Mijaíl Bulgákov

El Maestro y Margarita


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no hay que envidiar.

      —En total hay veintidós dachas y aún se construyen sólo siete. En el Massolit somos tres mil.

      —Tres mil ciento once —añadió alguien desde un rincón.

      —Ya ven —continuó Navegante—. ¿Qué hacer? Como es natural, las dachas las recibieron los más talentosos de nosotros... —Los generales —terció directamente en la discusión el guionista Gluxárev.

      Beskúdnikov bostezó artificiosamente y salió de la habitación. —Alguien con cinco habitaciones en Perelíguino —dijo GIuxárev.

      —Lavrovich seis —gritó Denivski— y el comedor revestido de roble.

      —Oh, ahora no es ese el asunto —gritó Ababkov— sino que son las once y treinta.

      Se armó un alboroto y afloró algo parecido a un motín. Llamaron al odiado Perelíguino, pero comunicaron con otra dacha, no con la de Lavrovich. Supieron que había ido al río y esto colmó su disgusto. Sin reflexionar llamaron, por la extensión 930, a la Comisión de Bellas Artes y, por supuesto, allí no había nadie. —Él pudiera haber llamado —gritaron Deniskii, Gluxárev y Kvant.

      Ah, gritaban en vano. No podía Mijaíl Alexándrovich llamar a ninguna parte. Lejos, lejos de Griboiédov, en una enorme sala iluminada por lámparas de miles de voltios y en tres mesas de zinc, yacía lo que, recientemente, fuera Mijaíl Alexándrovich.

      En la primera mesa estaba el cuerpo desnudo, con sangre seca, el brazo fracturado y el pecho aplastado; en la segunda, la cabeza con los dientes delanteros rotos, turbios y abiertos los ojos a los que ya no asustaba la cortante luz y en la tercera un montón de arrugados trapos.

      Cerca del decapitado se encontraba un profesor de medicina legal, un patólogo, su disecador, el representante de la investigación judicial y, llamado por teléfono, el literato Shelibin, sustituto de Berlioz en el Massolit, que debió separarse de su esposa enferma. Un auto había recogido a Shelibin y la primera tarea fue, junto con la instrucción del sumario, llevarlo, cerca de la medianoche, al departamento del muerto, donde se lacraron sus papeles. Luego todos se dirigieron a la morgue.

      Ahora, junto a los restos del difunto, deliberaban sobre qué era lo mejor a hacer: coser al cuello la cortada cabeza o exponer al difunto en la sala mortuoria, tapando herméticamente el cadáver hasta la barbilla con un paño negro.

      Sí, Mijaíl Alexándrovich no podía llamar a ninguna parte y en vano gritaban Deniskii, Gluxárev. Exactamente ah medianoche, doce literatos abandonaron el piso superior y se dirigieron al restaurante Allí, nuevamente, no buenas palabras recordaron a Mijaíl Alexándrovich. Naturahiente, todas las mesitas en la terraza estaban ocupadas y tuvieron que cenar en las hermosas pero calurosas salas. Y justamente a medianoche, en la primera de las salas algo retumbó, tintineó, se derrumbó, comenzó a saltar. Al mismo tiempo una fina voz masculina gritó desesperadamente con la música "Aleluya".

      El estrépito procedía del célebre jazz de Griboiédov. Entonces fue como si los sudorosos rostros se iluminaran, los caballos dibujados en el techo revivieran y las luces de las lámparas se hicieran más intensas, y la gente, como si se liberara de una cadena, comenzó a bailar en ambas salas y enseguida en la terraza.

      Bailaba Glujarev con la poetisa Tamara Polumiesiaz, bailaba Kvant, bailaba el noveüsta Zhukópov con cierta actriz de cine, vestida de amarillo. Bailaban Dragunskii, Cherdavskii,(19) el pequeño Denitskin con la gigantesca Navegante Georges, bailaba la bella arquitecta Seméikina Gall, fuertemente apretada por un desconocido de blancos pantalones. Bailaban los de la casa y los huéspedes, moscovitas y forasteros, el escritor logann de Kronstadt, un tal Vitia Kúftik, de Rostov, al parecer director de cine, a quien un eccema liliáceo le cubría toda la mejilla, bailaban los más importantes representantes de la sección de poesía de Massolit, es decir, Pavionov, Bogojulskii, Sladkii, Shpichkin y Adelfina Buzdiak; bailaban jóvenes de profesiones desconocidas, con el pelo cortado al cepillo y hombreras de algodón; bailaba un hombre muy maduro y con barba, en la cual se hallaba enganchado un pedacito de cebolla, con él bailaba una joven enclenque, devorada por la anemia, que vestía un arrugado vestidito de seda, color naranja.

      Bañados en sudor, los camareros llevaban sobre sus cabezas chorreantes jarras de cerveza y con voces roncas gritaban con odio "Perdone, ciudadano". En alguna parte y en el rumor de voces, alguien ordenaba: "Uno de Karskii","Dos de Zubrik","Fliaki gosporadiskie".(20) La voz aguda ya no cantaba sino aullaba "Aleluya". A veces, el ruido de la batería de la orquesta de jazz era sobrepasado por el ruido de la vajilla que los lavaplatos llevaban a la cocina por una rampa. En una palabra, el infierno.

      Y en la medianoche hubo una visión infernal: entró en la terraza un hermoso hombre de ojos negros, barba en forma de puñal y vestido de frac que lanzó una mirada regia sobre sus posesiones. Dicen, dicen los místicos, que hubo una época cuando el hombre bello no llevaba frac, sino un ancho cinturón de cuero del cual salían las empuñaduras de pistolas; su cabello, como el ala de un cuervo, cubierto estaba por una seda bermeja y, en el mar Caribe, navegaba bajo su mando, un bergantín de bandera sepulcral con una calavera.

      ¡No, no, no! Mienten los seductores místicos. No existe en el mundo ningún mar Caribe y en él no navegan violentos filibusteros y no los persiguen las corbetas y sobre las olas no se eleva el humo de los cañones. No hay nada y nada hubo. Sí hay un endeble tilo, hay una reja de hierro y tras ella una avenida. Y navega el hielo en una copa y en la mesa contigua se ven unos ojos de acero, inyectados en sangre y es terrible, terrible... Oh, dioses, dioses míos, un veneno para mi, veneno.

      De repente, en las mesitas brotó una palabra: Berlioz. De repente, el jazz se interrumpió como si alguien le hubiera dado un puñetazo. "¿Qué, qué, qué, qué? ¡Berlioz!" y comenzaron a levantarse bruscamente, comenzaron a lanzar gritos...

      Sí, corrió una ola de dolor por la terrible noticia sobre Mijaíl Alexándrovich. Alguien se agitó, gritó que era necesario, en ese mismo instante, sin moverse de allí, redactar algún telegrama colectivo y enviarlo de inmediato.

      Pero nosotros preguntamos ¿qué telegrama y a dónde? ¿Y para qué mandarlo? ¿A dónde, en realidad? Cualquiera que fuese el telegrama, ¿para qué lo necesitaba aquel cuyo despachurrado pescuezo aprietan ahora las manos enguantadas del disecador, cuyo cuello pincha el profesor con curvas agujas? Ha muerto él y no le es necesario ningún telegrama. Es todo, por supuesto, no sobrecarguemos más el telégrafo.

      Sí, murió, murió... pero nosotros estamos vivos.

      Sí, se alzó la ola de dolor, se sostuvo, se sostuvo y comenzó a retroceder y alguien regresó a su mesita y, primero a escondidas, luego abiertamente, bebió su agüita y mordisqueó algo. En verdad, ¿para qué perder las croquetas de pollo? ¿En qué ayudamos a Mijaíl Alexándrovich con quedamos con hambre? Pero si estamos vivos. Como es natural, echaron llave al piano, el jazz desapareció, algunos periodistas marcharon a sus redacciones para escribir sus notas necrológicas. Se supo que Sheldibin había llegado de la morgue. Él se encerró en el despacho y allí mismo corrió el rumor de que reemplazaría a Berlioz. Sheldibin hizo venir del restaurante a los doce miembros de la dirección y en una urgente reunión en el despacho de Berlioz comenzaron a discutir las impostergables cuestiones de la decoración para la sala de las columnas de Griboiédov, el traslado del cuerpo a ese lugar, el acceso a él y otros asuntos relacionados con el doloroso suceso.

      El restaurante recobró su habitual vida nocturna y hubiese vivido en eUa hasta el cierre, es decir, hasta las cuatro de la madrugada si no hubiese sucedido algo totalmente infernal, haciendo saltar y asombrar a los clientes del restaurante mucho más que la muerte de Berlioz. Los primeros en inquietarse fueron los valientes que custodiaban la puerta de la casa de Griboiédov. Se escuchó cómo uno de ellos, subiéndose en el pescante de un coche, gritó:

      —Oigan, miren esto.

      Tras aquello, salido de algún lado, junto a la reja de hierro se encendió una lucecita que comenzó a acercarse a la terraza donde las personas comenzaron a pararse y a ver que con la luz venía un fantasma blanco. Al aproximarse, todos quedaron como petrificados detrás de las