en aquellos vuelos arruinó su vida, Molina.
—Sí. Seguramente todo habría sido muy diferente sin eso. Creo que habría alcanzado un grado máximo, estaría viviendo en otro lado, tendría una buena casa y mejor vehículo… como la mayoría de mis compañeros, mientras yo he pasado hambre. No me avergüenza decirlo porque realmente ha sido así. De repente me encuentro con que no tenemos ni para comprar el pan, y vivir tan lejos del centro de Santiago complica todo. Aquí casi no hay donde trabajar. He tenido que hacer de todo, arreglos de motores, reparaciones eléctricas, lo que saliera. Hasta estuve una temporada cortando fruta con mi señora. Pero no me importa porque todo tiene un precio. No me arrepiento de haberme retirado del Ejército, aunque de seguir podría haber tenido una vida mejor. Tampoco sé lo que hubiera pasado, y a lo mejor se habría caído mi helicóptero... Pero así estoy más conforme con la sociedad, con la gente. Porque no me siento traidor. Cuando tenía diecinueve años juré por Dios que serviría fielmente a mi patria. Y no estoy con el Ejército ni con las personas que llevaron a este país al caos. Ellos sabrán cómo van a afrontar su realidad cuando vayan a pedir perdón. Dije siempre que el golpe de Estado, el pronunciamiento militar, fue algo necesario. Aún lo pienso, porque comprendí lo que pasaba en el país. La política estaba quebrantada, lo sabe todo el mundo. Pero no voy a dejar de pensar que las muertes fueron innecesarias. Y la forma como lo hicieron... Por eso no me considero traidor al Ejército. Todo lo contrario, me siento fiel a mi país que me pide que cuente lo que vi. Sería enfermo ignorar a los miles de compatriotas que perdieron a sus seres queridos y ni siquiera conocen aún donde están sus cuerpos. Yo quise aportar el grano de arena de los hechos de que fui testigo.
(Dos meses después de esta entrevista, en noviembre de 2003, los funcionarios judiciales a las órdenes del juez Guzmán, desvelaron aquellas misiones secretas de las que Molina hablaba con tanta amargura como vergüenza[5]. Aunque sus investigaciones alcanzaban sólo hasta 1978, el juez estableció que se efectuaron «al menos 40 viajes», tras haber interrogado a las tripulaciones que aparecían en los libros de bitácora del Comando de Aviación del Ejército. Todos los pilotos mantuvieron el pacto de silencio, pero doce suboficiales mecánicos reconocieron los hechos. Sus testimonios permitieron establecer que cada vuelo transportó entre 8 y 15 cadáveres. Y detallaron la eliminación de prisioneros políticos, desde el nombre en clave de Operación Puerto Montt y la composición de las tripulaciones (piloto, copiloto, mecánico y agente de la DINA) hasta los estrictos protocolos que debían seguirse: los presos eran ejecutados mediante una inyección de cianuro, los cadáveres debían ir cubiertos para impedir su identificación, los mecánicos tenían que encargarse de quitar los asientos traseros de los helicópteros y el tanque suplementario de combustible para ampliar su capacidad, etcétera. También señalaron a algunos responsables con nombres y apellidos, como el comandante Carlos Mardones que amenazaba a quienes no guardasen el secreto más estricto, o la teniente enfermera Gladys Calderón Carreño que administraba las dosis de cianuro en el cuartel Simón Bolívar. Incluso aportaron al sumario descripciones siniestras como el insoportable olor de algunos bultos ya en descomposición, o que otros eran de menor tamaño porque contenían cuerpos despedazados.
Las identidades de los testigos quedaron protegidas por el secreto sumarial. Una medida necesaria, dado que el mismo día que el juez abrió el procedimiento contra cinco de los pilotos fue secuestrado un hijo de uno de los doce mecánicos que hablaron. Un grupo de hombres lo subió a un coche, lo maniató y le cubrió la cabeza con una capucha, le propinó una paliza y lo dejó en libertad tras darle un mensaje para su padre: «Dile que cierre bien el hocico». La palabra que utiliza la mafia en estos casos es omertá).
* * * * *
El sicario de confianza de Pinochet
Mientras el general Contreras, el mayor y más odiado de los verdugos de Pinochet, agonizaba en el hospital militar de Santiago, una gigantesca «cadena de oración» pedía a Dios que lo mantuviera con vida. No se trataba de amigos y partidarios del hombre que orquestó la represión de la dictadura, ni siquiera de «buenos cristianos» que se apiadaran por los daños que varias enfermedades –cáncer de colon, diabetes e hipertensión– causaban a su cuerpo de 86 años. Eran sus víctimas, los supervivientes y los familiares de los asesinados por órdenes suyas, quienes suplicaban que no muriera «todavía», cuando le quedaban por cumplir más de 500 años de cárcel, esperaba otra sentencia de 576 años más y tenía pendientes 556 juicios orales. Sus enemigos querían que continuara sufriendo, pero sus rezos no respondían tanto al odio como a un ansia desesperada de justicia. Porque Contreras nunca había llegado a pagar realmente por sus múltiples crímenes.
Manuel Contreras, alias el Mamo, cerebro de la policía política de la dictadura, salió muy bien librado de sus tardías rendiciones de cuentas ante los tribunales de la democracia. Aunque se viera condenado de por vida, pasó menos de cinco lustros enclaustrado en el Penal Cordillera, un antiguo resort reacondicionado para acoger en sus cinco lujosas cabañas de vacaciones a diez represores, al cuidado de treinta y ocho agentes de la Gendarmería[6]. Contreras nunca fue despojado de su rango castrense, ni privado de la pensión que disfrutaba, pese a que el artículo 222 del Código de Justicia Militar chileno sancionase con la degradación a los centuriones castigados a penas de muerte o prisión perpetua. Y hasta el final de sus días alzó la cabeza con «la satisfacción de haber salvado a la Patria de caer en poder del marxismo», proclamando con cinismo que el régimen pinochetista no torturó ni asesinó, y que «los desaparecidos estaban en los cementerios». Tales alardes de descaro e hipocresía hicieron que hasta el partido de extrema derecha Unión Demócrata Independiente se opusiera a que se rindieran honores militares en su funeral.
La biografía del Mamo Contreras podría figurar en la vieja colección de tebeos católicos Vidas ejemplares[7] por los constantes actos de fe que la jalonan de principio a fin. Desde muy joven había destacado por su firme vocación y sus grandes cualidades para el ejercicio del mal. En sus tiempos de cadete fue seleccionado por los jefes de la Escuela Militar para vigilar a sus propios compañeros y delatar sus faltas. Y enseguida, allá por 1946, se labró un merecido «prestigio de dureza» como Brigadier Mayor de la 1.ª Compañía por su autoritarismo, prepotencia, abusos de poder e incluso actitudes sádicas. Sus métodos disciplinarios nunca serían olvidados por quienes estuvieron a sus órdenes:
—Nos castigaba con medidas desproporcionadas –recordó el capitán Alejandro Barros Amengual[8]–. Nos obligaba a introducir la cabeza en las tazas de los baños y tiraba de la cadena, acción que graciosamente llamaba el champú. En otras oportunidades nos sujetaba la cabeza y nos introducía en la boca el pitón de la manguera que usábamos en los baños matinales, dando al chorro la máxima potencia.
El destino de Manuel Contreras hizo que se cruzara en la Academia de Guerra con otro siniestro personaje que se convertiría en su mentor: el entonces coronel Augusto Pinochet Ugarte, profesor de Estrategia y subdirector de la entidad. La afinidad personal entre maestro y alumno se correspondía, además, con una común obsesión anticastrista en los momentos del triunfo de la Revolución cubana. Y cuatro años después de graduarse, en 1966, el alumno pasó a ejercer la docencia en materia de Inteligencia Militar. Ese puesto le abrió las puertas de los centros norteamericanos de Fort Benning –donde recibió un curso de Posgrado de Oficial de Estado Mayor– y de la Academia de las Américas en 1967. En las aulas de esta «Escuela de dictadores», como la definió el congresista Joseph Kennedy II[9], el Mamo estableció contactos con la CIA y cultivó la amistad de oficiales argentinos, uruguayos y brasileños, llamados como él a ejecutar los planes de represión diseñados por el Pentágono para los países del sur del continente. Entre otras materias, se impartían clases de interrogatorios con tortura y una asignatura con un nombre que no permite dudas: «Estudio del asesinato», cuyos manuales figuran entre los documentos secretos desclasificados por Washington en 1997. Todos esos conocimientos y experiencias, puestos al servicio de una ideología basada en un anticomunismo primario, sirvieron para que Manuel Contreras dedicara su vida al «exterminio del marxismo y otras doctrinas afines como si fueran plagas», mediante un plan de «purificación nacional». Con esas palabras textuales explicaría el propósito que le llevó a fundar la DINA, tras el golpe de Estado contra Salvador Allende.
Ascendido a mayor, se dedicó