Apoyándose en el respaldar del banco, y a espaldas del profesor, le hizo señas a Desamparado de que no lo contradijera en nada, pero el anonadado poeta no le entendió.
—Sí, sí, sí —dijo excitado— todo eso es posible. Muy posible, Poncio Pilato, el balcón y todo lo demás. ¿Y usted ha llegado solo o con su esposa?
—Solo, solo, yo siempre estoy solo —respondió con amargura el profesor.
—¿Y dónde tiene sus cosas, profesor? —preguntó Berlioz con tacto—. ¿Dónde se hospeda? ¿En el Metropol?(12)
—¿Yo? En ningún lado —respondió el loco alemán con tristeza y ferocidad y su ojo verde vagó por los Estanques del Patriarca. —¿Cómo? ¿Y dónde vivirá?
—En la casa de usted —respondió el órate y guiñó un ojo.
—Yo... yo, con mucho gusto —balbuceó Berlioz— pero, en verdad, usted no estará cómodo. En cambio en el Metropol hay unas habitaciones estupendas. Es un hotel de primera clase. —¿Y tampoco existe el diablo? —le preguntó de repente el enfermo a Iván Petróvich en tono jovial.
—El diablo...
—No lo contradigas —susurró, con los labios, Berlioz, a espaldas del profesor y gesticuló.
—No existe ningún diablo —Desamparado gritó lo que no era necesario, desconcertado ante tantas tonterías—. Qué insoportable. Y deje de hacerse el loco.
Entonces el loco se rió tan fuertemente que, desde los tilos, un cuervo voló sobre sus cabezas.
—Bueno, esto se pone interesante —dijo el profesor estremecido por la risa—, ¿qué sucede con ustedes, no existe nada de qué agarrarse, no hay nada? —de repente dejó de reír, de las carcajadas pasó al otro extremo, lo cual es comprensible en los enfermos mentales, e irritado gritó con hosquedad:
—¿Así es que no existe?
—Cálmese, cálmese, profesor, cálmese —balbuceó Berlioz, temiendo irritar al enfermo— siéntese aquí un momento con el camarada Desamparado. Voy un momento a la esquina para hablar por teléfono. Después le acompañaré a donde usted quiera. Como usted no conoce la ciudad...
Hay que reconocer que el plan de Berlioz era correcto. Se imponía correr al primer teléfono público e informarle al Buró de extranjeros acerca de que un cierto consultante llegado del extranjero se encontraba en los Estanques del Patriarca en un estado evidentemente anormal. Entonces era imprescindible tomar medidas o de lo contrario se produciría alguna desagradable tontería.
—¿Llamar? Bueno, llame —respondió con tristeza el enfermo y de repente preguntó con ardor—: le suplico que, al despedimos, crea, al menos, que el diablo existe. Nada más le pediré. Tenga en cuenta que hay una séptima prueba, la más convincente. Ahora ella le será demostrada a usted.
—Magnífico, magnífico —dijo Berlioz con falsa amabilidad y, guiñándole un ojo al poeta, a quien no le era nada simpático quedarse cuidando al loco alemán, se apresuró en llegar a la salida de los Estanques, en la esquina de la calle Bronnaya y el callejón Yermolaevskii.
En ese mismo instante, el profesor, al parecer, se puso bien y se avivo.
—Mijaíl Alexándrovich —le gritó a Berlioz.
Este se estremeció y se volvió, pero se calmó con el pensamiento de que su nombre y patronímico también los había conocido el profesor en alguna revista.
Poniendo las manos como bocina, el profesor volvió a gritar: —¿No desea usted que yo envíe ahora un telegrama a su do en Kiev?
Otra vez Berlioz se estremeció. ¿Dé dónde el loco sabía de la existencia de su tío de Kiev? Sobre aquello nada había sido escrito en ninguna revista. Oh, oh, ¿no tendría razón Desamparado? ¿Y si los documentos eran falsos? Oh, hasta qué punto era raro aquel sujeto... Telefonear, telefonear. Inmediatamente. Enseguida lo aclararán. Y sin escuchar nada más, Berlioz siguió corriendo.
En ese momento, justo en la salida a la caUe Bronnaya, de un banco se levantó y vino a su encuentro un ciudadano exactamente igual al que había aparecido antes, a la luz del sol y durante el calor abusador. Sólo que ahora no era transparente sino corriente y banal. En el incipiente crepúsculo, Berlioz pudo distinguir bien que tenía un bigotito como las plumas de una gallina, los ojos pequeñitos, irónicos, medio borrachos y un pantaloncito a cuadros, tan corto que se le veían sus sucias medias blancas.
Mijail Alexándrovich retrocedió, pero se calmó pensando que todo no era más que una absurda coincidencia y que, además, no tenía tiempo para reflexionar sobre aquello.
—¿Ciudadano, busca el torniquete del tranvía? —preguntó el tipo de los pantalones a cuadros con quebrada voz de tenor—. Por aquí, por favor, derecho y saldrá al lugar preciso. Por mi información no habrá nada para un cuartito de vodka... para un ex director de coro... mejorará —haciendo muecas el sujeto se quitó su gorrita de jockey.
Sin escuchar nada del pedigüeño y afectado ex chantre, Berlioz corrió hacia el torniquete y lo agarró con la mano. Dándole vuelta, se dispuso a cruzar por los rieles del tranvía. Entonces, vio una luz roja y blanca, que saltó sobre su cara, y la señal lumínica "Cuidado, tranvía".
En ese instante volaba el tranvía por la recién construida vía del callejón Yermolayeski a la calle Bronnaya. Giró y, acelerando la marcha repentinamente, siguió en línea recta mientras su interior se alumbraba.
Aunque estaba fuera de peligro, Berlioz, precavido, decidió regresar a la barrera, dio un paso atrás y puso la mano sobre el torniquete. En ese preciso instante, su mano resbaló y se soltó. Sin poder evitarlo, una pierna se le deslizó, como si estuviera en el hielo, por los guijarros de la pendiente que descendía hacia la línea del tranvía mientras que la otra lo echaba sobre ella.
Tratando de sujetarse de algo, Berlioz cayó boca arriba y su nuca golpeó con fuerza contra los guijarros. Tuvo tiempo de ver la luna en lo alto, sin saber si estaba a su derecha o la izquierda porque ya no podía discernir. Tuvo tiempo de volverse de costado con un movimiento enloquecido y, en una fracción de segundo, encoger las piernas contra el estómago y ver, viniendo hacia él con fuerza incontenible, el rostro, totalmente pálido por el espanto, de la conductora y su brazalete rojo.
Berlioz no gritó, pero de repente desesperadas voces de mujer llenaron toda la calle. La conductora haló los frenos eléctricos, el tranvía se detuvo de golpe, clavándose en la tierra y con estruendo saltaron los vidrios de las ventanillas.
Entonces, en el cerebro de Berlioz alguien gritó espantado:
"¿Cómo es posible?". Otra, y última vez brilló la luna, pero ya rota en pedazos. Luego fue la oscuridad.
El tranvía aplastó a Berlioz y lanzó, debajo de las rejas de la alameda del Patriarca, hacia los guijarros de la pendiente, un objeto oscuro que rodó hacia los adoquines de la calle Bronnaya.
Era la cabeza cortada de Berlioz.
Capítulo 4
La persecución
Calmados los histéricos gritos de las mujeres y silenciados los silbatos de la Milicia,(13) llegaron dos ambulancias. En una se llevaron a la morgue el cuerpo descabezado de Berlioz y su cercenada cabeza y en la otra a la bella conductora, herida con los fragmentos de los cristales de la ventanilla. Los barrenderos de blancos delantales barrieron los fragmentos de los cristales y echaron arena sobre los charcos de sangre. Iván Nikoláievich corrió, pero no pudo llegar al torniquete. Se derrumbó sobre un banco y allí estaba, en la misma posición en que se había echado. Varias veces intentó levantarse, pero las piernas no le respondían y tenía algo así como una parálisis. Había corrido hacia el torniquete en cuanto escuchó el primer grito y vio rodar la cabeza de Berlioz por la pendiente. Aquello lo enloqueció a tal punto que, desplomándose sobre el banco, se