe en absoluto.

      —Estupendo ¿Y respecto a las otras normas establecidas en la sociedad, sostiene usted la misma opinión negativa?

      —¿Es que se trata de un interrogatorio? —preguntó Basarov.

      Pavel Petrovich palideció levemente y Nikolai Petrovich juzgué oportuno intervenir en la conversación.

      —Ya hablaremos en otra ocasión con más detalle, amable Evgueni Vasilich —dijo—; conoceremos su opinión y expresamos la nuestra. Por mi parte estoy encantado de que conozca usted las ciencias naturales. He oído decir que Liebig ha hecho sorprendentes descubrimientos para mejorar los abonos del campo. Usted me podría ayudar en mis labores de agronomía, durante algún consejo útil.

      —Estoy a su disposición, Nikolai Petrovich. En cuanto a Liebig, ¡qué lejos estamos de él! Primeramente hay que aprender el abecedario y luego, pasar a la ciencia.

      Pero nosotros todavía no conocemos ni la “a”.

      Ya veo que de verdad no eres consumado nihilista, pensó Nikolai Petrovich y añadió en voz alta:

      —De todas forma, me permitirá recurrir a usted sí llega el caso. Y ahora, hermano, creo que va siendo hora de que hablemos con el intendente.

      —Sí —contesto Pavel Petrovich levantándose de la silla sin mirar a nadie. Está visto que no se puede vivir encerrado en una aldea durante cinco años, lejos de las grandes inteligencias, pues te conviertes en un perfecto imbécil. Procuras no olvidar cuanto te han enseñado y de pronto, ¡zaz!, resulta que todo eso no es más que un disparate y te dicen que la gente sensata ya no se pr ocupa de cosas tan irrelevantes y que tú eres un trazo viejo. ¡Qué le vamos hacer! Evidentemente, los jóvenes son más inteligentes que nosotros.

      Pavel Petrovich giró sobre sus talones y salió lentamente. Nikolai Petrovich lo siguió.

      —¿Siempre es así tío? —preguntó Basarov a Arkadi con frialdad, en cuanto la puerta se hubo cerrado en pos de los hermanos. —Escucha, Evgueni, has estado demasiado duro con él —observó Arkadi—. Lo has ofendido.

      —¡Cómo que voy a mirar a estos aristócratas provincianos!

      No hay en ellos más que amor propio, costumbres leoninas y fatuidad. Podría haberse quedado en Petersburgo si tiene esa mentalidad... Bueno ¡que vaya con Dios! Sabes, he encontrado un ejemplar bastante raro de escarabajo acuático, un Dytiscus marginatus. Te lo voy a enseñar.

      —Prometí contarte su historia —replico Arkadi.

      —¿La historia del escarabajo?

      —¡Basta ya, Evgueni! La historia de mi tío. Verás que no es el hombre que imaginabas. Es más digno de compasión que de ironía.

      —No lo discuto, pero ¿por qué te preocupa? —Hay que ser justo, Evgueni.

      —¿Y a qué viene eso?

      —No, no, escucha...

      Y Arkadi le narró la historia de su tío. El lector la conocerá en el capitulo siguiente.

      (13) Peces.

      VII

      Pavel Petrovich Kirsanov se educó primeramente en casa, lo mismo que su hermano menor Nikolai, y después ingresó en el cuerpo de pajes. Después de la inflación se destacó por su extraordinaria belleza; poseía, además, confianza en sí mismo, era un poco burlón y tenía agudas ocurrencias, de modo que no podía gustar menos.

      En cuanto se graduó oficial, comenzó a aparecer por todas partes. Lo llevaban en palmitas y él mismo se mimaba también, incluso hacia tonterías y era melindroso, loco cual emperador, le iba bien. Las mujeres se volvían locas por él. Los hombres lo calificaban de fatuo, pero en secreto lo envidiaban. Como ya se ha dicho, vivía en un departamento con su hermano, a quien quería sinceramente, aunque no se parecía en nada a él. Nikolai Petrovich cojeaba un poco, sus facciones eran menudas, agradables, aunque algo tristes, con pequeños ojos negros y cabello escaso y lacio. Gustaba del ocio, pero también le agradaba la lectura y evitaba, por temor, la vida de sociedad. Por el contrario, Pavel Ptrovich no pasaba una sola velada en casa, tenía fama de valiente y ágil (estuvo a punto de poner de moda la gimnasia entre la juventud de su medio), y había leído solamente unos cinco o seis libros franceses. A los veintiocho años era ya capitán; tenía por delante una brillante carrera, pero de pronto, todo cambió.

      En aquellos tiempos, se dejaba ver de cuando en cuando, en sociedad, a la princesa R. Todavía se le recuerda. Su esposo era un hombre distinguido, educado y de buenas costumbres, aunque de escasa inteligencia. No tenían hijos.

      La princesa llevaba una vida extravagante; tan pronto salía para el extranjero, como regresaba inesperadamente a Rusia. Tenía fama de mujer frívola y se entregaba con pasión a toda clase de diversiones, bailaba hasta el agotamiento, reía y bromeaba con jóvenes, a los que recibía antes del almuerzo en la penumbra del salón. Y de noche lloraba y rezaba, no encontraba sosiego en ningún sitio y con frecuencia vagaba en la habitación hasta el amanecer, retrocediendo las manos con tristeza, o bien permanecía sentada, toda lívida y fría, con el libro de los salmos. Pero en cuanto llegaba el día, se convertía de nuevo en dama mundana, salía en su carruaje, reía, charlaba y se lanzaba al encuentro de todo cuando podía brindarle la mejor diversión. Tenía un cuerpo maravilloso; trenza, pesada y rubia como el oro, le caía por debajo de las rodillas, pero nadie diría de ella que era una belleza.

      En su rostro lo único bonito eran los ojos, y ni siquiera éstos, que eran pequeños y grises, sino su mirada, una mirada rápida y profunda, serena hasta la osadía y pensativa hasta la melancolía. Algo extraordinario, brillaba en aquellos ojos enigmáticos, incluso cuando la princesa hablaba de las mayores nimiedades. Vestía con exquisita elegancia. Pavel Petrovich la conoció en un baile y se enamoró apasionadamente de ella. Bailaron una mazurca, en el transcurso de la cual la princesa no dijo nada sensato.

      Acostumbrado al éxito, también en esta ocasión logró rápidamente su fin, pero lo fácil del triunfo no lo decepcionó, sino que se sintió todavía más estrechamente ligado a aquella mujer, en la que incluso cuando se entregaba por completo, parecía quedar algo oculto e inaccesible, en lo que nadie podía penetrar. Solo Dios sabía lo que anidaba en su alma. Se diría que se hallaba en poder de fuerzas misteriosas, que ni ella misma conocía y que jugaba con ella a su antojo. Su insuficiente inteligencia no podía vencer su juego. Nada había lógico ni consecuente en su carácter. Las únicas cartas que hubieran podido suscitar las justificadas sospechas de su esposo, estaban dirigidas a un hombre que era casi un extraño para ella, y, sin embargo, su amor se manifestaba en forma triste. Ya no reía ni bromeaba con su elegido, lo escuchaba y lo miraba con desconocimiento. A veces, casi siempre de súbito, ese desconcierto degeneraba una expresión salvaje, mortal. Se encerraba en su alcoba y la doncella, con el odio pegado a la cerradura, podía oír sus sollozos ahogados. Más de una vez, al regresar a su casa después de un encuentro amoroso, Kirsanov sentía esa amarga y desgarradora contrariedad que se va adueñando de nosotros después de un fracaso rotundo. “¿Qué más puedo desear?”, se preguntaba. Y, sin embargo, un dolor constante le oprimía el corazón. Una vez le regaló un anillo con una esfinge grabada en una piedra.

      —¿Es una esfinge?