Vicente Romero

Cafés con el diablo


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a las principales organizaciones de izquierda, y que respondiera a los deseos y necesidades de la CIA, ante la victoria electoral de la Unidad Popular y su ascenso al poder en 1970. Su puesta en marcha estaría determinada por el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Desde la primera hora aplicó de modo implacable sus planes de acción, que destacaron en la represión desatada por la Junta Militar. Y bajo su dirección Tejas Verdes se convirtió en uno de los mayores centros de secuestros, torturas y ejecuciones sumarias.

      Un par de semanas después del golpe, con los múltiples lugares de detención abarrotados –incluido el Estadio Nacional, donde se hacinaban 7.000 prisioneros–, las autoridades castrenses se dieron cuenta de que, en aras de una mayor eficacia, resultaba imprescindible mejorar la coordinación entre las distintas secciones de las Fuerzas Armadas, sistematizando la información y cruzando los datos de diferentes fuentes. El Estado Mayor de la Defensa Nacional convocó una reunión para crear un organismo que se encargara de establecer una metodología de trabajo. Ese día, Contreras deslumbró al alto mando con un detallado plan que, sobre todo, encandiló a su antiguo maestro y amigo Augusto Pinochet. Tanto, que el jefe de la Junta decidió saltarse el sagrado escalafón y, pasando por encima de los generales, apostó por el ya entonces coronel Contreras como máximo responsable de la represión en que habría de basarse su gobierno.

      Así nació la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), cuyo personal militar y civil –escogido directamente por Contreras– comenzó inmediatamente a trabajar en las oficinas de las plantas altas del Congreso, como una afrenta más a la democracia, hasta su instalación definitiva en un edificio de la calle Marcoleta. Los tentáculos del nuevo organismo, a partir de su constitución oficial en junio de 1974, crecieron y se extendieron a través de varios centros neurálgicos que se harían rápidamente famosos, como Villa Grimaldi o Cuatro Álamos. El número de sus víctimas se multiplicaría de forma vertiginosa, hasta acabar superando los 40.000 detenidos y cerca de 3.000 muertos a lo largo de su existencia.

      Al principio, el enorme y creciente poder adquirido por el coronel suscitó celos y suspicacias entre los generales, que defendían las prerrogativas de los departamentos de Inteligencia de las Fuerzas Armadas y del cuerpo de Carabineros. La DINA quedaba situada por encima y su jefe disponía de mayor autoridad que sus superiores en rango; incluso podía ordenar la muerte de detenidos políticos sin informar más que a Pinochet, de quien dependía directamente. Un profundo malestar se hizo visible en los más elevados círculos castrenses. El propio general Lutz, director del Servicio de Información Militar (SIM), se enfrentó a Contreras negándose a entregarle sus prisioneros, y terminó cesado.

      El rocoso coronel Mamo ganó todas las batallas contra sus rivales sin ceder un ápice de terreno, porque no defendía su carrera militar sino un deber histórico que creía tener encomendado. Sembró el terror y dejó un reguero de sangre, pero cumplió su misión, recurriendo a los métodos más despiadados. En pocos meses logró diezmar a los sindicatos, anuló a los movimientos sociales y desmanteló el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Después, a lo largo de los dos años siguientes, liquidó al Partido Socialista y al Comunista, las dos grandes organizaciones históricas de la izquierda chilena, facilitando que Pinochet gobernara en la paz y el silencio de los cementerios.

      —Me daban choques eléctricos en las partes más sensibles del cuerpo, como los senos, los ojos, el ano, la vagina, la nariz o los dedos. También me amarraban los pies y los brazos, me colgaban cabeza abajo y me aplicaban choques eléctricos. Además, me golpeaban con fuerza los dos oídos simultáneamente. Me torturaban desnuda y encapuchada, en presencia de mi padre y de mi hermano, y una vez me forzaron a intentar el acto sexual con ellos. Me obligaban a presenciar sus torturas y las de otros conocidos que estaban presos. Y varias veces me violaron.

      Uno de sus interrogadores en las mazmorras de Tejas Verdes fue el Mamo Contreras.

      —Pude verle la cara porque la venda que me cubría los ojos estaba floja, y después lo reconocí en fotos. Él daba las órdenes y supervisaba todo, pero también participaba directamente en la tortura.

      En 1975, Manuel Contreras volvió a los Estados Unidos, invitado por la CIA a una estancia de quince días en Fort Langley. Cuando regresó a Chile, explicó a Pinochet su convencimiento de que la única forma realmente efectiva de aniquilar a la izquierda chilena consistía en perseguirla más allá de las fronteras. Y le planteó la necesidad de extender la actuación de la DINA a otros países, estableciendo una colaboración directa con dictaduras ideológicamente afines como las de Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay y Bolivia. Argumentó que ello permitiría acabar también con las organizaciones subversivas de todo el Cono Sur, para facilitar el establecimiento de un modelo político y económico común. Y aseguró que el proyecto contaba con la bendición –e incluso el respaldo diplomático y financiero– del entonces todopoderoso secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger. Conseguido el beneplácito de Pinochet, el Mamo convocó una reunión secreta de sus homólogos de las naciones vecinas el 25 de noviembre de 1975. Y en ella se aprobó la creación de la Operación Cóndor, una red de inteligencia militar que facilitaría el intercambio de información, la entrega secreta de detenidos en el extranjero, así como de exiliados y prisioneros de otras nacionalidades, e incluso la realización de operaciones conjuntas para cometer atentados, secuestros y asesinatos más allá de las fronteras nacionales. Entre sus éxitos destacó el asesinato en Buenos Aires, el 30 de septiembre de 1976, del general Carlos Prats, que se había mantenido fiel al Gobierno constitucional de Allende. Su balance final sería de 50.000 muertos, 30.000 desaparecidos y 400.000 presos, según prueban documentalmente los denominados «archivos del terror», encontrados en Paraguay en 1992.