Mijaíl Bulgákov

El Maestro y Margarita


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en el bulevar apareció el primer hombre.

      Posteriormente, cuando, y hablando francamente, fue tarde, varias instituciones presentaron sus informes con la descripción de este sujeto. La comparación entre ellos no puede dejar de provocar asombro. Así, en el primero, se decía que era de pequeña estatura, con dientes de oro y cojeaba de la pierna derecha. En el segundo, que era altísimo, que en los dientes tenía coronas de platino y que cojeaba de la pierna izquierda. El tercero informaba lacónicamente que no presentaba ninguna seña particular.

      Debemos reconocer que ninguno de estos informes servía para nada.

      Antes de todo, no cojeaba de ninguna pierna y su estatura no era ni pequeña ni enorme, simplemente alto. En lo que se refiere a los dientes, a la izquierda llevaba una corona de plata y en la derecha otra de oro. Vestía un costoso traje gris y unos zapatos extranjeros del mismo color. Una boina, también gris, le caía sobre la oreja con rebuscado desaliño y bajo el brazo llevaba un bastón negro con empuñadora en forma de cabeza de perro. Aparentaba unos cuarenta y tantos años. Bien afeitado, moreno. La boca algo torcida. El ojo derecho negro, el izquierdo, por alguna causa, verde, las cejas negras, pero una más alta que la otra. En una palabra, extranjero.

      Al pasar junto al banco en el que estaban el editor y el poeta, el extranjero los miró de reojo, se detuvo y, de repente, se sentó en un banco cercano a dos pasos de los amigos.

      "Alemán", pensó. Berlioz.

      "Inglés", se dijo Desamparado, "caramba, ¿no le darán calor esos guantes?"

      El extranjero le echó una ojeada a las altas casas que, en forma de rectángulo, rodeaban el estanque y se notaba que veía aquel lugar por primera vez y le interesaba.

      Su mirada se detuvo en los pisos altos, donde los rayos quebradizos de un sol que, reflejado cegadoramente en los cristales, huía para siempre de Mijaíl Alexándrovich, después fue hacia abajo, hacia los cristales que comenzaban a oscurecer por el inicio de la noche. Entonces sonrió con indulgencia, entorno los ojos, apoyó las manos en la empuñadura del bastón y la barbilla en las manos. —Tú, Iván—dijo Berlioz—, has trazado muy bien y satíricamente, digamos, el nacimiento de Jesús, hijo de Dios, pero el asunto es que, antes de Jesús, nació toda una serie de hijos de Dios, por ejemplo, Adonis, el ateniense; Attis, el frigio; Mitra, el persa. En pocas palabras, ninguno nació ni existió, entre ellos Jesús. Seria indispensable que tú, en lugar del nacimiento, o, digamos, la llegada de los Reyes Magos, destacaras lo absurdo de los rumores sobre ese suceso. En cambio, por tu relato, resulta que Jesús nació verdaderamente.

      En ese momento. Desamparado, conteniendo la respiración, hizo un esfuerzo por acabar con su molesto hipo, pero sólo logró que se hiciera más fuerte y atormentador. Al mismo tiempo, Berlioz dejó de hablar porque el extranjero se había puesto de pie inesperadamente y se dirigía hacia ellos, que le miraron asombrados. —Discúlpenme, por favor —dijo con acento extranjero, pero no desfigurando las palabras—, que yo, sin haber sido presentado, me permita el atrevimiento... sin embargo, el objeto de vuestra docta conversación es a tal punto interesante que...

      Aquí se quitó educadamente la boina y los amigos no tuvieron más remedio que ponerse de pie y hacer una leve inclinación.

      "Más bien francés", pensó Berlioz.

      "¿Polaco?", se dijo Desamparado.

      Es necesario agregar que desde sus primeras palabras, el extranjero produjo una mala impresión en el poeta, mientras que a Berlioz le agradó, es decir, no es que le agradara sino... cómo decirlo, más bien le interesó.

      —¿Me permiten tomar asiento? —preguntó cortésmente el extranjero y los amigos, aunque un poco incómodos, le hicieron sitio. El extranjero se sentó entre los dos y enseguida tomó parte en la conversación.

      —Si no he oído mal, ¿usted se permitía decir que Jesús no existió? —preguntó el extranjero, mirando a Berlioz con su ojo izquierdo verde.

      —No, no escuchó mal —respondió Berlioz—, eso dije precisamente.

      —Oh, qué interesante —exclamó el extranjero.

      "¿Qué diablos le importa?", pensó Desamparado y frunció el entrecejo.

      —¿Y está usted de acuerdo con su interlocutor? —preguntó el desconocido, volviéndose a la derecha, hacia Desamparado.

      —Indubitablemente —respondió el poeta a quien le gustaba expresarse de forma afectada y metafórica.

      —Sorprendente —exclamó el entrometido desconocido que, por alguna razón, miró furtivamente en derredor, y dijo en voz baja— perdonen mi insistencia, pero, según he comprendido, y además de todo, ¿ustedes, incluso, no creen en Dios? —dijo con ojos azorados y agregó—. Les juro que a nadie se lo diré.

      —No, no creemos en Dios —respondió Berlioz, casi sonriendo al ver el susto del turista— pero esto es algo de lo cual se puede hablar con total libertad.

      El extranjero se recostó en el banco y con voz entrecortada por la curiosidad preguntó:

      —¿Ustedes son ateos?

      —Sí, sí, lo somos —respondió Berlioz sonriendo, y Desamparado se dijo de mal humor "Qué pajarraco extranjero nos ha caído".

      —Ah, qué maravilla —gritó el increíble extranjero y, girando la cabeza, miró a uno y a otro de los literatos.

      —En nuestro país el ateismo no sorprende a nadie —dijo Berlioz, con educación y diplomacia— la mayoría de nuestra población hace tiempo que conscientemente dejó de creer en los cuentos sobre Dios.

      Aquí, el extranjero hizo lo siguiente: se puso de pie, le estrechó la mano al sorprendido editor y pronunció estas palabras:

      —Permítanme agradecerles de todo corazón.

      —Pero ¿por qué nos agradece? —preguntó Desamparado desconcertado.

      —Por esta importante declaración que, para mí como viajero, es extraordinariamente interesante —explicó el estrafalario extranjero y alzó un dedo, lo cual podía significar muchas cosas.

      Por lo visto, la importante declaración produjo una fuerte impresión en el viajero que, asustado, miró a las casas de los alrededores, como si en cada ventana temiera ver a un ateo.

      "No, no es inglés", pensó Berlioz.

      Desamparado se dijo: "qué curioso, ¿dónde habrá aprendido a hablar el ruso así?", y de nuevo frunció el entrecejo.

      —Pero, permítanme preguntarles —dijo el huésped extranjero luego de una inquieta meditación— ¿qué hacer con las pruebas de la existencia de Dios, las cuales, como se sabe, son exactamente cinco? —Vaya —respondió Berlioz desencantado—, ninguna de esas pruebas vale nada y hace tiempo que la humanidad las envió al archivo. Usted estará de acuerdo conmigo en que, dentro del campo de la razón, ninguna demostración de la existencia de Dios es posible.

      —Bravo —gritó el extranjero—, bravo. Usted ha repetido exactamente lo dicho por el inquieto anciano Emmanuel sobre este asunto. Sin embargo, es curioso, él destruyó con limpieza las cinco pruebas y luego, como burlándose de sí mismo, elaboró su correspondiente sexta prueba.

      —La prueba de Kant —el educado editor sonrió con finura— tampoco es convincente. No por gusto, Schiller dijo que el razonamiento de Kant en este tema sólo puede satisfacer a los esclavos y Strauss se reía de ella.

      Mientras hablaba, Berlioz se preguntaba: "¿A fin de cuentas, quién es este hombre y por qué habla tan bien el ruso? .

      —Por tales pruebas a ese Kant habría que echarle tres años en Solovski(4) —soltó de repente Iván Nikoláievich.

      —¡Iván! —susurró Berlioz confundido.

      Ahora bien, la propuesta de enviar a Kant a Solovski no sorprendió al extranjero, sino que, incluso, lo entusiasmó.

      —Eso