Mijaíl Bulgákov

El Maestro y Margarita


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y lo recluiría en Cesárea de Estratón,(11) en el mar Mediterráneo, es decir, precisamente allí donde se hallaba la residencia del Procurador.

      Sólo quedaba dictar lo anterior al Secretario.

      Sobre la cabeza misma del Procurador se escuchó el sonido de las alas de la golondrina que se movió hacia la fuente y salió volando a la libertad.

      El Procurador miró al detenido y vio una polvareda a su lado. —¿Es todo sobre él? —le preguntó al secretario.

      —Por desgracia, no —respondió el secretario y le tendió otro pergamino.

      —¿Qué más hay ahí? —Pilato frunció el entrecejo.

      Al leer el pergamino su rostro se transformó. Quizá la sangre fluyó a la cara y el cuello o sucedió algo distinto, pero su piel, perdiendo el matiz amarillento, se oscureció y los ojos se le hundieron. Probablemente fuera la sangre la culpable, otra vez, al fluir hacia las sienes y latirle, pero algo ocurrió con la visión del Procurador. Tan fuerte fluyó que la cabeza del prisionero desapareció y en su lugar surgió otra. Una cabeza calva en la cual estaba asentada una corona de oro con sus puntas separadas. En su frente había una llaga redonda, cubierta de ungüento, que le corroía la piel. La boca, sin dientes, estaba caída y el labio inferior colgaba caprichoso.

      A Pilato le pareció que desaparecían las rosadas columnas del balcón y, a lo lejos, abajo y más allá del jardín, los tejados de Jerusalén y en derredor, todo se hundía en los verdes jardines de Caprea. También en su audición ocurrió algo raro, como si, a lo lejos, tocaran, amenazantes y no muy fuertes, las trompetas, y con nitidez se escuchara una voz nasal que, arrogantemente, alargaba las palabras "La ley sobre la ofensa a su Majestad".

      Los pensamientos le llegaron con brevedad, incoherentes y extraños: perdido y después "perdidos". Uno de ellos, completamente absurdo, era acerca de una cierta inmortalidad, y, por alguna razón, esa inmortalidad le provocaba una tristeza insoportable. Haciendo un esfuerzo, Pilato expulsó la visión, volvió la vista al balcón y nuevamente, frente a él, estuvieron los ojos del detenido. —Escucha, Ga-Nozri —dijo mirando a Joshúa de una manera extraña, con rostro cruel y ojos inquietos—, ¿alguna vez hablaste algo sobre el gran César? Responde, ¿hablaste?... ¿O... no... hablaste? —Pilato pronunció la palabra "no" un poco más de lo que corresponde en un juicio y, con la mirada, le envió a Joshúa una cierta idea que hubiese querido sugerirle. —Decir la verdad es fácil y agradable —respondió el detenido. —No necesito saber si te es agradable o no decir la verdad —la voz de Pilato fue dura y reconcentrada—. Pero tú tendrás que decirla. Pero habla sopesando cada palabra si es que no quieres ya una muerte inevitable, sino terrible.

      Nadie sabe qué sucedió con el Procurador de Judea, pero él se permitió alzar la mano, como si estuviera protegiéndose de los rayos del sol y detrás de esa mano, como si fuera un escudo, le dirigió al detenido una mirada insinuante.

      —Y bien —dijo—, responde, ¿conoces a un tal Judas de Karioth? ¿Qué le dijiste, si es que le dijiste algo, sobre el César? —El asunto fue así —respondió gustosamente el detenido—. Anteayer por la tarde, cerca del templo, conocí a un joven llamado Judas de la ciudad de Karioth. Él me invitó a su casa en la Ciudad baja y me agasajó...

      —¿Una buena persona? —un fuego diabólico brilló en las pupilas de Pilato.

      —Muy bueno e interesado en saber —confirmó el preso—; tuvo un gran interés por mis ideas y se mostró muy amable conmigo...

      —Le echó leña al fuego —pronunció el Procurador entre dientes, imitando el tono del preso, y sus ojos brillaron.

      —Sí —respondió Joshúa, algo sorprendido de lo informado que estaba el Procurador—. Me pidió que le diera mi opinión sobre el poder estatal. En ese asunto se interesó sobremanera.

      —¿Y qué le dijiste? ¿Me responderás que olvidaste tus palabras? —en el tono de Pilato no había ya esperanza.

      —Entre otras cosas le dije que cualquier poder representa la fuerza sobre las personas y llegará el tiempo en que no existirá el poder, ni del César ni de cualquier otro tipo. El hombre entrará en el reino de la verdad y la justicia en el que no habrá necesidad de ningún poder.

      —¿Y qué más?

      —Nada más. Ahí llegaron personas, me amarraron y me condujeron a la cárcel.

      Tratando de no perder una sola palabra, el secretario escribía con rapidez.

      —En el mundo no hubo, no hay, ni nunca habrá un poder mayor y perfecto para la gente que el poder del emperador Tiberio —se elevó la voz entrecortada y enferma de Pilato que, por alguna razón, miró con odio al secretario y a la escolta—. Y no eres tú, loco bandido, quien lo juzgará. .

      Entonces Pilato gritó:

      —Que se vaya la escolta —y añadió, volviéndose hacia el secretario—: Déjeme a solas con el detenido. Es un asunto de Estado.

      Los escoltas alzaron las lanzas, sonaron los pasos rítmicos de sus cáligas, salieron al jardín y el secretario los siguió.

      Por instantes, el silencio en el balcón fue roto por el cantar del agua en la fuente. Pilato miraba cómo aumentaba el agua en el plato, cómo rebozaba sus bordes y se derramaba en pequeños hilos. El detenido fue el primero en romper el silencio.

      —Veo que ha ocurrido alguna desgracia a causa de que yo hablé con este joven de Karioth. Tengo el presentimiento, Hegémono, de que le ocurrirá una desgracia y eso me apesadumbra.

      —Creo —respondió el Procurador y su sonrisa era extraña— que hay alguien en el mundo a quien debieras compadecer más que a Judas de Karioth y a quien le irá mucho peor que a él. ¿Entonces, Marc Matarratas, frío y convencido verdugo, las personas que, como veo —Pilato señaló hacia el desfigurado rostro de Joshúa— te golpearon por tus enseñanzas, los bandidos Dismás y Gistás que mataron con sus secuaces a cuatro soldados y, finalnente, el sucio traidor Judas, todos ellos son buenas personas?

      —Sí.

      —¿Y llegará el Reino de la Verdad?

      —Llegará, Hegémono —respondió Joshúa con convencimiento. —Nunca llegará —gritó de repente Pilato con voz tan terrible que Joshúa retrocedió.

      Muchos años atrás, en el valle de las Doncellas, Pilato, con una voz así, le gritó a sus soldados "Mátenlos, mátenlos. El gigante Matarratas ha caído". Ahora alzó aún más su ronca voz de soldado, de manera que fuera escuchada en el jardín, y gritó:

      —Bandido, bandido, bandido.

      Después, bajando la voz, preguntó:

      —Joshúa Ga-Nozri, ¿crees en algunos dioses?

      —Dios es uno y en él creo.

      —Entonces rézale a él. Rézale con fuerza. A propósito —la voz de Pilato se cortó— esto no ayudará. ¿Tienes esposa? —preguntó melancólicamente, sin entender qué le sucedía.

      —No, estoy solo.

      —Odiosa ciudad —murmuró el Procurador, movió los hombros como si tuviera frío y se frotó las manos como si estuviera lavándoselas—, si te hubieran degollado antes de tu encuentro con Judas de Karioth habría sido mejor.

      —Déjame libre, Hegémono —pidió de repente el detenido y en su voz había alarma—; veo que quieren matarme.

      El Procurador, el rostro alterado por un calambre, observó a Joshúa con encono y ojos enrojecidos.

      —Infeliz, ¿tú crees que un Procurador romano liberará a un hombre que ha dicho lo que tú dijiste? Oh, dioses, oh, dioses. ¿Piensas, acaso, que me dispongo a ocupar tu lugar? Yo no comparto tus ideas. Escúchame, si en este instante pronuncias aunque sea una sola palabra o hablas con alguien, cuídate de mí. Te repito, cuídate. —Hegémono...

      —Cállate —gritó Pilato