Mijaíl Bulgákov

El Maestro y Margarita


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tormento terminará ahora, el dolor de cabeza pasará.

      Sorprendido, el secretario miró al detenido y dejó de escribir.

      El Procurador alzó los atormentados ojos hasta el detenido y vio que el sol, ya muy alto, estaba sobre el hipódromo y un rayo llegaba hasta la columnata y caía sobre las gastadas sandalias de Joshúa que se hacía a un lado.

      Entonces el Procurador se levantó del sillón, se apretó la cabeza con las manos y en su rostro afeitado y amarillento apareció el miedo. Sin embargo, con un esfuerzo de voluntad, pudo contenerlo y de nuevo se sentó.

      Al mismo tiempo, el detenido continuó hablando, pero el secretario no anotó nada más y con el cuello estirado, igual que un ganso, trataba de no perderse una palabra.

      —Bueno, todo ha concluido y me alegro mucho de ello —decía el detenido mirando a Pilato con benevolencia—. Te aconsejaría, Hegémono, que abandonaras temporalmente el palacio y pasearas a pie por algún lugar de las afueras, por lo menos en los jardines del monte El Elión. La tormenta comenzará —el detenido se volvió hacia el sol con los ojos entornados— más tarde, hacia el anochecer. El paseo te haría un gran beneficio y con gusto yo te acompañaría. Se me han ocurrido algunas nuevas ideas que pudieran, así creo, ser interesantes para ti y yo con gusto las compartiría contigo, tanto más porque das la impresión de ser un hombre muy inteligente.

      El secretario palideció mortalmente y dejó caer el pergamino al suelo.

      —Lo malo es que —continuó el detenido sin que nadie le interrumpiera— vives demasiado encerrado y has perdido totalmente la fe en la gente. Reconoce que es imposible depositar todo tu afecto en un perro. Tu vida, Hegémono, es pobre —aquí el detenido se permitió sonreír.

      El secretario pensó en si debía creer a sus oídos o no creer. Tuvo que creer. Trató de imaginarse en qué forma concreta estallaría la cólera del impulsivo Procurador al oír las inauditas impertinencias del detenido. A pesar de conocerle bien, el secretario no pudo hacerse una idea.

      Entonces se escuchó la voz cascada y ronca del Procurador.

      —Desátenle las manos.

      Un legionario de la escolta dio un golpe en el suelo con la lanza, se la entregó a otro, se acercó y desató las cuerdas del prisionero. El secretario recogió el pergamino y decidió no escribir por el momento y no asombrarse de nada.

      —Confiesa —dijo Pilato en griego, bajando la voz—,¿eres un gran médico?

      —No, Procurador, no soy médico —respondió el detenido y con gusto se frotó las muñecas hinchadas y enrojecidas.

      Severo, con el ceño fruncido, Pilato atravesó con la mirada al detenido. Sus ojos ya no eran turbios y en ellos aparecieron las chispas conocidas de todos.

      —No te lo he preguntado —dijo—: ¿quizá sepas latín?

      —Lo conozco.

      Las amarillentas mejillas de Pilato enrojecieron y él preguntó en latín.

      —¿Cómo supiste que yo quería llamar al perro?

      —Muy sencillo. Alzaste la mano en el aire —respondió el detenido en latín y repitió el gesto de Pilato— como si quisieras acariciarle y los labios...

      —Cierto —dijo Pilato.

      Callaron. Después Pilato preguntó en griego.

      —Entonces, ¿eres médico?

      —No, no —contestó el detenido con viveza—. Créeme, no soy médico.

      —Está bien. Si quieres mantenerlo en secreto que así sea. Esto no tiene relación directa con el asunto. Así que tú afirmas que no convocaste a que derriben... quemen o destruyan el templo de una forma u otra.

      —Hegémono, yo no incité a nadie a semejante acto. Lo repito.

      ¿Acaso parezco un tonto?

      —Oh, no, tú no te pareces a un tonto —respondió el Procurador en voz baja y sonrió con extraña sonrisa—. Entonces, jura que no lo hiciste.

      —¿Por quién quieres que jure? —preguntó con gran viveza el detenido.

      —Bueno, por lo menos por tu vida. Es el mejor momento pues, para que lo sepas, ella pende de un hilo.

      —¿No pensarás que tú lo colgaste, Hegémono? Sí es así, mucho te equivocas.

      Pilato se estremeció y respondió entre dientes:

      —Yo puedo cortar ese hilito.

      —En eso también te equivocas —replicó el detenido con sonrisa luminosa mientras que con la mano se protegía del sol—. ¿Estarás de acuerdo conmigo en que cortar el hilo probablemente sólo lo puede hacer aquel que lo colgó?

      —Bueno, bueno —respondió Pilato sonriente—. Ahora no dudo de que los desocupados papanatas de Jerusalén no te perdieran pie ni pisada. No sé quién te habrá colgado la lengua, pero te la colgó bien. A propósito, dime ¿es cierto que entraste en Jerusalén por la puerta de Susa, sobre un burro y acompañado de una muchedumbre que te aclamaba como a un profeta? —preguntó el Procurador, señalando el pergamino.

      Sorprendido, el detenido miró al Procurador.

      —Hegémono, no tengo ningún asno. Sí, entré en Jerusalén por la puerta de Susa, pero a pie y acompañado de Leví Mateo y nadie me gritó porque entonces en Jerusalén nadie me conocía.

      —¿Conoces tú a un tal Dismás, a cierto Gistás y a un Barrabas? —Pilato no dejaba de mirar al detenido.

      —No conozco a esas buenas personas.

      —¿Cierto?

      —Cierto.

      —Ahora dime, todo el tiempo utilizas las palabras "buenas personas", ¿a todos les llamas así?

      —A todos. Gente perversa no hay en el mundo.

      —Primera vez que oigo tal cosa —Pilato sonrió—, pero es posible que yo conozca poco la vida. En adelante no anote nada más —le dijo al secretario, aunque éste hacía rato que no anotaba—. ¿En cuál de los libros griegos leíste sobre esto?

      —En ninguno, yo sólo con mi menté he llegado a eso.

      —¿Y tú lo predicas?

      —Sí.

      —¿Y el centurión Marc, llamado Matarratas, es bueno? —Sí —respondió el detenido— aunque, en verdad, no es feliz. Desde que unas buenas personas lo desfiguraron se hizo feroz y cruel. Sería interesante saber cómo lo desfiguraron.

      —Con gusto te lo explicaré, pues yo fui testigo del hecho. Las buenas gentes se lanzaron sobre él, como los perros contra el oso. Los germanos le sujetaron por el cuello, los brazos, las piernas. El manípulo de infantería cayó en una trampa y si la caballería, comandada por mí, no hubiera interrumpido desde el flanco, tú, filósofo, no habrías podido hablar con Matarratas. Eso fue en la batalla de Idistaviso, en elVaUe de las Doncellas.

      —Si yo pudiera conversar con él, estoy seguro de que cambiaría totalmente —dijo de repente el preso con aire sanador.

      —Creo que muy poca satisfacción le darías al legado de la legión si hablaras con alguno de sus oficiales o soldados. Por suerte, no sucederá y el primero que lo impedirá seré yo.

      En ese momento, una golondrina entró en la columnata, volando con rapidez, descendió en círculos bajo el dorado techo, con sus alas puntiagudas casi rozó el rostro de una estatua de cobre y desapareció tras el capitel de una columna. Es posible que quisiera hacer allí el nido.

      Durante su vuelo, en la cabeza ya fresca y ligera del Procurador, surgió la siguiente idea: él había estudiado el caso del filósofo vagabundo Joshúa, apodado Ga-Nozri, y no había hallado ningún delito. En particular, no encontró la menor relación entre la actividad de Joshúa