metálicos y llevaba un pañuelo rosa en el cuello. Hizo una reverencia, besó la mano de Arkadi, saludó al huésped y se retiró hacia la puerta cruzando los brazos tras la espalda.
—Ahí lo tienes, Prokofich —le dijo Nikolai Petrovich—. ¿Cómo lo encuentras? por fin ya lo tenemos en casa...
—Su aspecto es excelente —profirió el viejo inclinándose de nuevo, pero inmediatamente frunció el entrecejo—. ¿Desea el señor que se sirva la mesa? —preguntó con acento grave.
—Sí, claro, haga el favor. Pero quizás desea usted pasar antes a su habitación, Evgueni Vasilich.
—No, gracias. No hace falta. Ordene solamente que me lleven allí la maleta y esta pequeña prenda —respondió Basarov quitándose al capote.
—Está bien. Prokofich, llévate también su capote.
Prokofich tomó desconcertado la “pequeña prenda” de Basarov y elevándola con ambas manos por encima de la cabeza, salió de puntillas.
—Y tú, Arkadi, ¿no quieres pasar un momento a tu habitación?
—Sí, tengo que asearme —respondió Arkadi, y ya se dirigía hacia la puerta cuando entró en el salón un hombre de mediana estatura, vestido con un traje oscuro de corte inglés, corbata corta a la última moda y zapatos de charol.
Era Pavel Petrovich Kirsanov. Aparentaba unos cuarenta y cinco años. Sus cabellos grises, cortos, tenían reflejos plateados. Su rostro cetrino, pero sin arrugas, extraordinariamente correcto y pulcro, como tallado con fino y leve cincel, mostraba las huellas de una gran hermosura. Sobre todo destacaban los ojos, unos ojos claros, brillantes y rasgados. Todo el aspecto del tío de Arkadi, elegante y de buena casta, conservaba una esbeltez juventud y esa tendencia a ir siempre erguido, que generalmente desparece después de los veinte años.
Pavel Petrovich sacó del bolsillo del pantalón su hermosa mano, de largas y sonrosadas uñas, mano que embellecía aún más la nívea blancura del puño, abrochado por un único botón de ópalo, y se la tendió a su sobrino.
Después del previo choque de manos europeo, lo besó tres veces al estilo ruso, rozando con sus perfumados bigotes la mejilla de Arkadi y diciendo después:
—¡Bienvenido!
Nikolai Petrovich lo presentó a Basarov. Pavel Petrovich inclinó ligeramente su gentil figura, mientras que sus labios apenas dibujaron una sonrisa; pero no le tendió la mano, y por el contrario se la guardó de nuevo en el bolsillo.
—Ya creía que no vendría hoy —dijo con voz agradable y cariñoso ademán, mostrando sus maravillosos dientes blancos—. ¿Acaso ha ocurrido algo en el camino?
—No ha ocurrido nada —respondió Arkadi—, nos hemos retrasado un poco, eso es todo. Y ahora tenemos un hambre canina. Dile a Prokofich que se dé prisa, papá, yo vuelvo enseguida.
—Espera, voy contigo —dijo Basarov levantándose súbitamente del diván.
Ambos jóvenes salieron.
—¿Quién es ése? —preguntó Pavel Petrovich.
—Un amigo de Arkadi, muy inteligente, según dice.
—¿Va a ser nuestro huésped?
—Sí.
—¿Ese melenudo?
—Sí, claro.
Pavel Petrovich repicó con las uñas en la mesa.
—Encuentro que Arkadi s'est dégourdi(7) —observó—. Me alegra su llegada.
En el transcurso de la cena se habló poco. Basarov, sobre todo, apenas dijo nada, aunque comía mucho. Nikolai Petrovich contó varios episodios de su vida de granjero, como él la llamaba, comento las disposiciones del gobierno, habló de los comités, de los diputados, de la necesidad de adquirir máquinas, etcétera. Pavel Petrovich, que jamás cenaba, se paseaba pausadamente por el comedor, bebiendo de cuando en cuando de su copa, llena de vino tinto, y habiendo de muy en tarde en tarde alguna observación, o, mejor dicho, alguna exclamación, como “!Ah! ¡Eh! ¡Hum!”, Arkadi comunicó algunas novedades de Petersburgo, pero experimentaba esa clase de embarazo que suelen sentir los jóvenes cuando han dejado de ser niños y regresan al lugar donde están acostumbrados a verlos y considerarlos como niños. Se extendía en detalles sin motivo, evitaba el término papascha, sustituyéndolo incluso una vez por la palabra “padre”, aunque la pronunció más bien entre dientes. Con excesiva desenvoltura llenó el vaso mucho más de lo que él mismo deseaba y lo apuró todo. Prokofich no le perdía de vista, aunque no decía nada. Después de la cena cada cual se fue por su lado.
—Es extravagante tu tío —dijo Basarov a Arkadi, sentándose cerca de su lecho con batín y fumando en pipa—. ¡Ostentar semejante elegancia en una aldea! ¿Y las uñas? ¡Qué uñas! Parecen uñas para mostrarlas en una exposición.
—Lo que tú no sabes —respondió Arkadi— es que en tiempos fue un verdadero león(8). Alguna vez te contaré su historia. Fue un hombre guapo, que traía de cabeza a las mujeres.
—¿Deberás? Entonces continúa siendo fiel a su vieja costumbre. Lástima que aquí no haya a quien conquistar. Estuve observándolo todo: el cuello impecablemente estirado, la barbilla tan esmeradamente afeitada. ¿No encuentras todo eso ridículo, Arkadi Nikolaievich?
—Tal vez, pero de veras, es buena persona.
—Un fenómeno arcaico. Tu padre sí que es un buen hombre. Es malo recitando versos y dudo que entienda algo en la administración de la hacienda, pero es bonachón.
—Mi padre es oro puro.
—¿Has notado que se turba?
Arkadi asintió con la cabeza, como si él mismo no se turbase. —Es algo asombroso —continuó Basarov—, estos viejecitos
románticos excitan su sistema nervioso hasta la irritación y... llegan a perder el equilibrio. Bueno, me retiro. En mi habitación hay un lavado inglés, aunque la puerta no se cierra. De todos modos es digno de estímulo lo del lavado inglés. ¡Qué progreso!
Basarov salió. Arkadi experimentaba una sensación de alegría y bienestar. Era dulce dormir en la casa paterna,
En el lecho hogareño, bajo una manta confeccionada por manos amadas, tal vez las manos cariñosas, incansables, bondadosas de su nodriza. Al evocar el recuerdo de Egorovna, Arkadi suspiró y le deseó eterno descanso en el reino de los cielos. Nunca rezaba por sí mismo.
Tanto él como Basarov se durmieron enseguida, pero los otros moradores de la casa tardaron mucho en conciliar el sueño.
El regreso de su hijo había emocionado a Nikolai Petrovich. Se acostó sin apagar la vela y con la cabeza apoyada en el brazo meditó largo rato. Su hermano permaneció en su despacho sentado en un moderno sillón hasta muy entrada la noche, ante la chimenea, en la que ardía con débil chisporroteo el cabrón de piedra.
Pavel Petrovich no se desvistió, sólo sustituyo sus zapatos de charol por unas pantuflas rojas chinas. Tenía en las manos del último número del Galignani(9), pero no leía.
Mira fijamente la chimenea en la que centellaba una llama azul, ya languideciendo, ya reanimándose... Dios sabe donde vagaban sus ideas, más no solo vagaban en el pasado. La expresión de su rostro, taciturno y reconcentrado, era la de un hombre que no sólo se entregaba al recuerdo. Entre tanto, en una pequeña habitación trasera, ataviada con una toquilla azul celeste y con un pañuelo blanco sobre los oscuros cabellos, permanecía sentada en un gran baúl, la joven Fienichka, que, medio dormía, ,miraba y escuchaba atreves de la puerta entreabierta, tras la cual se veía una cuna y se oía la respiración acompasada de un niño dormido.
(7) Francés: “se ha despabilado”
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