a los alemanes: «De más de que las historias antiguas conciertan en que los pueblos septentrionales no son maliciosos, ni astutos, como lo son las naciones meridionales. Y a este propósito hablando Tácito de los alemanes dize que es vn pueblo no sagaz, ni astuto, antes descubren sus secretos a manera de entretenimiento, y fácilmente se apartan de sus promesas» (op. cit.: 808).
2. Citado en Moradiellos (2008: 51).
3. Encontraríamos, desde luego, muchas más referencias, de nuevo en todos los sentidos imaginables, en el excelente trabajo de Julio Caro Baroja, El mito del carácter nacional (2004).
4. Al respecto, Caro Baroja (2004: 81). Y téngase en cuenta también esa forma especial de banalización del estereotipo que es el chiste. Banalización que, en el sentido de Billig (2006), lo hace tanto más fuerte, operativo y resistente.
5. Vale aquí, naturalmente, como referencia privilegiada el Montesquieu de las Cartas Persas, cuyo personaje imaginario remitente de la carta reproduce, a su vez, una carta remitida por un francés en viaje por España. En realidad, Montesquieu toma lo fundamental de La relación del viaje por España de Madame d’Aulnoy y algo de El Estado presente de España del abate de Vayrac. Sin embargo, Montesquieu era también un buen conocedor de la historia de España, especialmente preocupado por los orígenes de la decadencia española (para todo esto, la introducción y notas (pp. 32-33 y 195) del editor del volumen por el que citamos). Añádase, en fin, que la literatura de la decadencia y sobre la decadencia española –y consecuentemente de muchos de sus tópicos– es en el siglo anterior esencialmente española, como puede constatarse entre otros muchos en «El tiempo del “Quijote”» de Pierre Vilar (Vilar, 1964: 431-448).
6. Otra demostración, sin duda, no ya de la fuerza de los estereotipos, que también, sino de su inextricable dimensión interna y externa. Véase al respecto Ruiz (2010).
7. Todas las referencias en Carreras (1998: 268-269).
8. La obra de referencia sobre el orientalismo es, como se sabe, la de Said (1990) de igual título. Aunque, tal y como se le reprochó en su momento, este dejó fuera de sus referencias a muchas naciones, hoy en día parece claro que el discurso orientalista se construye frente a un otro oriental, que puede estar en Oriente, en África, al sur del río Bravo o al de los Pirineos. El carácter orientalista de las percepciones sobre España ha sido justamente subrayado últimamente en trabajos como los de Colmeiro (2003) y Andreu (2004).
9. Citado en Andreu (2009: 59).
10. Ibíd.
11. Saz (1998b).
12. Citado en Balfour (1998: 172).
LAS TABLAS ETNOGRÁFICAS (VÖLKERTAFELN) DEL SIGLO XVIII Y SU GÉNESIS*
Berta Raposo Fernández
Universitat de València
Muchos siglos, incluso milenios, antes de surgir las nacionalidades como instituciones políticas, ya nos encontramos con testimonios literarios en los que se caracteriza, define o juzga de manera esquemática a los pueblos, extranjeros o no. En la épica homérica la utilización del epitheton ornans como recurso estilístico revela muchas de esas caracterizaciones. Así, se nos aparecen los «aqueos de hermosas grebas» o «aqueos de vivaces ojos», los abios, «los más justos de los hombres», los tracios, «diestros jinetes» (Homero, 1985: 73, 33, 234), los misios, «luchadores cuerpo a cuerpo», los «nobles hipemolgos, que se nutren de leche» (Homero, 1996: 347). Los etíopes pasan por ser «excelentes e irreprochables»; los egipcios son un pueblo de buenos médicos, los carios balbucean de manera incomprensible (Weiler, 1999: 97 y ss.). En el caso de los cíclopes y los feacios, los poemas homéricos llegan incluso más allá de la esquematización del etpitheton ornans y esbozan una descripción de las costumbres, el orden social, las herramientas y la indumentaria de esos pueblos extraños.
Según Wilfried Nippel (2007: 35), algunas de estas opiniones y visiones surgieron, por un lado, en el contexto de la expansión colonizadora de los griegos en el ámbito mediterráneo y, por otro, en el de su enfrentamiento con los persas. Por otra parte, los excursos etnográficos del llamado «padre de la historia», Heródoto de Halicarnaso, en sus logoi, describen antropológicamente a los pueblos con los cuales los griegos entraron en conflicto en el curso de su expansión desde Egipto hasta Escitia e India. Heródoto se esfuerza por no emitir juicios de valor y se remite a los egipcios al designar como bárbaros a todos los que hablan otro idioma, lo cual no tiene por qué ser en un principio peyorativo (Nippel, 2007: 34, 36). El contraste entre griegos y bárbaros fue politizado en la tragedia ática de la segunda mitad del siglo V a. C. y acompañado de una tendencia a la generalización (Nippel, 2007: 39): en vez de escitas, tracios, persas, egipcios, se habla simplemente de bárbaros y se los caracteriza como esclavos que se dejaban dominar por soberanos déspotas, en contraposición a los griegos, que vivían en libertad.
En la época alejandrina, los juicios etnográficos se hacen más excluyentes y sesgados, basándose en teorías ecológico-climáticas, formuladas igualmente por Heródoto, además de por Hipócrates, el padre de la medicina (Beller, 2007). Uno de los ejemplos más llamativos, conocido como la llamada paradoja de Epiménides, se formula en la Epístola de San Pablo a Tito, al remitirse a las palabras de un falso profeta: «Dijo uno de ellos (...): “Los cretenses, siempre embusteros, malas bestias, panzas holgazanas”. Verdadero es tal testimonio» (Nácar y Colunga, 1975: 1502).
En época romana nos encontramos con el primer tratado puramente etnográfico en la Germania de Tácito (98 d. C.), que es una colección de lugares comunes que se habían ido acumulando desde hacía tiempo sobre los bárbaros del norte. Tácito nunca nombra sus fuentes ni pretende basarse en observaciones personales (Nippel, 2007: 42). Lo que le interesa es establecer un contraste, una oposición con el mundo romano, variando a su conveniencia la valoración de los germanos en sentido negativo o positivo: o como un pueblo retrasado y primitivo, o como amante de la libertad, sencillo y puro. Los germanos se convierten en sucesores de los escitas, de los galos y de los celtas, para lo bueno y para lo malo, ya que las cualidades que se les atribuyen son ambivalentes. Basta comparar algunas de las afirmaciones de otros historiadores sobre dichos pueblos. Tácito afirma sobre los germanos: «si indulseris ebrietati suggerendo quantum concupiscunt, haud minus facile vitiis quam armis vincentur» («Si cedieras a su embriaguez, dándoles cuanto desean, podrías vencerlos más fácilmente por sus vicios que por las armas»).1 (Tacitus, 1972: 34). Pompeyo Trogo dice algo semejante sobre los escitas: «Priusque Scythae ebrietate quam bello vincuntur» («A los escitas los vence la embriaguez antes que la guerra») y sobre los galos: «gens aspera, audax, bellicosa» («pueblo huraño, osado, belicoso») (Seel, 1985: 189-190). Sobre los hispanos: «Corpora hominum ad inediam laboremque, animi ad mortem parati (...). Bellum quam otium malunt» («Sus cuerpos están preparados para el hambre y las penurias, sus ánimos, para la muerte (...). Prefieren la guerra al ocio») (Seel, 1985: 297-298).
Los estereotipos étnicos se convierten así pues en ambulantes e intercambiables, pasando de unos pueblos a otros. Así se va formando un repertorio