—respondió Riujin asustado.
—¿Miembro del sindicato?
—Sí.
—¿Es la Milicia? —gritó Iván por el auricular—. ¿La Milicia? Camarada de guardia, ordene ahora mismo que envíen cinco motocicletas con ametralladoras para capturar al consultante extranjero. ¿Qué? Vengan por mí y yo iré con ustedes. Habla el poeta Desamparado desde el manicomio... ¿Qué dirección es esta? —preguntó Iván en un susurro al doctor, cubriendo el auricular con la mano, y después volvió a gritar a través del auricular—: ¿Me oye? Aló. Qué descaro —vociferó Iván de repente y lanzó el teléfono contra la pared. Después se volvió hacia el doctor, le tendió la mano, con sequedad le dijo adiós y se dispuso a marcharse. —Perdóneme, ¿a dónde quiere ir usted? —preguntó el médico mirando a los ojos de Iván—. Tarde en la noche, en ropa interior... Usted se siente mal, quédese aquí.
—Déjenme pasar —dijo Iván a los enfermeros que se interponían fíente a la puerta—. ¿Me dejan o no? —gritó con voz terrible el poeta.
Riujin tembló y la enfermera apretó un botón en la mesita y en su superficie de cristal apareció una brillante cajita con una ampolleta.
—¿Ah, así, eh? —dijo Iván mirando a los lados, como una fiera salvaje acorralada—. Está bien. Adiós —y se lanzó de cabeza contra la cortina de la ventana.
Hubo un estruendo, pero el vidrio tras la cortina ni siquiera se rajo y en un instante Iván se hallaba en las manos de los enfermeros. Trató de morder y enronquecido gritó:
—Así que esos son los cristalitos que tienen. Déjenme. Déjenme...
Una jeringa brilló en las manos del médico y la enfermera con un movimiento alzó la manga del camisón y sujetó el brazo de Iván con fuerza nada femenina. Olía a éter. Sujetado por cuatro hombres, Iván flaqueó y ese momento le sirvió al hábil médico para clavarle la aguja en el brazo.
Por unos instantes más, sujetaron a Iván y luego lo pusieron en el sofá.
—Bandidos —gritó Iván y saltó del sofá, pero de nuevo lo sentaron. Apenas lo habían soltado cuando saltó otra vez, pero él mismo se sentó después. Murmuró algo, miró con rabia y de repente bostezó y sonrió con amargura.
—De todas maneras, me han encerrado —dijo, bostezó de nuevo y de repente se acostó, la cabeza sobre la almohada, las manos bajo la mejilla, como los niños. Con voz soñolienta murmuró algo, ya sin furia:
—Está bien... ustedes mismos van a pagar por todo. Como quieran, yo les previne. Ahora a mi, más que nada, me interesa Poncio Pilato... Pilato —aquí cerró los ojos.
—Al baño, el 117 individual y en ayunas —ordenó el médico. poniéndose los lentes.
Riujin tembló de nuevo cuando, silenciosamente, se abrieron las puertas blancas y tras ellas se vio el corredor, alumbrado por las lámparas nocturnas. Por el corredor trajeron una camilla con ruedas de goma y en ella colocaron al dormido Iván que se perdió en el corredor. Tras él se cerraron las puertas.
—Doctor —dijo en un susurro el conmovido Riujin— ¿él está enfermo de verdad?
—Sí.
—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Riujin con timidez
Con ojos cansados el médico lo observó y contestó con pereza: —Excitación motora y del habla... interpretaciones delirantes... por lo visto, el caso es complicado. Esquizofrenia hay que suponer y, además, alcoholismo.
Riujin, sin entender las palabras del médico con la excepción de que el caso de Iván era, por lo visto, malo, suspiró y preguntó: —¿Y qué es eso del consultante sobre el cual habla?
—Al parecer alguien que impresionó su dañada imaginación. Quizá una alucinación.
Unos minutos más tarde, el camión conducía a Riujin hacia Moscú. Amanecía y la luz aún no apagada de los faroles de carretera era ya innecesaria y desagradable. El chofer, molesto por la noche perdida, iba a toda velocidad y no frenaba en las curvas.
El bosque desaparecía, quedaba atrás en alguna parte y, por un costado, el río corría hacia algún lugar y al encuentro del camión venían muchas cosas, vallas con letreros de advertencia, leña apilada, altos postes, extraños mástiles en los cuales estaban ensartados carretes, montones de cascajo, tierra surcada por canales, en una palabra, se senda que Moscú estaba allí, a la vuelta, y pronto se echaría sobre ellos y los envolvería.
En la cama del camión, Riujin estaba sentado sobre una barra de hierro que lo zarandeaba y traqueteaba y le hacia ir adelante. Las toallas del restaurante iban en el camión, echadas allí por Pantaleón y el miliciano que se había ido antes en un trolebús. Riujin quiso reunirías mientras murmuraba con rabia "Que se vayan al diablo. ¿Qué soy en realidad? Como un idiota estoy dando vueltas". Después, les dio un empujón con el pie y dejó de mirarlas.
Su estado de ánimo era horrible. Resultaba claro que la ida al manicomio había dejado una profunda huella en su espíritu. Riujin intentó comprender qué le desganaba. ¿El corredor con sus lámparas grises? ¿El pensamiento de que la peor desgracia en el mundo era perder la razón? Sí, sí, por supuesto, era eso. Pero aquello era sólo una idea general. Había algo más. ¿Qué era? El agravio. Sí, sí, las palabras ofensivas lanzadas por Desamparado directamente a su rostro. Y lo triste resultaba que en la ofensa se hallaba la verdad. Riujin dejó de mirar a los lados, se fijó en el suelo sucio y comenzó a farfullar, a lamentarse y herirse así mismo.
Sí, la poesía... Él ya tenía treinta y dos años. Pero ¿qué vendría después? Más adelante escribiría unos cuantos versos al año. ¿Hasta la vejez? Sí, hasta la vejez. ¿Qué le traerían a él esos versos? ¿La gloria? Qué descaro. No te mientas a U mismo. La gloria nunca llegará para aquel que escribe malos versos. ¿Por qué eran malos? La verdad, él dijo la verdad, se inculpó Riujin a sí mismo sin compasión: "No creo en nada de lo que escribo".
Envenenado por un soplo de neurastenia, el poeta se inclinó y, debajo de él, el suelo dejó de traquetear. Alzando la cabeza, vio que hacía rato ya estaban en Moscú. Sobre Moscú amanecía y las nubes eran doradas y el camión se hallaba atascado en una larga columna de coches a la vuelta de la avenida y cerca de él estaba parado, sobre un pedestal, un hombre metálico con la cabeza algo inclinada que miraba indiferente hacia la avenida.(26)
Extraños pensamientos llegaron a la cabeza del enfermo poeta.
"Allí estaba un ejemplo de la verdadera fortuna , Riujin se alzó en toda su estatura en la cama del camión y levantó las manos, amenazando al intocable hombre de hierro. "Cualquier paso que dio en la vida, cualquier cosa que le ocurrió, siempre fue en su beneficio, todo giró alrededor de su gloria. ¿Pero qué hizo él? No alcanzó a comprenderlo. ¿Hay algo de especial en estas palabras "Las tormenta se hizo brumosa"?(27) "No comprendo... Tuvo suerte, suerte", de repente los amargos pensamientos de Riujin concluyeron y él sintió que bajo sus pies el camión se movía. "Le disparó, le disparó aquel guardia blanco, le fracturó la cadera y le aseguró la inmortalidad."(28)
El atascamiento de coches cesó. En dos minutos, el completamente enfermo e incluso envejecido poeta entraba en la terraza de Griboiédov que ya estaba casi vacía. En una esquina bebía un grupo de noctámbulos, en el centro de los cuales se agitaba un conocido animador que tenía en la cabeza un gorrito oriental y sostenía en la mano una copa de vino.
Cargando las toallas, Riujin fue recibido con amabilidad por Archibald Archibáldovich que enseguida lo liberó de los malditos trapos. Posiblemente, si no hubiese estado tan agotado por su estancia en la clínica y el viaje en el camión, a Riujin le habría agradado contar lo sucedido en el sanatorio, adornando el relato con detalles inventados. Pero en aquel instante no era capaz de eso. Luego de su atormentadora aventura, Riujin, por muy poco observador que fuera, observó atentamente al pirata, por primera vez, y comprendió que, aunque é?te le preguntara sobre Desamparado e incluso gritara "ay, ay", en realidad, le era