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Por supuesto, la extrema complejidad de este juego de visiones internas y externas no impide señalar su gran transcendencia para el futuro político de los españoles. Toda vez que en el franquismo se articularían de forma más o menos armónica, más o menos enfrentada, muchas de estas representaciones. Pero sí podría decirse que todo ello no alteraría en lo sustancial los estereotipos foráneos sobre España. Más aún, todos ellos mostraron su «vitalidad» en ese momento culminante de la Guerra Civil y la gran paradoja que la acompañó: presentada y vivida como la gran causa europea e incluso mundial, fuera en clave antifascista o anticomunista, era analizada a la vez con el arsenal de todos los materiales del estereotipo, de los sucesivos estereotipos.
De ahí que la visión orientalista de aquel agregado británico cuyos juicios reproducíamos al inicio, y que, desde luego, tenía una buena dimensión de autojustificación de la vergonzosa política británica de no intervención que de modo tan decisivo favorecería a los sublevados, no careciese de puntos de contacto con la de los más entusiastas defensores británicos de la República. Así, el poeta W. H. Auden, ferviente defensor de la República, no dejaba de referirse a España como a «aquel cuadrado árido, aquel fragmento cortado de la caliente África, soldado de forma tan rudimentaria a la Europa inventiva».12
Y de nuevo hay que constatar que el peso del estereotipo se filtra hasta la médula, también, entre los mejores historiadores. Eric Hobsbawm y François Furet, por ejemplo, desarrollan un análisis antitético de la Guerra Civil española, filorrepublicano y filocomunista el primero, más atento a denunciar la estrategia antifascista del comunismo, el segundo. Para ambos, la Guerra Civil es un acontecimiento crucial en la época de los fascismos, prefigurador incluso de muchos de los avatares de la Europa de las décadas sucesivas. De ahí la paradoja de que de país tan poco europeo se derivaran tan grandes consecuencias europeas. Porque poco europeo lo era sin duda para Furet: «encerrada en su pasado, excéntrica, violenta, España ha seguido siendo un país católico, aristocrático y pobre...» (Furet, 1995: 287). Y no lo era menos para Hobsbawm, aquella parte «periférica» de Europa, con una historia diferente de la del resto de un continente del que le separaba «la muralla de los Pirineos». Un país «peculiar y aislado», en suma, y al tiempo, símbolo cierto de una gran lucha europea y mundial (Hobsbawm, 1994: 162-164).
No hace falta ir más lejos para recapitular algunas de las cuestiones centrales de nuestra exposición. Creo, en efecto, que a lo largo de ella hemos podido observar cómo, a través de los siglos, el mito de los caracteres nacionales (del español) fue multifuncional para explicar imperios (siglo XVI) y decadencias (del siglo XVII en adelante); para construir identidades múltiples (de la Ilustración, del occidente europeo, de la modernidad, de las naciones que se incluían en esas dimensiones), y, por reacción, más o menos espontánea, más o menos inventada, más o menos construida, también la española.
Nada habría de extrañar, pues, que todos los materiales disponibles fueran utilizados en diversos momentos, en España y fuera de ella, en clave positiva o negativa, y desde luego en todos los sentidos imaginables. Todos los materiales del estereotipo podían ser utilizados y lo serían para explicar, en fin, todo el siglo XX español, de la Guerra Civil al franquismo.
Por supuesto, todo esto no hace sino reincidir en lo que hay de falacia en el mito del carácter nacional. Pero lo hace también en el sentido de demostrar que esas falacias construyen realidad de forma generalmente peligrosa. La visión orientalista tiene, lo sabemos de sobra, dimensiones de poder. Puede legitimar imperios y deslegitimar al «otro», al dominado. Pero puede también servir para legitimar políticas hegemónicas y autóctonas. El mito romántico en su más pobre expresión pudo servir para justificar la benevolencia británica hacia Franco. Pero ese mismo mito, también en su más pobre y miserable expresión, pudo servir a este último para justificar su régimen: los españoles, ya se sabe, en libertad, se matan entre ellos.
¿Ha muerto, en fin, el mito del carácter nacional? No está claro, desde luego, que lo haya hecho en el plano de la extrema banalización, del recurso al lugar común, del derecho a la simplificación y a la extrema pereza. Es posible, ciertamente, que el mito de los caracteres nacionales haya desaparecido en cuanto tal en el campo de las ciencias sociales. Pero seguro que no han muerto con él muchas de sus eventuales permutaciones. Al fin y al cabo, el enfoque orientalista siempre estará ahí para analizar choques de civilizaciones (Huntington, 1997), descubrir la terrible amenaza chicana para la sacrosanta cultura norte(americana) (Huntington, 2004) o recordarnos, en suma, que el oriente no debe morir si se aspira a (re)construir un nuevo, y poderoso, occidente.
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