y a la fe, han sido condenados a la deshonrosa pena de ser colgados de los postes. Esta pena será cumplida ahora en el Monte Calvario. Los nombres de los delincuentes son Dismás, Gistás, Barrabás y Ga-Nozri. Helos aquí frente a ustedes.
Pilato señaló con la mano derecha sin ver a ninguno de los delincuentes, pero sabiendo que estaban allí.
La muchedumbre respondió con un prolongado rumor de voces, como sorprendida o aliviada. Cuando cesó, Pilato prosiguió:
—Pero sólo serán ejecutados tres pues, de acuerdo con la ley y la costumbre en honor de la fiesta de Pascua, a uno de ellos, elegido por el Pequeño Sanedrín y confirmado por el poder romano, el magnánimo César emperador le devuelve su despreciable existencia. Pilato gritó y en ese instante advirtió cómo en lugar del rumor de las voces se imponía un gran silencio. Ni un suspiro llegó a sus oídos e incluso le pareció que, por un instante, todo desaparecía a su alrededor. La odiada ciudad moría y sólo él se encontraba allí, el rostro hacia el cielo, quemado por los rayos del sol que caían verticalmente.
Pilato también guardó silencio y después comenzó a gritar:
—El nombre del que ahora, delante de ustedes, pondrán en libertad es... —hizo otra pausa, reteniendo el nombre, recordando si lo había dicho todo porque sabía que la muerta ciudad resucitaría al oír el nombre del afortunado y ningunas otras palabras serian escuchadas después.
"¿Todo?", se preguntó Pilato,"Todo. El nombre".
—Barrabas —gritó haciendo resonar con fuerza la letra r sobre la silenciosa ciudad.
Aquí le pareció que el sol, tintineando, estallaba sobre él y le cubría los oídos con niego. En ese fuego se desencadenaban aullidos, gritos, gemidos, risas, silbidos.
Pilato se volvió y caminó hacia atrás en dirección a las escaleras, sin mirar nada, sólo para no tropezar, los mosaicos coloreados que tenía bajo sus pies. Sabía que a sus espaldas, en el estrada, caían monedas de bronce y dadles y que, en la delirante multitud, la gente se empujaba y unos se encaramaban en los hombros de otros, para ver, con sus propios ojos, el milagro de cómo un hombre que se había visto en las manos de la muerte escapaba de ella. Ver cómo los legionarios le desataban las cuerdas y, sin querer, le provocaban un fuerte dolor en sus manos fracturadas durante los interrogatorios y cómo, gimiendo y haciendo gestos de dolor, se sonreía, no obstante, con sonrisa estúpida y loca.
Pilato sabía que ya, en esos instantes, los condenados, con las manos maniatadas, eran conducidos por la escolta, a través de accesos laterales, al camino que llevaba, fuera de la ciudad, al oeste, hacia el Monte Calvario.
Cuando el estrada quedó a sus espaldas, Pilato abrió los ojos, sabiendo que no corría peligro y ya no podría ver a los condenados. Al griterío de la multitud que comenzaba a calmarse se unieron los penetrantes gritos de los pregoneros que repetían, unos en griego, otros en arameo, lo dicho por Pilato desde el estrada. Además, a los oídos del Procurador llegaron los sonidos intermitentes del trate de caballos que se acercaban y el de una trompa que tocaba algo breve y alegre. Aquellos sonidos fueron respondidos, en los tejados de las casas de la calle que iba desde el mercado a la plaza del hipódromo, por los penetrantes silbidos de los chiquillos y los gritos de cuidado".
Un solitario soldado, parado en el espacio libre de la plaza, agitó con alarma su insignia y, entonces, el Procurador, el legado de la legión, el secretario y la escolta se detuvieron.
La caballería, a todo tratar, corría por un costado de la plaza, evitando al gentío y, a través de una callejuela bordeada por un muro de piedra, al lado del cual crecía la vid, tomó el camino más corto para dirigirse al Monte Calvario.
El comandante de la caballería, un sirio pequeño como un niño, oscuro como un mulata, voló al trote y al pasar junto a Pilato gritó algo con voz aguda y desenvainó la espada. Su caballo moro, furioso, empapado de sudor, dio un salto al lado y se encabritó. Enfundando la espada, el comandante golpeó al caballo en el pecho con el látigo, lo dominó y al galope siguió por la callejuela. Detrás de él, en filas de a tres, cabalgaron los jinetes envueltos en una nube de polvo y con las puntas de sus ligeras lanzas levantadas. Al cruzar junto al Procurador marcharon al galope, y, bajo los turbantes blancos, sus rostros sonrientes de brillantes dientes parecían aún más oscuros. Levantando polvo al cielo, la caballería pasó por la calleja y cruzó el último soldado, a la espalda una trompeta que el sol abrasaba. Protegiéndose del polvo con la mano y el disgusto en el rostro,
Pilato caminó en dirección a la puerta del jardín de palacio. Tras él iban el legado de la legión, el secretario y la escolta.
Eran alrededor de las diez de la mañana.
Capítulo 3
La séptima prueba
—Sí, eran cerca de las diez de la mañana, honorable Iván Nikoláievich —dijo el profesor.
El poeta se pasó la mano por la cara, como una persona que acaba de despertar y observó que ya había atardecido en los Estanques.
Por el oscurecido estanque cruzaba un bote ligero y se oía el chapoteo de los remos y la risita de una ciudadana que iba en él. La gente había ido sentándose en los bancos de la alameda, pero siempre lejos de nuestros interlocutores.
El cielo de Moscú parecía descolorido y, en lo alto, la luna llena, aún no dorada, sino blanca, era totalmente visible. Se respiraba mejor y bajo los tilos se escuchaban con más suavidad las voces nocturnas.
"¿Cómo no me di cuenta de que él pudo hacemos toda una historia", pensó Desamparado asombrado, "sí, ya es de noche. ¿Pero quizá no contó nada y yo, simplemente, me dormí y lo he soñado?"
Sin embargo, es necesario suponer que todo aquello había sido contado por el profesor. De otra manera, debiéramos admitir que Berlioz soñó lo mismo porque le dijo al extranjero, mirándole directamente a la cara:
—Su relato, profesor, es muy interesante, pero no coincide en nada con los relatos evangélicos.
—Por favor —respondió el profesor, sonriendo con condescendencia— cualquiera sabe, y usted también, que todo lo escrito en los Evangelios nunca ocurrió verdaderamente y si comenzáramos a referimos a ellos como fuente histórica...—otra vez sonrió el profesor y Berlioz se quedó estupefacto porque eso mismo le había dicho él a Desamparado mientras iban de la calle Bronnaya a los Estanques del Patriarca.
—Cierto —respondió—, pero me temo que nadie podrá confirmar que lo dicho por usted sucedió en realidad.
—Oh, no. Hay quien lo confirmará —contestó con mucha seguridad el profesor, que había comenzado a chapurrar el ruso, y de repente, con un gesto misterioso, le pidió a los amigos que se acercaran a él.
Ellos se inclinaron por ambos lados y él, ya sin ningún acento, pues el diablo sabría por qué, a veces lo tenía y a veces no, les dijo: —El asunto es —el profesor miró atemorizado a su alrededor y habló en susurros— que yo personalmente estuve en todo aquello. Estuve en el balcón junto a Pilato y en el jardín cuando conversó con Caifás y en el estrada, pero en secreto, de incógnito, por decirlo de alguna manera, así que les ruego que ni una palabra a nadie, es un gran secreto... Psch.
Se hizo el silencio y Berlioz palideció.
—¿Usted... cuánto tiempo lleva en Moscú? —preguntó con voz temblorosa.
—Acabo de llegar en este mismo instante —respondió desconcertado el profesor.
Sólo entonces los amigos le miraron a los ojos como es necesario y vieron que el izquierdo era verde, totalmente enloquecido, y el derecho negro, vacío y muerto.
"Caramba, eso lo aclara todo", pensó Berlioz, turbado, "llegó un alemán que ya estaba loco o que, aquí mismo, en los Estanques, se chifló. Qué clase de historia."
Sí, verdaderamente todo se explicaba, el extraño