el desayuno... con Kant? ¿Qué es lo que está diciendo?" ,pensó.
—Pero —prosiguió el extranjero, dirigiéndose al poeta sin reparar en el asombro de Berlioz— enviarlo a Solovski es imposible por la sencilla razón de que, hace ya más de cien años, él vive en lugares mucho más lejanos que Solovski y de ninguna manera es posible sacarlo de allí. Se lo aseguro.
—Qué lástima —replicó el poeta con agresividad.
—Yo también lo lamento —afirmó el desconocido y los ojos le brillaron—. Pero algo ahí me preocupa. Si, efectivamente, Dios no existe, entonces surge la pregunta: ¿quién conduce la vida de la humanidad y todo el orden en la Tierra?
—El mismo hombre la conduce'—se apresuró a contestar Desamparado, molesto ante una cuestión no muy clara.
—Disculpe —dijo con suavidad el desconocido— para conducir algo se necesita, de alguna manera, tener un plan exacto de un plazo más o menos razonable. Permítanle preguntarle ¿cómo puede el ser humano dirigir si está privado de la capacidad de formular cualquier plan, incluso de breve duración, bueno, digamos mil años, él, que ni siquiera puede estar seguro de su propio día de mañana? En realidad —aquí el desconocido se volvió hacia Berlioz— imagínese que usted, por ejemplo, comienza a dirigir y a disponer de los demás y de sí mismo. En general, por así decir, le toma el gusto y de repente..., bueno..., se le presenta un sarcoma pulmonar —el extranjero sonrió dulcemente, como si la idea del sarcoma le produjera satisfacción—. Sí, un sarcoma —repitió la sonora palabra y entorno los ojos igual que un gato— y he aquí que vuestra dirección terminó. Ningún otro destino, con la excepción del suyo propio, le interesará. Sus seres queridos comienzan a mentirle. Usted, comprendiendo que algo no anda claro, se arroja en los brazos de los sabios médicos, luego de los charlatanes e incluso de videntes. Tanto lo primero, lo segundo y lo tercero no tiene sentido y usted mismo lo sabe. Y todo termina trágicamente. Aquel que, poco tiempo atrás, pensaba que dirigía, de repente yace, inmóvil, en una caja de madera y los que le rodean, comprendiendo que ya no es nadie, le incineran en un horno. A veces es peor. El hombre se dispone a viajar a Kislovoks —el extranjero miró de reojo a Berlioz— lo cual parece un asunto banal, pero no puede hacerlo porque, por una causa desconocida, resbala y cae bajo un tranvía. No me dirá usted que él mismo decidió esto. ¿No es más correcto pensar que fue otro quien decidió sobre él? —aquí el extranjero se rió haciendo una mueca.
Con gran atención escuchó Berlioz el desagradable relato del sarcoma y el tranvía, y ciertos pensamientos intranquüizantes comenzaron a molestarle.
"No es extranjero... no es extranjero", se dijo, "es un sujeto rarísimo..., ¿quién será en realidad?"
—Veo que desea fumar —sorpresivamente el desconocido se dirigió a Desamparado—. ¿Qué prefiere?
—¿Quizá tenga algo diferente? —dijo sombríamente el poeta a quien se le habían acabado los cigarrillos.
—¿Cuáles prefiere? —repitió el desconocido.
—Bueno, Nuestra Marca —contestó Desamparado con irritación.
Con rapidez el extranjero sacó una pitillera del bolsillo y se la ofreció a Desamparado.
—Nuestra Marca.
El editor y el poeta se asombraron no tanto de encontrar los cigarrillos Nuestra Marca en la pitillera, sino de ella misma. Era de gran tamaño, enchapada en oro y, al ser abierta, en su tapa brillaba con luz azul y blanca un triángulo de diamantes.
Aquí los literatos pensaron de manera diferente. Berlioz se dijo:
"Sí, es extranjero", y Desamparado: "Que se lo lleve el Diablo". El poeta y el dueño de la pitillera comenzaron a fumar y Berlioz que no era fumador no quiso hacerlo.
"Es necesario contradecirle de esta manera" pensó Berlioz, "sí, el hombre es mortal. Nadie niega eso. Pero el asunto es..."
Sin embargo, no tuvo tiempo de expresar esas palabras porque el extranjero se le adelantó.
—Sí, el hombre es mortal, pero es sólo la mitad de la tragedia.
Lo malo es que, a veces, y de repente, es mortal. He ahí el truco. En general, no se puede decir qué hará él hoy por la tarde.
"Qué manera tan absurda de formular la cuestión , pensó Berlioz y replicó:
—Bueno, ahí hay una exageración. Este atardecer me es conocido, más o menos. Claro, si en la Bronnaya no me cae un ladrillo en la cabeza...
—Un ladrillo no viene al caso —le interrumpió el desconocido— nunca y a nadie le cae en la cabeza. En especial, le aseguro que a usted no le aguarda ese peligro. Usted fallecerá de otra muerte.
—¿Quizá sepa usted cuál es, precisamente, y me la diga? —respondió Berlioz con abierta ironía, dejándose arrastrar a una conversación en verdad absurda.
—Con mucho gusto —contestó el desconocido.
Después observó a Berlioz como si se dispusiera a coserle un traje, entre dientes, murmuró algo así como: "uno, dos... Mercurio en la segunda Casa.. . La luna partió... Seis... Desgracia... La tarde... Siete , y con alegría anunció en voz alta.
—A usted le cortarán la cabeza.
Furioso, Desamparado miró con rabia al impertinente desconocido.
—¿Quién precisamente? ¿Los enemigos? ¿Los interventores? —preguntó Berlioz con torcida sonrisa.
—No —dijo su interlocutor— una mujer rusa, komsomola. —Aja —gruñó Berlioz, irritado por la broma del desconocido— bueno, eso, perdone, es poco probable.
—Por favor, discúlpeme, pero es así —contestó el extranjero—. Quisiera preguntarle algo, si no es secreto ¿Qué hará esta tarde? —Secreto no es. Ahora iré a mi casa y luego, sobre las diez, a una reunión del Massolit que presidiré.
—No, eso es imposible —afirmó el extranjero con firmeza. —¿Por qué?
—Porque —con los ojos entornados el extranjero observó el cielo donde, presintiendo el frío del anochecer, volaban negros y silenciosos pájaros—, Annushka ya compró el aceite de girasol y no sólo lo compró, sino que incluso lo derramó. Así que la reunión no se celebrará.
En ese instante, y como es comprensible, bajo los tilos se hizo el silencio.
—Disculpe —dijo Berlioz luego de esa pausa y miró al extranjero que decía tales tonterías—, ¿qué tiene que ver aquí el aceite de girasol... y quién es esa Annushka?
—Sí ¿por qué el aceite de girasol aquí? —saltó de repente Desamparado que, por lo visto, decidió declarar la guerra al desconocido—. Ciudadano, ¿nunca ha tenido que visitar un manicomio? —¡Iván! —exclamó por lo bajo Mijaíl Alexándrovich.
Sin ofenderse en nada, el extranjero rió divertido:
—He estado, he estado y no una sola vez —respondió, riéndose, sin apartar del poeta su dura mirada—. ¡Dónde no he estado! Sólo lamento no haberle preguntado al doctor qué es la esquizofrenia. Por favor, pregúntele usted mismo, Iván Nikoláievich.
—¡¿Cómo sabe usted mi nombre?!
—Hágame el favor, Iván Nikoláievich, ¿quién no le conoce a usted? —del bolsillo, el extranjero extrajo el último número de la Gaceta Literaria y Desamparado vio su retrato en la primera página y sus versos debajo. Pero tal prueba de popularidad y fama, que ayer le produjera satisfacción, no alegró al poeta en ese instante.
—Disculpe —dijo y su rostro se ensombreció—. ¿Me permite un momento? Tengo algo que decirle al camarada.
—¡Cómo no! —exclamó el desconocido—. Aquí, debajo de los tilos, es muy agradable y, además, no tengo prisa por llegar a ninguna parte.
—Oye,