mal es opresión que consiste en determinar condiciones inhumanas de vida para los demás, al margen o en contra de su voluntad; tal definición es material, concreta, patente. Hay otra manera, espiritual y religiosa de expresar lo mismo: el mal consiste en la acción contraria a la acción de Jesús, que es descrita por Lucas, (2) según la palabra profética de Isaías (3) y que se puede sintetizar así: “Evangelizar a los pobres, liberar a los oprimidos”. Ha sido el interés de los opresores que el pueblo crea en que el mal por excelencia es el de estar poseso. Los escritos que constituyen esta publicación ofrecen una explicación natural a las llamadas posesiones diabólicas; en cambio, el verdadero poseso sería el que a ciencia y conciencia oprime a los demás, el que realiza la acción contraria a la de Jesús. De acuerdo con esta comprensión y, aunque la expresión parezca de mal gusto, los verdaderos endemoniados son los opresores.
Los supuestos posesos presentan fenómenos extraños como contorsiones incontroladas, blasfemias, rechazo de ritos sagrados, glosolalia (hablar espontáneamente varias lenguas), clarividencia, levitación, entre otras, pero quienes presentan estas manifestaciones espectaculares y dolorosas suelen ser personas inocentes. Es obvio que se trata de una táctica de los opresores para encubrirse. Los fenómenos portentosos, supuesta señal de posesión diabólica, tienen una explicación natural, incluso aquellos que la misma Iglesia católica considera todavía como indicios de posesión.
En los primeros números de Xipe totek, revista de Filosofía del antiguo Instituto Libre de Filosofía y Ciencias, ahora Departamento de Filosofía y Humanidades del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO), se publicaron los trabajos y los debates que tuvieron lugar al final de cada sesión entre el público y los expositores. Dada la relevancia y la persistente preocupación sobre el problema del mal, que está presente de forma acuciante en la historia y en la vida de todo ser humano, consideramos oportuna la publicación actual, que recoge la temática de esos ejercicios e incorpora precisiones y actualizaciones que los mismos autores han aportado recientemente.
La obra que ahora ofrecemos está tejida por todos los hilos que a los autores les siguen pareciendo pertinentes y relevantes a la luz de nuestra situación y condición humanas. Está también en sintonía con sus reflexiones actuales sobre el tema. Es, sin lugar a dudas, un tratamiento interdisciplinario sobre el mal que se ha nutrido del trabajo de cada uno de los autores (trabajo cuya elaboración incluye varias disciplinas entretejidas); del diálogo en el que tanto el público como los autores participaron durante esos encuentros y del intercambio vivo que continuó aun después de la publicación hasta el día de hoy.
En síntesis, estas reflexiones y diálogos, que ahora presentamos como obra unitaria, nos muestran que tanto el diablo como el supuesto poseso son, en buena medida, constructos, de los cuales hemos usado y abusado para no asumir plenamente nuestra libertad. De ahí la invitación a liberarnos y a acoger la libertad como don maravilloso, cuyo ejercicio define la realidad y hondura de nuestra propia humanidad.
1- El Instituto Libre de Filosofía y Ciencias (ILFC) formó filosóficamente a los religiosos jesuitas, no jesuitas y laicos hasta julio de 2003. En junio de ese año la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús firmó un convenio por el que el ILFC se incorporó al ITESO y constituyó el actual Departamento de Filosofía y Humanidades.
2- Lc 4, 17–21.
3- Is 61, 1 y ss, y 58, 6 y ss.
I. El diablo en la Sagrada Escritura
MARIO LÓPEZ BARRIO, S.J.
Muchas preguntas y un crecido interés se han suscitado en estas últimas dos décadas en torno al tema del diablo, debido, en buena parte, a una serie de novelas y películas como El exorcista. El llamado Cine di Terror ha contribuido a avivar el interés por lo “diabólico” de tal forma que se ha convertido en un tema de moda.
Como sucede en ocasiones semejantes, se formulan opiniones y nacen corrientes muy diferentes, desde quienes aceptan un influjo demoníaco en cada esquina del camino hasta quienes consideran al demonio como un personaje del pasado. Así, proliferan, en algunos países, grupos satánicos que rinden culto al diablo, mientras que en otros se prescinde por completo de él, como lo afirma Herbert Haag en su libro Abschied vom Teufel (Despedida al Diablo). (1) El pensamiento de esta corriente se puede sintetizar en la declaración de Rudolf Bultmann, expresada ya en 1951: “No se puede hacer uso de la luz eléctrica y del aparato de radio, recurrir a medios de la medicina clínica en muchos casos patológicos, y al mismo tiempo creer en el mundo de los espíritus y de los milagros”. (2)
En realidad, muchos creyentes esperaban haberse despedido ya del diablo, como de tantas cosas consideradas caducas después del Concilio Vaticano II. Pero hemos visto que no es tan fácil, por algo el Magisterio de la Iglesia —especialmente Pablo VI, en junio y noviembre de 1972— nos da a entender que las afirmaciones tradicionales sobre el diablo se deben mantener.
Tenemos que confesar que a nosotros y a nuestros contemporáneos el planteamiento del origen del mal como un problema especulativo nos resulta poco atractivo. En vez de preguntarnos por el origen del mal en abstracto, preferimos enfrentarnos con el mal concreto del ser humano que sufre actualmente. Más que elucubrar sobre el origen del mal, al hombre contemporáneo le interesa enfrentarse con la tarea de eliminar el sufrimiento en el mundo. No vive el mal tanto como una llamada al misterio sino como un reto a la propia responsabilidad individual y colectiva, y tiende a identificarlo con algo concreto, por ejemplo, la injusticia social. Aquello que puede ser explicado racional, técnica o científicamente como un mal, fruto de nuestra actuación y de nuestra historia, lo hace sentirse seguro, como quien está ante un adversario de alcance conocido. En cambio, colocarse frente al mal como algo misterioso lo hace sentirse incómodo. De ahí lo incómodo que puede resultar preguntar hoy por el diablo, pues resulta que, aunque esté presente en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, no encontramos en los textos bíblicos ninguna explicación sistemática de lo que pueda ser.
La cuestión ha venido a plantearse así: ¿es el diablo un ser personal realmente existente, o simplemente un símbolo que ha servido, a lo largo de los siglos, para representar el pecado y el mal, pero, al fin y al cabo, un símbolo que ya ha caducado? (No quiere decir que el símbolo no represente algo real). Quizá para un creyente la pregunta debería formularse así: ¿qué significa para mi fe en Jesucristo y para lo que constituye mi esperanza lo que los textos normativos de la fe han dicho sobre este punto?
No estamos, pues, ante un problema filosófico o empírico, sino teológico; un problema de fe. No podemos demostrar ni su existencia ni su no–existencia (como no podemos demostrar ni la existencia ni la no–existencia de Dios); sólo se pueden hacer afirmaciones basadas en la Revelación. Trataremos de encontrar luz para comprender este problema en el Antiguo Testamento, en el judaísmo y, después, en el Nuevo Testamento.
EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
Para comenzar, tenemos que advertir que lo que el Antiguo Testamento pueda afirmar sobre el tema ha sido tomado muy probablemente de otras culturas, con las que los antiguos israelitas tuvieron contacto. Por ejemplo, las antiguas culturas mesopotámicas habían desarrollado ya una extensa demonología (por no mencionar a Egipto y Fenicia).
En realidad, el intento de explicar la presencia del mal en el mundo es tan viejo como la humanidad misma. Los hombres de épocas pasadas, al carecer de una visión de las causas y de las interconexiones de las cosas, descargaban sobre los demonios o los malos espíritus la responsabilidad del mal en el mundo. La creencia en demonios es un fenómeno común a todos los pueblos antiguos.
En los textos del Antiguo Testamento se pueden encontrar algunos de estos rasgos, por ejemplo: los vados estaban dominados por seres demónicos. (3) Los hombres se hallaban particularmente expuestos a los ataques del demonio en cuatro tiempos: la noche, el amanecer, el anochecer y el mediodía, pero