Vicente Romero

Cafés con el diablo


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con una brutalidad insólita el asalto al poder de las Fuerzas Armadas que, conducidas por el general Augusto Pinochet, pusieron fin a la democracia parlamentaria más antigua del continente sudamericano. Los ideales de un socialismo en libertad, acariciados por el gobierno de Salvador Allende al frente de la Unidad Popular, quedaban ahogados en sangre al cabo de muchos meses de tensión política, cultivada por una derecha golpista que actuaba bajo la influencia de los Estados Unidos. Los militares chilenos abrieron una etapa sangrienta en el Cono Sur, cuyas dictaduras –coordinadas por la Operación Cóndor– recurrirían sistemáticamente a métodos comunes de represión que incluían detenciones masivas, torturas, asesinatos y desapariciones.

      Entrevista con Juan Molina. La mala costumbre de tirar cadáveres al mar

      El chileno Juan Molina vive convencido de que Dios le castigó con la máxima dureza, arrebatándole a su hijo de año y medio, por su participación en el terrorismo de Estado. Mecánico de helicópteros, cumplió dos veces la misión de arrojar a las aguas del Pacífico cadáveres de prisioneros políticos, durante la etapa más dura del régimen de Pinochet. Atormentado por su conciencia, abandonó la carrera militar y acabó confesando su colaboración en la eliminación de los cuerpos de detenidos desaparecidos. El testimonio de Molina quebró el secreto castrense sobre los «vuelos de la muerte», que llegaron a ser una rutina en la metodología de la represión. Fueron muchos los centuriones implicados, pero jamás hablaron del tema, o lo hicieron sólo en círculos de máxima confianza, en voz baja y con pocas palabras. Habrían de pasar tres décadas hasta que se desvelase aquella práctica criminal.

      Los verdugos chilenos, al igual que sus colegas argentinos, han mantenido un férreo pacto de silencio. Prácticamente ninguno quiso reconocer sus culpas ni pedir perdón, convencidos de haber obrado «correctamente». Una actitud explicable porque la dictadura los recompensó oficialmente y consideró irreprochables sus comportamientos. Después, cuando Chile recuperó la democracia, a la soberbia militar se sumó el miedo de afrontar responsabilidades como justificantes del obstinado mutismo de todos los asesinos de uniforme. Muchos han sido procesados y condenados, pero no se conocen casos de centuriones arrepentidos por las más de 3.000 ejecuciones sumarias, ni han querido revelar el destino final de sus víctimas cuyos cuerpos fueron sepultados en fosas comunes, incinerados, dinamitados o arrojados al océano. Juan Molina es una excepción.

      Conocí a Molina en septiembre de 2003, en un Santiago de Chile crispado por los actos conmemorativos del trigésimo aniversario del golpe militar. Su aspecto correspondía a lo que realmente era: un hombre de origen humilde, sin grandes luces ni ambiciones; un soldado que aceptó sin rechistar unas órdenes inhumanas y acabó confundido por la complicidad que implicaban en hechos radicalmente opuestos a su formación cristiana. Obedeció y calló hasta que una tragedia familiar removió en lo profundo de su alma un horror que no estaba capacitado para asumir.

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      Juan Molina cree que la muerte de su hijo fue un castigo de Dios, por haber participado en los «vuelos de la muerte».

      —Yo aún estudiaba en la Escuela Militar cuando me tocó estar en primera línea del asalto al Palacio de la Moneda, para desalojar del poder a las izquierdas de la Unidad Popular. Probablemente sería un acto necesario, pero como chileno me quedó un recuerdo muy amargo. Tomamos posiciones en la entrada de la plaza y enseguida nos encontramos metidos en combate. Había francotiradores que nos disparaban desde varios sitios, como el hotel Carrera. De pronto llegó la aviación y empezó a bombardear la sede del Gobierno. Los rockets hicieron explosión en los ventanales de arriba y se incendió el edificio. Fue un momento impactante que no he podido olvidar.

      Molina hablaba con sinceridad. Seguramente nunca había sido consciente de la importancia del momento histórico que Chile vivía a comienzos de la década de los setenta, con la confrontación entre los sueños revolucionarios de una izquierda agrupada en la Unidad Popular y una derecha cómplice de los intereses económicos norteamericanos. En el ambiente prusiano de la Escuela Militar aquel proceso político no significaba más que un clima social turbulento, con enfrentamientos y desórdenes públicos, en el que cada día se alzaban voces pidiendo la intervención de las Fuerzas Armadas para «poner orden» y evitar un «triunfo del comunismo».

      Pero el tema de su actuación el día del golpe de Pinochet se agotó pronto. Molina sabía que habíamos ido a visitarlo para hablar de sus «misiones secretas», a bordo de helicópteros que transportaban los restos de detenidos políticos, muertos en la tortura o ejecutados, para hacerlos desaparecer bajo las aguas del Pacífico. Un tema sobre el que pesaba una consigna de secreto militar que nadie había roto durante cerca de treinta años. Tras una pausa en la charla, forzada por las tazas de café con que nos obsequió su esposa, Juan Molina comenzó sin más preámbulos a desgranar la parte oscura de su memoria.

      —En noviembre de 1979, un viernes a las cuatro y media de la tarde, me designaron para un vuelo. Nunca nos informaban en qué consistía cada misión, así que sólo sabía que sería una salida local por la costa del Pacífico. Nadie nos dijo que íbamos a tirar gente al mar. Cuando estábamos preparando el helicóptero, llegó una camioneta Chevrolet de color crema, con la carga que teníamos que llevar. Yo estaba a unos veinte metros de distancia y no me fijé bien. Enseguida vinieron los pilotos y dieron orden de marcha. Al abrir la puerta para subir me encontré con dos bultos en el suelo. Era evidente que se trataba de dos personas muertas, tapadas con sacos y atadas por los pies a un pedazo de riel. A la del costado izquierdo se le veía parte de las piernas y parecía ser una muchacha joven. En fin, yo no me esperaba aquello…

      —¿Conocía usted la existencia de ese tipo de vuelos?

      —Sí. Había oído hablar de ellos en conversaciones con los compañeros de armas. Los demás mecánicos me habían dicho que esos vuelos eran «normales», porque desde el año 73 se estaba lanzando presos al mar, e incluso que al principio los llevaban vivos, lo que era aún más triste. Entonces me dije: «Esto no puede ser».

      —Así que todos sabían que el Ejército eliminaba de esa forma a numerosos prisioneros políticos…

      —Sí. Como no había tenido que participar, moralmente no me sentía afectado, aunque sabía que debía ser «un poco complicado». Incluso pensé que nunca me iba a tocar. Pero al final también yo tuve que ser testigo de cómo se lanzaban cadáveres al océano.

      —¿Cuántas de esas misiones le asignaron?

      —En noviembre del año 79 tuve que presenciar el lanzamiento de esas dos personas al mar, a unos 80 nudos de Quintero. Y en 1980 me tocó otra triste misión, con ocho cuerpos que partían de la misma forma: con rieles en los pies y tapados con sacos. Pero en esa ocasión dejaron grandes rastros de sangre porque se notaba que iban abiertos. Cuando volvimos a la base no quise limpiar las manchas de sangre que habían quedado en el suelo del helicóptero. Dije «Ya lo haré el lunes», y dejé las puertas abiertas para que se marchara el mal olor que había. Cuando llegué a mi trabajo, temprano en la mañana, un oficial me riñó diciendo que las manchas podían haber sido vistas por alguien que no debía saber lo que se había hecho, y podían empezar a hacer preguntas. Le respondí que mi conciencia no soportaba más todo aquello. Entonces me quitaron las armas y quedé arrestado en la guardia.

      —¿Qué protocolo se seguía para descargar los cuerpos?

      —Los